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Salmos 136-142 y Hechos 20-21

Yo sé que el Señor sostendrá la causa del afligido,
Y el derecho de los pobres.
(Sal. 140:12)

Dorothy Peters perdió a su hijo Matthew en un accidente de tránsito donde fallecieron él y dos de sus amigos. El joven sólo tenía 15 años y dejó a su familia devastada. Dorothy tuvo que rehacer completamente su vida luego de esa tremenda pérdida. Algunos meses después del accidente, ella decidió ponerse a estudiar. Culminó una maestría y luego fue aceptada con una beca en una prestigiosa universidad europea. Ella definió en una entrevista su caminar desde la tragedia al propósito de la siguiente manera: “Yo deseé vivir mi vida en la manera en que hubiera querido que mi hijo viviera la suya”.

La señora Peters se levantó de la tragedia como pudo. Los humanos tenemos ese sentido de resiliencia que nos permite enfrentar y luchar contra la adversidad. Muchos salen como pueden y luego son levantados como seres especiales que vencieron la adversidad con sus propias manos. Sin embargo, nosotros los cristianos sabemos que no peleamos esas batallas en solitario y sin un propósito que sea mayor a nuestras circunstancias. Debemos tener la seguridad que el Señor está presente y al tanto de cada una de nuestras circunstancias. No solo tratamos de entender las circunstancias temporales que están delante de nuestros ojos, sino también percibir y buscar la voluntad del Señor que está en el mismo medio de esas circunstancias.

Para empezar, sabemos que el Señor nos conoce aún desde el vientre de nuestra madre. El Salmista dice, “Porque Tú formaste mis entrañas; Me hiciste en el seno de mi madre… Tus ojos vieron mi embrión, Y en Tu libro se escribieron todos Los días que me fueron dados, Cuando no existía ni uno solo de ellos” (Sal. 139:13,16). Para mí este último pasaje bíblico es el mejor adelanto profético al código genético tan mentado en la actualidad. El Señor mismo lo escribió con sabiduría, pero también con amor en nosotros.

Pero la obra del Señor va más allá y no termina solo con nuestra constitución física y genética. Él, a través de su providencia, también está totalmente identificado con nuestras realidades anímicas íntimas y todas nuestras circunstancias externas. El Salmista dice, “Oh Señor, Tú me has escudriñado y conocido. Tú conoces mi sentarme y mi levantarme; Desde lejos comprendes mis pensamientos. Tú escudriñas mi senda y mi descanso, Y conoces bien todos mis caminos” (Sal. 139:1-3). Como podemos notar, no hay nada que escape de su presencia, que le sea desconocido, que lo sorprenda o que simplemente le dé la espalda.

Por eso es importante que le devolvamos a nuestra vida y a nuestra fe una clara convicción de la providencia de Dios. ¿Qué es la providencia divina? Jerry Bridges la define de la siguiente manera: “Es su constante cuidado y su absoluto gobierno sobre toda su creación, para su propia gloria y el bien de su pueblo”. El Señor no llega a nuestras vidas como un bombero durante una emergencia, ni tampoco se ausenta cuando nuestra vida peligra como un policía negligente o distraído. Su presencia y gobierno es constante en todo momento y circunstancia. Por eso siempre afirmamos que vivimos, como decía R. C. Sproul, Coram Deo, siempre delante del Rostro de Dios.

Aunque Dios gobierna y es completamente soberano sobre nuestras vidas, los matices de la vida humana, la capacidad de tomar decisiones, los errores y los aciertos en el camino y las victorias y derrotas inesperadas, son demostraciones claras de que la vida que Dios espera de nosotros jamás estará regida por una serie de pasos del tipo “ármelo por usted mismo en cuatro fáciles pasos”. Por el contrario, nuestras vidas estarán regidas por los acontecimientos y circunstancias que nos rodean, pero, sobre todo, por el diálogo y sometimiento permanente al Señor Soberano, Creador, y Redentor de nuestras vidas. El salmista lo vivencia así: “Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis inquietudes. Y ve si hay en mí camino malo, Y guíame en el camino eterno” (Sal. 139:23-24). Por tanto, nunca nos encontraremos con una línea de montaje para vencer adversidades, crecer y madurar. Más bien, nos enfrentaremos al duro proceso de “hacer camino al andar”. Pero ese andar solo será fructífero si lo hacemos de la mano del Señor, quién va delante nuestro mostrándonos el camino que ya ha preparado para nosotros.

