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Recientemente me pidieron que expresara unas palabras en honor a un amigo que estaba llegando a un hito en el ministerio. El mejor y más exacto galardón que se me ocurrió dar fue una descripción que Eugene Peterson (1932 – 2018) una vez había tomado como un insulto: que era un predicador de un solo sermón. Al enterarme ayer de la muerte de Peterson, no pude pensar en otra cosa que pudiera elogiar mejor al predicador, al pastor, y al escritor. Era un hombre de un solo sermón.

En su memoria titulada: El Pastor, Peterson escribió sobre su hijo, quien al regresar de sus estudios universitarios donde estudiaba escritura creativa, le dijo lo que estaba aprendiendo. El hijo, Leif, dijo: “Papá, los novelistas solo escriben un libro. Encuentran su voz, su libro. Y lo escriben una y otra vez. William Faulkner escribió un libro. Anne Tyler escribió un libro. Ernest Hemingway escribió un libro. Willa Cather escribió un libro”. Eso parecía lo suficientemente abstracto hasta varios días después, cuando el hijo le dijo a su padre: “¿Recuerdas lo que dije sobre los novelistas que escriben solo un libro? Tú solo predicas un sermón”.

El viejo Peterson se sintió herido. Después de todo, no se repetía a sí mismo en el púlpito. Predicó por la totalidad de las Escrituras, usando diferentes formas para manejar diferentes géneros, y diferentes modos de aplicación a su gente. Sin embargo, un domingo por la mañana, después de escuchar a su padre predicar, Leif dijo: “Bueno, papá, ese fue tu sermón. He estado escuchando ese sermón toda mi vida, tu único sermón, tu sermón distintivo”. Por eso, dijo el hijo, era tan difícil para él encontrar una iglesia en su ciudad universitaria. “Ninguno de esos otros pastores había encontrado su sermón”, dijo. Eso es lo que el hijo había querido decir todo el tiempo. Su comentario no había sido una crítica de su padre. Era un vistazo a su genio.

Ese “un sermón” de Peterson podría definirse de varias maneras. Pero diría que es un mensaje sobre la forma en que la Palabra de Dios, revelada en la historia de las Escrituras, habla y da forma a la imaginación humana. Esto no implica que Peterson se repitiera; todo lo contrario.

Sus obras incluyeron una paráfrasis popular de las Escrituras, El mensaje; estudios de libros de la Biblia que van desde Jeremías (Correr con los caballos) a Jonás (Bajo la planta impredecible) hasta Apocalipsis (Trueno invertido); y ensayos y colecciones sobre la vida pastoral y su llamado. Ninguno de estos libros era el mismo, en lo absoluto. Incluían ricas reflexiones sobre las Escrituras, con aplicación a la psique y la práctica de personas y congregaciones, por lo general impregnadas de toda una vida de lectura en ficción y poesía. Sin embargo, la prosa de Peterson era variada, no debido a una visión variada de su vocación, sino debido a una visión unificada.

Y, a través de todo, apuntó al único sermón detrás de todos los libros, ensayos, mensajes, traducciones, y memorias: “¡Aquí está! ¡El cordero de la Pascua de Dios! ¡Él perdona los pecados del mundo! Este es el hombre del que he estado hablando” (Jn. 1:29, El Mensaje).

Los signos de exclamación no estaban en el griego original, por supuesto. Eso era la imaginación de Peterson. La puntuación está allí para indicarnos lo que había allí en las palabras de Juan: asombro ante la presencia de Jesús.

Eugene Peterson puede ver a Jesús ahora. Y, sin duda, se da cuenta de cuán temporal y fragmentario era su asombro a la luz de lo que experimenta ahora. Deja atrás a las personas a quienes les predicó, enseñó, y amó. Y nos deja, a aquellos de nosotros que nunca lo conocimos personalmente, el ejemplo de una larga obediencia en la misma dirección, y una pila de libros. Pero con todo eso nos dejó un sermón. El mismo que necesitábamos y el mismo que necesitamos todavía.


 Una versión de este artículo apareció primero en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
Imagen: Creative Commons.
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