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1 Samuel 18 – 20 y 1 Timoteo 3 – 4

Entonces Saúl se enfureció, pues este dicho le desagradó, y dijo: “Han atribuido a David diez miles, pero a mí me han atribuido miles. ¿Y qué más le falta sino el reino?” De aquel día en adelante Saúl miró a David con recelo. (1 Samuel 18:8-9)

La envidia es uno de los males más secretos que infectan el corazón humano. Esa profunda inquietud o tristeza por el bien ajeno es una enfermedad que corroe el alma y no le permite al hombre percibir con agrado ni siquiera su propia realidad.  Nace en el egoísmo que no admite el alegrarse con más bienestar que el propio, y genera una barrera insalvable de encono y rivalidad con los semejantes. Podríamos decir que hay una envidia “sana” que no es maligna y que se expresa en el reconocimiento de algo o alguien que es digno de ser exaltado. Pero la envidia destructiva inmediatamente envilece, degrada y menosprecia todo lo que se le pone por delante, pero principalmente a la persona que permite que ella se anide en su corazón.

David había conquistado el corazón de todo Israel por su juventud y valentía al derrotar a Goliat. Al volver con el rey Saúl del campo de batalla: las mujeres de todas las ciudades de Israel salían cantando y danzando al encuentro del rey Saúl, con panderos, con cánticos de júbilo y con instrumentos musicales. Las mujeres cantaban mientras tocaban, y decían: ‘Saúl ha matado a sus miles, y David a sus diez miles’(1 Sam. 18:6b-7). El rey no pudo soportar tantos halagos para el joven y desconocido David. Su corazón se llenó de una envidia tan fuerte como la más mortal y poderosa infección. El primer síntoma del contagio en Saúl fue un profundo enojo. No podía aceptar que David fuera considerado superior al rey. Y el enojo fue avivado por sentimientos negativos generados por su propia imaginación: “no le falta más que el reino”, decía para sus adentros, azuzando su ira.

Saúl pudo haberse arrepentido de semejantes sentimientos y pensamientos, y pudo haberse alegrado sinceramente con este joven hebreo que le dio un gran triunfo a Israel, y por lo tanto, a su propio gobierno, pero no lo hizo. Dejó que la envidia echara raíces en su corazón y no volvió a tener paz. En los próximos años se encargaría de hacerle la vida imposible a David, hasta el punto de planear hasta su misma muerte. Para colmo de males, la envidia se potenció con un miedo malsano porque David no reaccionaba con bajeza a pesar del maltrato que de él recibía: Cuando Saúl vio que él prosperaba mucho, le tuvo temor (1 Sam. 18:15). Tomemos en cuenta que el mayor secreto para vencer al envidioso es nunca, nunca reducirnos al nivel en donde perdamos justamente las virtudes que se nos reconocen.

El corazón de David era demasiado grande como para amilanarse con la errada actitud del rey: David salía adondequiera que Saúl le enviaba, y prosperaba. Saúl lo puso sobre hombres de guerra, y esto fue agradable a los ojos de todo el pueblo y también a los ojos de los siervos de Saúl...David prosperaba en todos sus caminos, porque el Señor estaba con él…Pero todo Israel y Judá amaba a David, porque él salía y entraba delante de ellos (1 Sam. 18:5,14,16).

¿Cómo podemos saber si el virus de la envidia ha contagiado nuestro corazón? He aquí un par de síntomas:

1) No podemos convivir con personas que tengan mayores éxitos que los nuestros. Por tanto, Saúl alejó a David de su presencia nombrándolo capitán de 1,000 hombres (1 Sam. 18:13a). ¿Tienes entre tus amigos gente de valía a las cuales puedes reconocer con nobleza que son superiores a ti? Saúl pensaba que David ponía en peligro su supuesta grandeza, pero no se daba cuenta que tener a David cerca podía hacer de él un rey más grande. Sin darse cuenta, su reinado se empequeñeció al alejar a David de su entorno cercano:Y salían los capitanes de los Filisteos a campaña, y sucedía que cada vez que salían, David se comportaba con más sabiduría que todos los siervos de Saúl, por lo cual su nombre era muy estimado (1 Sam. 18:30). Una buena vacuna contra la odiosa envidia es aprender a relacionarnos con personas que enriquezcan nuestras vidas por su calidad superior, reconociendo con hidalguía la supremacía y la grandeza, para que al hacerlo nuestro corazón pueda ser un poco más grande también.

2) Le hacemos daño a personas que no nos han hecho nada. Una persona envidiosa es incapaz de evaluar objetivamente a las personas. David no podía entender al rey Saúl y le preguntaba así a Jonatán, hijo del rey: ¿Qué he hecho yo? ¿Cuál es mi maldad y cuál es mi pecado contra tu padre para que busque mi vida?” (1 Sam. 20:1b). No había nada objetivo con que culpar al joven David, pero es tan grande el recelo y el sentimiento de rivalidad del envidioso, que aun inconcientemente deseará estropear el buen nombre de la persona envidiada. “Competencia” le llaman ahora, pero no es más que la antigua envidia vestida con ropas modernas. ¿Cómo estás tratando a ése subordinado que parece destacar? ¿Qué estás haciendo con tu compañero de universidad que es mejor que tú? Si tan sólo aprendiéramos a honrar la virtud entenderíamos que un elogio es mejor que un insulto, y que colaborar con los mejores no es sinónimo de vasallaje o arribismo, sino de altura de miras y una correcta autoestima.

Finalmente, un total restablecimiento de la envidiositis consiste en un estricto proceso de rehabilitación. El  trabajo no es tanto observar el devenir de las vidas de otros, sino hacer de nuestras vidas algo digno de virtud. François de La Rochefoucald decía: “Los espíritus mediocres suelen condenar todo lo que está fuera de su alcance”, y esa es justo la tarea infructuosa del envidioso que trata de enlodar una reputación que él percibe que nunca podrá alcanzar. Pablo sabía que el único remedio para evitar la envidia era el constante esfuerzo personal por ser mejor que el día anterior. Este ejercicio nos dejará tan cansados, pero también tan satisfechos, que no tendremos ojos ni tiempo para mirar a los demás con envidia.

Este era el consejo para su discípulo Timoteo: No permitas que nadie menosprecie tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y purezaNo descuides el don espiritual que está en tiReflexiona sobre estas cosas; dedícate a ellas, para que tu aprovechamiento sea evidente a todos.Ten cuidado de ti mismo y de la enseñanza. Persevera en estas cosas, porque haciéndolo asegurarás la salvación tanto para ti mismo como para los que te escuchan (1 Tim. 4.12,14a,15-16). Debemos huir de la envidia enfermiza, pero no del trabajo productivo que haga de nuestra vida una existencia envidiable (y esto en el buen sentido de la palabra).

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