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Enseñar a mis dos hijos adolescentes a conducir me llena de terror. Mi angustia no se trata tanto de su forma de manejar (aunque puede ser espeluznante), sino de que cada vez que nos aventuramos en el camino no puedo dejar de pensar en que probablemente soy el último en mi familia en hacer esto: enseñar a la próxima generación a conducir. Si la tecnología avanza al ritmo actual, los autos sin conductor serán lo más común mucho antes de que nazcan mis futuros nietos. Para ellos, obtener una licencia de conducir o una tarjeta de alquiler de una tienda de videos ya no serán ritos de iniciación. Dirán “¿Qué es eso?” a ambas cosas.

En muchos sentidos, estas son buenas noticias. Los autos sin conductor probablemente serán mucho más seguros, considerando la cantidad de accidentes que se deben a un error humano. Y sin embargo no puedo dejar de pensar en la cantidad de personas que conozco, incluso en nuestras iglesias, que se ganan la vida al conducir automóviles y camiones. No soy enemigo del progreso. Reconozco que los avances en la tecnología son a menudo temidos y ridiculizados al principio, pero luego benefician a las personas y las sociedades. Mi abuelo era lechero. Mis hijos ni siquiera pueden imaginar cuál es ese trabajo, y sin embargo, la leche de hoy es más abundante y se entrega de manera más eficiente. Aun así, me pregunto mientras tanto: ¿qué pasará con esas personas, con esas iglesias?

El futuro del trabajo

Esto es especialmente cierto cuando los automóviles sin conductor son solo una parte de un dilema más grande. ¿Qué le sucede a una visión del trabajo cuando la automatización incrementada parece estar constantemente “afectando” carreras e incluso industrias enteras? A diferencia de las generaciones anteriores de Occidentales, cada vez tenemos menos conocimiento del mundo en el que vivían nuestros padres y abuelos, en el que uno esperaba aprender una habilidad, encontrar un trabajo y permanecer en él, o tal vez ser promovido hacia arriba a través de él, de por vida. Aquellos días se han ido. En cambio, las personas más jóvenes descubren que deben competir cada vez más en una “economía de pequeños encargos” en la que pueden cambiar de trabajo varias veces en un período de cinco años, si es que siquiera pueden encontrar trabajo.

A primera vista, esto parecería ser un problema cultural o político, y de hecho lo es. Los economistas con visión de futuro y aquellos que formulan cuestiones políticas ya están debatiendo acerca de lo que se puede hacer. Preguntan si un ingreso garantizado universal, subsidiado por el estado, es aquí la forma de mejorar la devastación potencial, así como otras propuestas.

El futuro del trabajo, sin embargo, también se trata del futuro de la iglesia.

Crisis económica, consecuencias espirituales

Cuando estaba sirviendo en la iglesia local me ponía nervioso de manera especial cuando la fábrica local anunciaba la posibilidad de una reducción de tamaño. Sabía que después de eso, en cuestión de meses, me encontraría con una carga de consejería mucho más pesada especialmente con matrimonios en crisis. Por lo general, esto se debe a que los hombres de mi congregación, enfrentados con la pérdida de trabajo, crecen vertiginosamente en temor a la pérdida no solo de sus ingresos, sino también de su sentido de sí mismos y de su valor. Este miedo se manifestaba de diferentes maneras: a veces en una depresión profunda en la que una persona quería permanecer en cama todo el día, a veces en una adicción a la pornografía, a veces en una relación adúltera, a veces en alcoholismo o dependencia de medicamentos recetados.

Muchos de los “afectados” por los cambios económicos no solo se preguntan: “¿Qué puedo hacer ahora?”, sino: “¿Quién soy ahora?”. La iglesia tiene una respuesta a esa pregunta, y debe estar preparada para darla.

La crisis comenzaba siendo económica, pero terminaba siendo espiritual. Lo que puede parecer episódico en algunos lugares es epidémico en otros. Observe el vaciamiento de áreas enteras del país, lugares donde las industrias alguna vez prosperaron y ahora se han ido. En muchos casos, lo que se ha marchado no es solo la riqueza, sino también la cohesión social. Una iglesia que una vez fue una congregación evangelizadora en auge me dijo que no tienen diáconos. Esta iglesia, que tiene diaconado solo para hombres, no pudo encontrar hombres calificados que no fueran demasiado ancianos para servir. Los hombres en esta comunidad estaban, persona a persona, atravesando múltiples divorcios o adicción a derivados del opio. Detrás de todo eso está el desempleo y el estrés que lo acompaña.

Recuperando el sentido y la misión

Como cristianos debemos esperar algo de esto, ya que el retrato bíblico nos muestra cómo el trabajo está ligado a la naturaleza humana. Eso es cierto en la creación, donde la humanidad primigenia recibió una misión a cumplir inmediatamente (Gn. 1:26-28). Sin embargo, esto también es cierto en los cielos nuevos y la tierra nueva, donde se nos dice que gobernaremos y reinaremos con Cristo. No obstante, al mismo tiempo, el testimonio bíblico nos muestra que el trabajo no nos define en nuestro valor y dignidad. Muchos de los “afectados” por los cambios económicos no solo se preguntan: “¿Qué puedo hacer ahora?”, sino: “¿Quién soy ahora?”. La iglesia tiene una respuesta a esa pregunta, y debe estar preparada para darla.

La iglesia debería ser la comunidad que se preocupa por los que están sufriendo de manera tangible y económica.

Los automóviles sin conductor y otros cambios tecnológicos pueden ser buenos para el mundo y para la economía, pero muchos se van a quedar atrás. La iglesia debería ser la comunidad que se preocupa por los que están sufriendo de manera tangible y económica, así como Israel y la iglesia primitiva nos dieron el modelo. Más allá de eso, aun así, también debemos dar una palabra de esperanza a las personas que han ligado sus identidades en trabajos que se han ido y no han regresado. Las personas no solo necesitarán ingresos, sino también un sentido de significado y una misión. Jesús nos ha dado eso.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Iván Díaz.
Imagen: Lightstock.
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