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Salmos 87-92 y Hechos 6-7

Si violan Mis estatutos
Y no guardan Mis mandamientos,
Entonces castigaré con vara su transgresión
Y con azotes su iniquidad.
Pero no quitaré de él Mi misericordia,
Ni obraré falsamente en Mi fidelidad.
No quebrantaré Mi pacto,
Ni cambiaré la palabra de Mis labios.
(Sal. 89:31-34)

Les voy a poner un caso real extremo que nos ponga a pensar. Cristina era una joven madre soltera con una niña de cinco años. Por algunos años estuvo activa en la iglesia, pero hace mucho que ya no participa. Lo que sí quería es que su hija fuera educada con valores cristianos y por eso la matriculó en el colegio de la iglesia. El problema surgió cuando se decidió expulsar a la niña del Kindergarten a solo tres semanas del fin del año. El motivo para tamaña decisión fue que se enteraron que la madre trabajaba como bailarina exótica, rompiendo entonces el compromiso de mantener un estilo de vida que vaya de acuerdo con la filosofía cristiana que ella había firmado al matricular a la niña.

Ella decidió dejar de bailar y buscar un nuevo trabajo, y las autoridades de la iglesia le permitieron a la niña volver a la escuela por las semanas que le restan de clases. Finalmente, la madre decidió no dejarla en el colegio porque, como ella afirmó en la prensa: “Yo quiero encontrar un colegio menos preocupado con la imagen y más preocupado con el cuidado de los niños”.

Tratar de juzgar estos acontecimientos, con los pocos argumentos que este breve relato provee, sería entrar en un juego peligroso, aunque es seguro que cada uno de ustedes ya tiene una opinión al respecto. Siempre será motivo de preocupación la forma en que entendemos y hacemos uso del término disciplina. El término “disciplina” tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento tiene una connotación positiva. La palabra “musar” en hebreo indica corrección, pero también la idea de instrucción y hasta de purificación. La palabra “paideias” en griego es muy gráfica porque expresa la idea de la crianza de un niño mediante tutoría, educación y corrección.

Un aspecto importante a destacar con respecto a la disciplina es que ella recae principalmente en las manos de Dios. Como familia en Cristo, somos responsables de llamarnos mutuamente la atención y buscar nuestra común restauración, pero el disciplinador por excelencia es el mismísimo Señor. Es interesante que, en el texto del encabezado, el Señor mismo nos advierte que nuestra infidelidad será castigada, pero el Señor no dejará de ser fiel, no apartará su misericordia, no quebrantará su pacto ni cambiará sus palabras.

Una ligera mirada a la Biblia me hace ver la persistencia del amor de Dios al verse siempre rodeado de personas que lo que mejor hicieron fue dejarlo en una pésima posición ante los que le observaban. Nuestro Señor nunca claudicó ante sus principios de justicia y verdad, pero tampoco se rindió en su misericordia. El salmista afirma, “La justicia y el derecho son el fundamento de Tu trono; La misericordia y la verdad van delante de Ti” (Sal. 89:14). Era tan clara la unión entre la justicia y la misericordia divina, que Moisés puede afirmar que ha conocido el furor y la corrección del Señor sobre él y su pueblo, pero al final, puede decir nuevamente, “Vuelve, SEÑOR; ¿hasta cuándo? y compadécete de tus siervos. Sácianos por la mañana con tu misericordia, y cantaremos con gozo y nos alegraremos todos nuestros días. Alégranos conforme a los días que nos afligiste, y a los años en que vimos adversidad” (Sal. 90:13-15).