¿Cómo podemos sacarle provecho a nuestras vidas en medio de las pruebas? Veamos algunos consejos que nos pueden ayudar a aprobar las pruebas con las más altas calificaciones:

Primero, debemos creer que Dios está comprometido providencialmente con nosotros. Así lo expresa el Salmista, “Oh Dios, Señor, poder de mi salvación, Tú cubriste mi cabeza en el día de la batalla” (Sal. 140:7). El Dios de la Biblia es el Todopoderoso que tiene poder y dominio sobre cualquiera de nuestras circunstancias: en la oficina, la iglesia, la universidad, la casa y en todas partes. Él nunca nos dejará solos en los momentos en que más lo necesitamos: “Aunque yo ande en medio de la angustia, Tú me vivificarás; Extenderás Tu mano contra la ira de mis enemigos, Y Tu diestra me salvará. El Señor cumplirá Su propósito en mí; Eterna, oh Señor, es Tu misericordia; No abandones las obras de Tus manos” (Sal. 138:7-8). Dios no pasará por alto nuestra congoja, porque somos suyos. Pero lo más importante es que Él no dejará que se deje de cumplir el propósito para el cual fuimos creados.

Segundo, debemos encontrar nuestra fortaleza en el Señor. Muchos tenemos una actitud pesimista ante las pruebas de la vida porque creemos que la victoria depende exclusivamente de nosotros mismos. Pero eso no es verdad. Aprendamos del testimonio del Salmista, quien dijo, “En el día que invoqué, me respondiste; Me hiciste valiente con fortaleza en mi alma” (Sal. 138:3). Es nuestro deber presentarnos y presentar nuestras debilidades delante del Señor, “Señor, pon guarda a mi boca; Vigila la puerta de mis labios. No dejes que mi corazón se incline a nada malo, Para practicar obras impías Con los hombres que hacen iniquidad, Y no me dejes comer de sus manjares” (Sal. 141:3-4). ¿Nos damos cuenta? No podemos superar nuestras pruebas pidiendo que los malos sean menos malos, pero sí podemos pedir que los que nos decimos “buenos” tengamos la fortaleza para portarnos como tales.

Tercero, debemos asegurarnos que estamos comprometidos con el Señor. Del punto anterior se desprende este. ¿Estás dispuesto a pagar el precio por lo que dices creer? Muchos, a lo largo de todas las épocas, han pagado con sus vidas su compromiso vital con el Señor. ¿Crees que somos una generación con privilegios distintos? Por supuesto que no. El martirio de los fieles es una demostración palpable del alto precio que se puede pagar por ser cristiano. Si las cosas nos salen mal porque obramos lo malo, merecido es el castigo; pero si por la obediencia a Dios tengo que pasar aflicción, entonces, como el salmista decimos, “Clamo al Señor con mi voz… Delante de El expongo mi queja; En Su presencia manifiesto mi angustia. Cuando mi espíritu desmayaba dentro de mí, Tú conociste mi senda…” (Sal. 142:1-3). Pon tu vida en las manos de Dios y recuerda que Él te conoce y gobierna en totalidad y profundidad. Como decía David al cantar, “Por detrás y por delante me has cercado, Y Tu mano pusiste sobre mí. Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; Es muy elevado, no lo puedo alcanzar” (Sal. 139:5-6). El Señor ha hecho suya nuestra causa… ¿nosotros hemos hecho nuestra la suya?

Nuestra actitud es tan importante como nuestro compromiso. Es significativo que nuestro ánimo no decaiga en medio de las circunstancias —buenas o malas— que tengamos que enfrentar. Muchos no son capaces de terminar con gozo lo que empiezan, siempre habrá alguna decepción, nos daremos cuenta que las cosas no eran tan fáciles, que la situación estaba muy idealizada, que las personas no eran como lo esperábamos, que nos quedamos solos, que el resto no trabajaba con el mismo empeño, y un gran largo etcétera. Ante tales situaciones, que son muy reales en nuestro mundo caído, el apóstol Pablo tomó una decisión con respecto a su actitud. Él dijo, “Pero en ninguna manera estimo mi vida como valiosa para mí mismo, a fin de poder terminar mi carrera y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia de Dios” (Hch. 20:24).

Pablo no solo se propuso superar las pruebas, sino también acabarlas con dignidad y gozo delante del Señor. Él no se detuvo tanto en los detalles o en lo que hicieran los demás, sino que más bien prestaba atención al desafío de darle sentido a su propia existencia, dándole valor a la obra de Cristo que ya gozaba en su vida y que anunciaba a través del evangelio. Además, sabía que su actitud (y no solo completar la tarea) era sinónimo demostrativo de que lo que le estaba pasando, y por lo que se estaba esforzando, le estaba haciendo bien porque el Señor estaba de por medio y todo era, finalmente, para Su gloria.


Imagen: Lightstock.
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