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Hay un frase popular que se utiliza para hacer preguntas a los apasionados por el intelecto (ehm, nerds): «¡Oye: tú que todo lo sabes y lo que no, lo inventas. ¿Por qué…». Más de una vez alguien se ha acercado a mí con esas palabras para tratar de resolver una inquietud. Debo admitir que ser identificada como alguien que sabe me hace sentir bien. Soy parte de la gente «culta». Soy curiosa. Leo. Entiendo.

Aunque lo más probable es que la frase no signifique mucho más que un «Hey, ¿qué piensas de esto?», creo que vale la pena aprovecharla para examinarnos.

Todo lo sé y lo que no, lo invento. ¿Por qué lo invento? ¿Por qué trato de ofrecer una respuesta aunque estoy consciente de que no domino la información necesaria para formar un argumento? ¿Por qué desvío la pregunta a un asunto relacionado del que sí tengo cierto conocimiento? ¿Por qué no reconocer simplemente que simplemente no sé?

No sé no saber

Sospecho que estoy lejos de ser la única persona a la que no le gusta decir «no sé». Aunque, en el otro extremo, hay personas que expresan su ignorancia quizá con demasiada facilidad y ligereza (esperen un artículo para ustedes próximamente), yo pertenezco a aquellos a los que el «no sé» se les atora en la garganta.

Si nuestra fe es tan frágil que cualquier «no sé» puede derrumbarla, es hora de evaluar si realmente hemos puesto esa fe en la Roca eterna

No es que no sepa que no sé, es que me incomoda reconocerlo. Decir «no sé» cuando me preguntan el número atómico del Osmio es ser confrontada con mi ignorancia sobre asuntos que estudié en la universidad y que siento la obligación de recordar. Decir «no sé» cuando alguien cuestiona el obrar de Dios en un pasaje complejo del Antiguo Testamento hace que mi fe —lo más valioso que poseo— se sacuda y se vea amenazada.

No sé «no saber» sin sentirme humillada, amenazada o asustada. No sé «no saber» como Jesús.

Jesús dijo “no sé”

En verdad les digo que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero Mis palabras no pasarán. Pero de aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre (Mt 24: 34-36).

Si alguna vez existió un humano que sabía, ese es Jesús. Él es desde la eternidad; todo lo que existe fue creado por medio de Él y para Él; Cristo sostiene el universo con la palabra de su poder (Jn 1:1-3; Heb 1:3). Cuando caminó entre los humanos, Jesús reveló asuntos escondidos en los corazones de quienes lo rodeaban (Mt 9:4).

No pretenderé entender de manera exhaustiva (¡porque no entiendo, no sé!) la relación entre el conocimiento humano y el conocimiento divino del Señor. Pero de algo sí estoy segura: Jesús, en su naturaleza humana, dijo «no sé». El Verbo hecho carne, el que es desde el principio, el que conoce lo profundo de los corazones de las personas, no tuvo problema en expresar el hecho de que no conocía la respuesta a cierta inquietud. Habló con certeza de lo que sabía y no especuló sobre lo que no.

Si Jesús dijo «no sé»… ¡¿cómo no lo haremos nosotros?!

Los peligros de no decir “no sé”

Nuestra incapacidad de admitir ignorancia revela nuestro orgullo. Nos distrae de la dependencia de Dios y nos hace esclavos de nuestra propia sabiduría. Al final, nos impulsa al culto a Wikipedia o a nuestro teólogo favorito. Cuando vuelo a buscar respuestas antes de detenerme a admitir que no las tengo, alimento la mentira de que —si tan solo me esfuerzo lo suficiente— algún día seré capaz de saberlo todo.

Además, cuando nos rehusamos a decir «no sé», nos rehusamos a crecer. Que hayas corrido a buscar información en Internet para tener algo rápido que decir y zanjar el debate no significa que lo hayas aprendido, ni que lo entiendas. No significa que realmente sepas.

Nuestra incapacidad de admitir ignorancia revela nuestro orgullo. Nos distrae de la dependencia de Dios y nos hace esclavos de nuestra propia sabiduría

El primer paso para aprender es reconocer que no sabemos, y ese paso hay que darlo una y otra vez. Cuando te atrevas a enfrentar la realidad de tu ignorancia y decidas investigar acerca de, por ejemplo, la formación del canon de las Escrituras o de la relación entre la ciencia y la fe, te irás dando cuenta de lo maravillosamente misterioso y complejo que puede llegar a ser el mundo que habitamos. Entre más sabes, más sabes que no sabes.

No es cómodo, pero hay que abrazar esa realidad, porque no hay otra manera de crecer. Sospecho que no es casualidad. Después de todo, nuestra mente fue creada para adorar a Dios. Admitir que no sabemos, buscar aprender y darnos cuenta de que existen aún muchas más cosas que no sabemos, puede ser un acto de adoración cuando nos maravillamos en la mente suprema que está detrás de todo lo que entendemos y de lo que nos desconcierta.

Dios no necesita que lo protejamos de nuestras preguntas y de nuestra ignorancia. Su verdad permanece. Si nuestra fe es tan frágil que cualquier «no sé» puede derrumbarla, entonces es hora de evaluar si realmente hemos puesto esa fe en la Roca eterna. Quizá no te has dado cuenta y estás construyendo sobre la arena.

Descansa en Aquel que sí sabe

Un buen «no sé» no va seguido de un punto final. Más bien, debe ser una invitación a la adoración al Creador junto a otras mentes que desean aprender para Su gloria:

— No sé, ¡averigüémoslo juntos!

— No sé, es una pregunta muy interesante. Nunca había pensado en eso. ¿Dónde has buscado respuestas hasta hoy?

— No sé y parece que nadie conoce la respuesta a esa pregunta todavía… ¡será maravilloso cuando alguien la descubra!

— No sé. De hecho, eso es algo que solo Dios sabe. La buena noticia es que podemos confiar en Su sabiduría y Su bondad.

Es probable que te guste tener respuestas. Eso es un regalo. Sabemos porque Dios sabe y Él desea que utilicemos nuestras mente para Su gloria. Pero eso no significa que debas llevar el peso de las preguntas del mundo sobre tus hombros. No puedes saberlo todo y no tienes que saberlo todo. No necesitas tener todas las respuestas.

Haz tu mejor esfuerzo para usar tu mente con humildad y valor, pero descansa en Aquel que sí lo sabe todo.

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