¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×
Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado de Enseñanzas que transformaron el mundo (B&H Español, 2015), por Miguel Núñez.

Tanto la vida, como la muerte y la resurrección de Jesús contribuyen a la salvación de los perdidos, y nada más puede hacerlo.

Jesús vino a vivir una vida que ninguno de nosotros podía vivir; a morir una muerte que ningún ser humano podía sufrir; y a resucitar de entre los muertos para conquistar finalmente el pecado y la consecuencia del pecado, la muerte. Por tanto, la salvación del hombre requiere de la vida, la muerte, y la resurrección de Cristo.

La vida de Jesús

Adán, como representante de la raza humana, pecó, y por consiguiente violó la ley de Dios. Desde ese momento, el hombre adquirió una deuda moral con Dios y ninguno de los descendientes de Adán había podido cumplir con la ley de Dios hasta que Cristo vino a cumplir con todas las demandas de la ley.

Jesús, a su paso por la tierra, dejó claro que Él no había venido para abolir la ley, sino para cumplirla (Mt. 5:17). Cuando Juan el Bautista piensa que él no debe bautizar a Jesús, sino que debe ser al revés, Jesús respondió: “Permítelo ahora; porque es conveniente que así cumplamos toda justicia” (Mt. 3:15). Jesús fue presentado en el templo al octavo día en cumplimiento de la ley, y en cada ocasión cumplió a cabalidad con la ley de Moisés. De esa forma, acumuló los méritos necesarios que pudieran ser cargados o imputados a nuestra cuenta.

La ley de Dios que Adán no logró cumplir y que ninguno de sus descendientes tampoco pudo lograrlo, Jesús la cumplió de principio a fin.

Como Jesús cumplió con todos los preceptos de la ley, al final de sus días, ni Pilato ni el Sanedrín encontraron faltas en Él; tuvieron que buscar falsos testigos para acusarlo (Mt. 26:60). Aun desde el punto de vista político, Pilato no encontró faltas en Él (Lc. 23:4); tampoco las encontró Herodes. Nadie ha cumplido la ley; solo Jesús logró hacerlo. La ley de Dios que Adán no logró cumplir y que ninguno de sus descendientes tampoco pudo lograrlo, Jesús la cumplió de principio a fin. Su vida, no solo su muerte y resurrección, es importante para la salvación del pecador, porque los méritos de su vida fueron contados a nuestro favor.

La muerte de Jesús

Jesús mismo definió la misión de su primera venida: Él vino a “dar su vida en rescate por muchos” (Mr. 10:45). Cada uno de los descendientes de Adán nace condenado por el pecado (Sal. 51:5). Pero el pecado no puede ser perdonado sin que alguien pague por él, de lo contrario la justicia de Dios hubiese quedado sin ser satisfecha, y nuestro Dios es un juez justo. De manera que Dios Padre o condenaba a toda la humanidad a ir al infierno o enviaba a su Hijo para que cumpliera la ley, y habiendo cumplido la ley, fuera a morir en la cruz en lugar del pecador, tal como lo hizo: “El mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas fueron ustedes sanados” (1 Pe. 2:24). El apóstol Pablo lo expresa aún de una forma más clara en la epístola a los Romanos:

“Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Entonces mucho más, habiendo sido ahora justificados por Su sangre, seremos salvos de la ira de Dios por medio de Él. Porque si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo, mucho más, habiendo sido reconciliados, seremos salvos por Su vida”, Romanos 5:8-10.

Sin haber llenado a cabalidad la ley de Dios, Jesús jamás hubiese calificado para ofrecerse en sacrificio por los pecados de los seres humanos. Nadie ha hecho ninguna de las dos cosas: ni llenar la ley a la perfección ni morir por los pecados de la humanidad. Pero el día que Jesús murió, Él mismo supo que había terminado la obra que Dios Padre le había encomendado, y por eso pudo decir al morir: “¡Consumado es! E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19:30 LBLA).

Con una sola palabra, Jesús expresó que todo el trabajo de redención había sido terminado allí en la cruz. No había más que cumplir; nada más que hacer. Ninguna obra hecha por el hombre podría haber mejorado la obra de redención de Jesús porque cuando la terminó era perfecta, y la perfección no acepta mejoría. Es prácticamente una blasfemia pensar que las obras del ser humano, manchadas de pecado, puedan contribuir en lo más mínimo a su salvación.

La muerte de Cristo fue vicaria o sustitutiva

La palabra “vicaria” implica sustitución. En otras palabras, yo tenía que haber sido clavado en la cruz, pero Jesús tomó mi lugar, como nos recuerda Pablo en 2 Corintios 5:21 donde dice que aquel que no conoció pecado, fue hecho pecado por nosotros. El mismo énfasis es hecho desde el Antiguo Testamento, como vemos en Isaías 53:5-6.

Su muerte no solamente fue vicaria, fue también propiciatoria

“Propiciación” es un término que viene del mundo secular. Implicaba el presentar una ofrenda a un dios pagano para calmar su ira. Entonces la muerte de Cristo fue propiciatoria en el sentido de que ciertamente Dios estaba airado con el pecado del hombre (Sal. 7:11) y Cristo vino a aplacar la ira de Dios; en ese sentido fue propiciatoria (Ro. 3: 25; He. 2:17; 1 Jn. 2:2, 4:10).

La iglesia primitiva nació y creció con la predicación de la muerte y la resurrección de Jesús.

La resurrección de Cristo

Muchos han dicho que la resurrección del Hijo al tercer día fue el amén del Padre al sacrificio perfecto de su Hijo. Ciertamente eso es lo que representa. Si ese sacrificio no llenaba las demandas de la ley, Dios Padre jamás lo hubiese aceptado como bueno y válido. La muerte de Cristo a nuestro favor fue vital, pero no suficiente para nuestra salvación como bien explica el apóstol Pablo:

“Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos entre ustedes que no hay resurrección de muertos? Y si no hay resurrección de muertos, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también la fe de ustedes. Aún más, somos hallados testigos falsos de Dios, porque hemos testificado contra Dios que Él resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si en verdad los muertos no resucitan.

Porque si los muertos no resucitan, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es falsa; todavía están en sus pecados. Entonces también los que han dormido en Cristo están perdidos. Si hemos esperado en Cristo para esta vida solamente, somos, de todos los hombres, los más dignos de lástima”, 2 Corintios 15:12-19.

Ese solo pasaje nos muestra la importancia de la resurrección de Cristo para la salvación del ser humano. Sin su resurrección, nosotros aún estaríamos sumergidos en delitos y pecados porque la resurrección de Cristo proclama su victoria sobre el pecado y la muerte. Así como Él murió en lugar nuestro, entonces su resurrección promete y asegura nuestra victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

La iglesia primitiva nació y creció con la predicación de la muerte y la resurrección de Jesús. La iglesia cristiana hoy espera a Jesús por segunda vez justamente porque resucitó y prometió regresar por los suyos. Muchos han tratado de negar la resurrección de Jesús porque un hombre “muerto” como lo es Mahoma, Buda, Joseph Smith, y todos los demás maestros religiosos del pasado no pueden hacer promesas desde la tumba; Cristo las hizo antes y después de su muerte. Su resurrección brindó veracidad a las promesas anteriores, así como a aquellas que hizo después de salir de la tumba.


Imagen: Lightstock.
Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando