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En nuestro mundo reconfigurado por el COVID, los desplazamientos al trabajo y los ritmos familiares se han visto permanentemente alterados. También lo han hecho las actitudes hacia la participación en la iglesia. Hace poco hablé con una mujer apasionadamente comprometida con su régimen dominical matutino de ver por Internet el servicio de su iglesia local. Por supuesto, muchas personas se han retirado por completo de la participación en la iglesia en favor del consumo de podcasts y transmisiones de predicadores famosos.

Esto no está bien. Dejando a un lado por un momento la exhortación bíblica a cada cristiano a practicar el ministerio de los unos a los otros (una exhortación difícil de obedecer desde tu sofá), está claro que Dios tiene una visión diferente de cómo Su pueblo debe escuchar Su Palabra. Somos personas encarnadas.

Por eso, el mejor predicador para cada uno de nosotros, el predicador que realmente necesitamos, es un predicador en persona, alguien que está en nuestra presencia física para proclamarnos la Palabra de Dios. Necesitamos algo más que una voz en nuestros oídos; necesitamos una vida ante nuestros ojos. Los sermones de podcasts de personas que no conocemos son potencialmente un tremendo suplemento, pero ciertamente un terrible sustituto.

Encuentros en persona

Soy pastor y predicador. En la mayoría de las mañanas de domingo de los últimos quince años, he subido a una plataforma, dirigido la mirada hacia la congregación y proclamado la Palabra de Dios. Pero tengo muchos más años de experiencia siendo pastoreado y recibiendo predicaciones. Fui pastoreado por muchos pastores antes de convertirme en uno. Cuando recuerdo a esos pastores, ciertos recuerdos sobresalen.

El predicador que realmente necesitamos es un predicador en persona, alguien que está en nuestra presencia física para proclamarnos la Palabra de Dios

Recuerdo las muchas veces que, de niño, le confesé a mi padre (que fue mi primer pastor) los pecados que me avergonzaba que alguien más escuchara. Él, con paciencia y delicadeza, me reafirmaba en el amor de Dios. Recuerdo cuando, mucho más tarde, otro pastor puso su mano sobre mi cabeza y oró para que Dios me sanara de una enfermedad. Más tarde, dos de mis pastores se abrazaron al orar fervientemente por mí y por mi futuro ministerio. Recuerdo haberme sentado a la mesa con el hombre que me pastoreó durante los años de universidad, haber entablado con él un apasionado debate y haberme sentido algo molesto con él después. Cada uno de estos recuerdos sigue vivo. Esto es lo que tienen en común: todos fueron encuentros personales con los hombres que Dios había designado para predicarme la Palabra de Dios.

Cuando pienso en aquellos que han pastoreado mi alma, los recuerdo exponiendo las Escrituras. Recuerdo momentos en los que su predicación me habló profundamente, encendiendo mi pasión por Dios. Pero también recuerdo las veces que nos sentamos juntos y discutimos, o cuando confesé mi pecado y me recordaron la gracia de Dios, o cuando oraron por mí. Estos momentos influyeron en la forma en que escuchaba su proclamación.

El mejor predicador para ti

Nuestra respuesta a la pregunta «¿Quién es el mejor predicador para mí?» dependerá en gran parte de quiénes nos consideremos. Si nos consideramos principalmente seres pensantes, formados sobre todo a través de ideas, entonces la formación espiritual consistirá en encontrar y consumir los mejores pensamientos sobre Dios y la Biblia. En You Are What You Love [Eres lo que amas], James K. A. Smith señala que este ha sido el enfoque de muchos evangélicos durante muchos años. Si queremos un contenido sobresaliente, ¿por qué no acudir a los famosos predicadores de televisión/Internet/podcast? Después de todo, son populares por una razón. A menudo son más convincentes, más interesantes y más informativos que el predicador de tu iglesia local.

Pero este enfoque se basa en una visión inadecuada de los seres humanos. Ciertamente, no somos menos que seres pensantes. Pero somos mucho más. Somos imaginativos. Somos intuitivos. Somos apasionados. Estamos llenos de anhelos, deseos y afectos. Somos formados a través de hábitos y relaciones. Somos encarnados.

En la Biblia, la enseñanza no se concibe principalmente como una transmisión de ideas de cerebro a cerebro, sino como la formación de una persona en el contexto de una relación encarnada. El apóstol Pablo escribió a una de sus congregaciones: «Lo que también han aprendido y recibido y oído y visto en mí, esto practiquen, y el Dios de paz estará con ustedes» (Fil 4:9). Nota que no solo oyeron a Pablo, sino que lo vieron. Pablo instó a otra congregación: «Sean imitadores de mí, como también yo lo soy de Cristo» (1 Co 11:1).

Pablo estaba expresando la convicción del mundo judío y grecorromano de su época de que el aprendizaje se logra escuchando y observando a un maestro. Aprendemos mejor cuando vemos un comportamiento y lo imitamos. Pedro dijo a los ancianos que fueran ejemplos para el rebaño (1 P 5:3). El autor de Hebreos instruyó a sus lectores: «Acuérdense de sus guías que les hablaron la palabra de Dios, y considerando el resultado de su conducta, imiten su fe» (He 13:7).

