“La forma de predicar un sermón no importa. El contenido del sermón es lo que importa”, afirmó con fuerza el estudiante. Como su profesor de predicación, le dije: “El sermón predicado es el contenido”. Presioné un poco más y le pregunté: “¿Qué crees que constituye el contenido del sermón?”. No tenía una respuesta acabada, pero en su mente él entendía que las notas de su sermón eran el contenido del sermón.
Sin embargo, un sermón no es solo lo que escribes. Un sermón es lo que dices. No hay un solo elemento del sermón que no sea teológico, eso incluye la entrega verbal del mismo. Lo que se dice en el sermón no puede separarse de cómo se dice. Lamentablemente, en los círculos de predicación evangélica, cuando se habla sobre la forma de predicar el contenido del sermón, a menudo se aborda el tema como una idea adicional de homilética. Hay una separación casi gnóstica de las ideas propias del sermón escritas en el papel, consideradas espirituales, y la forma de predicar el sermón, la cual es tratada como un apéndice desconcertante y menos relevante.
Un sermón no es solo lo que escribes. Un sermón es lo que dices
La idea de que un tipo de predicación poco inspiradora pueda tomarse como una virtud es una propuesta extraña. ¿Cómo podría la indiferencia ante la forma de predicar un sermón ser una evidencia de que te tomas en serio la tarea de predicar? Una vez escuché a un grupo de autodenominados evangélicos sofisticados burlándose de John Piper debido a su forma de predicación apasionada y enérgica. Le pregunté: “¿Crees que es una pasión falsa? ¿Crees que es un acto sobre dramatizado o crees que es genuino?”. Su respuesta fue que era genuino pero peligroso. Les dije que me gustaría tener ese tipo de pasión peligrosa.
Tal actitud dista mucho de la perspectiva de Martín Lutero, quien declaró:
“La iglesia no es una casa de lapiceros, sino una casa de bocas. Porque desde el advenimiento de Cristo, el evangelio, que solía estar escondido en las Escrituras, se ha convertido en una predicación oral. Tal es la forma del Nuevo Testamento y del evangelio que deben ser predicados y presentados por boca de otros y a viva voz. El mismo Cristo no ha escrito nada, ni ha ordenado que se escriba nada, sino que se predique por boca de otros” (Wood, Captive to the Word, 90).
Algunos se apropian indebidamente de las palabras de Pablo en su primera carta a los Corintios para sostener este punto de vista de que la forma de la predicación no importa: “Por eso, cuando fui a ustedes, hermanos, proclamándoles el testimonio de Dios, no fui con superioridad de palabra o de sabiduría” (1 Co 2:1). Sin embargo, ellos pierden de vista por completo el punto que Pablo está tratando de hacer. Sus oponentes objetaron el mensaje de Cristo crucificado, el cual ellos querían que Pablo abandonara.
No importa cuán bien y persuasivo Pablo proclamara la verdad bíblica, ellos no querían escuchar sobre un Mesías crucificado. Según ellos, la única forma en que Pablo podía tener un discurso elevado o sabiduría era abandonando la proclamación de la cruz.
Según los opositores de Pablo, “la palabra de la cruz es necedad” (1 Co 1:18). A diferencia de los sabios maestros y los oradores que alardeaban de su inteligencia, Pablo no hablaba de sí mismo, y más bien afirmó: “nada me propuse saber entre ustedes excepto a Jesucristo, y Este crucificado” (1 Co 2:2). La sabiduría humana hace alardes del yo, pero la sabiduría de Dios muestra a Jesucristo. Como escribe Pablo: “Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor” (2 Co 4:5).
En el libro de los Hechos, Pablo sana a un cojo y la multitud grita: “Los dioses se han hecho semejantes a hombres y han descendido a nosotros” (Hch 14:11). Luego, comenzando con Pablo, intentan identificar a los dioses que habían venido. Ellos decidieron que Pablo, el predicador principal, debía ser Hermes, el dios griego de la oratoria e inventor del habla. Estoy muy seguro de que no recibió esta descripción porque era un predicador apático al que poco le importaba cómo se expresaba.
La predicación es una transacción dinámica y viva entre el predicador y la congregación dada por Dios, basada en la Palabra, centrada en Cristo y ungida por el Espíritu
Cuando nuestra manera de predicar se ajusta al mensaje del texto bíblico, es obvio que el texto que predicamos nos ha traspasado el corazón. Nuestro sermón actúa como una ventana a nuestra alma predicadora, que en última instancia es la que sopesa el poder de nuestras palabras.
Por encima de todo lo demás que concierne a la forma, permite que tu pasión cruciforme y tu entusiasmo genuino por lo que crees sean evidentes para que puedas engrandecer la cruz de Cristo.
La predicación es una transacción dinámica y viva entre el predicador y la congregación dada por Dios, basada en la Palabra, centrada en Cristo y ungida por el Espíritu. Sirve como un acto escatológico que apunta a la consumación del Reino de Cristo cuando cada tribu, lengua y nación se reunirán y escuchará la voz del Pastor principal (1 P 5:2-4; Ap 7:17, 22:4).
Hasta entonces, predica. Invierte y dedícate a uno de los llamados más altos en este mundo caído. Ocúpate, esfuérzate y trabaja duro para decir lo que es bíblicamente correcto y rinde cada molécula de tu cuerpo para decirlo de la manera más clara, apasionada y poderosa posible.