La vida brillando a través de los sermones

George Herbert, uno de mis poetas favoritos, comparaba a los predicadores con los vitrales.

Doctrina y vida, colores y luz, en uno
     Cuando se combinan y se mezclan, traen
Una consideración fuerte y asombro; pero la palabra sola
     se desvanece como una llamarada,
y en el oído, no en la conciencia, resuenan (“The Windows” [Las ventanas] líneas 11–15).

Es mejor escuchar palabras habladas a través de la vida encarnada de alguien que conoces, que escuchar la voz incorpórea de un extraño (incluso un extraño muy dotado y piadoso) en tus audífonos. ¿Por qué? Porque, para usar la imagen de Herbert, cuando una vida brilla a través de las palabras, es como el sol brillando a través de un vitral. Los colores saltan. Te quedas sin aliento. Esa belleza produce «una consideración fuerte y asombro». Las palabras respaldadas por una vida penetran en tu interior, en tu conciencia.

Aprendí mucho de la vida de los pastores que me guiaron durante mi infancia y juventud. Les vi soportar desánimos, críticas, hospitalizaciones, un diagnóstico de cáncer. Los observé durante los servicios de la iglesia. Más de dos décadas después, pienso a menudo en un antiguo pastor que se entregaba con pasión al canto congregacional. Su predicación me llegaba más profundamente porque veía su corazón por Dios antes de que subiera al púlpito. Con frecuencia recibo la Cena del Señor con mi congregación justo después de predicar el sermón. Es una oportunidad para que todos juntos admitamos nuestra dependencia de la obra completa de Cristo. Es importante que mi iglesia vea que estoy tan desesperadamente necesitado de Jesús como ellos.

Es peligroso dejarse formar espiritualmente principalmente por una voz incorpórea, por la predicación de un desconocido. No hay responsabilidad ni reciprocidad. No podemos verificar las palabras con el carácter. Por supuesto, incluso tu pastor local puede engañarte sobre su carácter oculto. Una mayor cercanía no siempre equivale a una autenticidad más profunda. Pero dentro de la comunidad de una iglesia local, hay mucha más oportunidad de percibir patrones de pecado y defectos en el carácter. Como miembro de la iglesia, puedes exhortar a tu pastor al amor y a las buenas obras. Puedes ayudar a formar el carácter del mismo hombre a través del cual escucharás la Palabra de Dios.

Hay un valor especial e insustituible en sentarse bajo la predicación de alguien que te conoce, que ora por ti, que está comprometido contigo

El mejor predicador para cada uno de nosotros es el que conocemos. También ocurre a la inversa. El mejor predicador es el que nos conoce.

Los pastores y su gente

Cada vez que miro a mis congregantes, estoy predicando a personas que conozco: el hombre que está esperando los resultados de una biopsia, la madre de cuatro hijos que lucha contra la ansiedad, el adolescente que está afrontando la muerte de su padre, el joven que sale con los amigos equivocados. Por las mañanas, oro por ellos por sus nombres. He oficiado sus bodas y dedicado a sus bebés. He enterrado a sus cónyuges y, en algunos casos, a sus hijos. Hay tiempo y confianza entre nosotros. Compartimos inversiones y afecto.

Por supuesto, los sermones transmitidos por podcast de predicadores dotados pueden ser inmensamente valiosos. No digo que debamos aprender solo de personas que conocemos personalmente (en este artículo, me comunico con muchos lectores a los que nunca conoceré). Pero piensa en todo lo que se pierde en un sermón predicado para el consumo masivo. Cuando pretende ser universal y atemporal, pierde especificidad e inmediatez. Cuando tiene que llegar en un momento determinado, pierde espontaneidad. Cuando el público es más amplio, pierde cierta vulnerabilidad. Al pretender llegar lejos (lo cual no es necesariamente un mal objetivo), su sustancia necesariamente cambiará. Hay un valor especial e insustituible en sentarse bajo la predicación de alguien que te conoce, que ora por ti, que está comprometido contigo. Por favor, no te pierdas ese regalo de Dios.

Predicadores, nunca permitamos que el deseo de ser escuchados por mucha gente que no conocemos nos haga desperdiciar las ventajas de la predicación encarnada a las personas que conocemos. Prediquemos a quienes tenemos delante. Amémosles en toda su gloriosa especificidad. Oremos para que la Palabra penetre en estas personas concretas, en este lugar concreto, en este momento concreto. Esta predicación local llegará a lugares donde un sermón transmitido y escuchado por decenas de miles de personas simplemente nunca podrá llegar. Estemos dispuestos a predicar como individuos encarnados, débiles y necesitados, dependientes de la gracia, deseosos de más de Cristo.

Este es el tipo de predicador que más necesita nuestra gente.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Eduardo Fergusson.
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