La verdad es que cada día expongo al Señor a mis debilidades y fracasos, y lo glorioso es que Él haya decidido permanecer conmigo por su pura gracia y misericordia. Por eso, para poder vivir, tengo que decir con el salmista diariamente a primera hora de la mañana: “Bueno es dar gracias al SEÑOR, y cantar alabanzas a tu nombre, oh Altísimo; anunciar por la mañana tu bondad, y tu fidelidad por las noches” (Sal. 92:1-2). Necesito de su misericordia y compasión cada día; de una nueva oportunidad que me permita vislumbrar un poco de lo que definitivamente no merezco, y que me permita ir más allá del lugar en el que mis propias cadenas de errores y fracasos me retienen.

El Señor que me disciplina y me corrige es también el Dios que se compadece de mí y renueva su fidelidad para conmigo cada noche. Lo que me toca es, entonces, un compromiso de amor y entrega por lo que Él hace, por gracia, en mí. El mismo Señor expresa su respuesta a ese compromiso a través del salmista, cuando dice: “Porque en mí ha puesto su amor, yo entonces lo libraré; lo exaltaré, porque ha conocido mi nombre. Me invocará, y le responderé; yo estaré con él en la angustia; lo rescataré y lo honraré; lo saciaré de larga vida, y le haré ver mi salvación” (Sal. 91:14-16). Este pasaje no deja de lado la corrección divina y como que el Señor se convierte en un engreidor celestial. Por el contrario, no puede haber corrección en nuestro corazón si es que el Señor mismo no nos libra, no nos responde, no nos rescata. Sin que Él ponga de su vida en nosotros, toda corrección no produciría la transformación de nuestro corazón.

No hay duda de que nuestro corazón necesita ser corregido y transformado. Quisiera recordarles nuevamente el pasaje del encabezado donde el Señor nos muestra que Dios no olvidará, ni nos olvidará, aún en medio de su disciplina: (1) No alejará de nosotros su misericordia y nos mirará con benevolencia, como un padre mira a su hijo con amor, a pesar de tener que reprenderlo. (2) El Señor nunca hará pasar la mentira por verdad, por más doloroso que sea para nosotros el saber que estamos equivocados. (3) Su corrección es transformadora porque se basa en el pacto que ha establecido a través de la obra de su Hijo Jesucristo, quien pagó el más alto precio por nuestra liberación y redención. (4) Su fidelidad es la garantía que siempre nos reprenderá con razón y que no nos abandonará.

La disciplina de Dios es transformadora porque su propósito no es solo demostrar nuestra culpabilidad, sino, partiendo de la realidad de la dureza de nuestro corazón, corregirnos en un proceso transformador lleno de gracia y amor. Por eso hay que sacarle provecho a la breve y delicada vida que el Señor nos ha concedido, no bajándola a niveles de pudrición y abandono, sino tratando de vivirla con la dignidad con la que el Señor nos concede en su misericordia vivirla bajo su alero: “Enséñanos a contar de tal modo nuestros días, Que traigamos al corazón sabiduría” (Sal. 90:12). Por más dura que sea la disciplina del Señor, nunca pongamos en duda el compromiso que Él ha asumido a nuestro favor. Él jamás olvidará el pacto que ha hecho a través de la sangre de Jesucristo con aquellos que Él mismo ha llamado por pura gracia.

¿Se acuerdan de Cristina? Pues ella no supo atender la corrección. De acuerdo a lo que se leyó en la prensa, su cambio duró muy poco porque nunca percibió la misericordia como una oportunidad para cambiar, sino como una posibilidad de que todos los demás cambien alrededor de ella. Aunque recibió muchas ofertas de trabajo decente, ella terminó aceptando una jugosa oferta para posar en una revista para adultos. El resto de esta triste historia me es desconocida. Es muy posible que historias como las de esta mujer nos hacen pensar que compasión y disciplina no pueden ni deben ir de la mano. Sin embargo, eso no es cierto porque es el modelo probado y aprobado por Dios desde los tiempos de Adán y Eva.

Y por eso no termino con la historia de Cristina, sino con una de la cual si conozco el final, aunque solo les podré dar su injusto principio. Durante el terrible ajusticiamiento de Esteban, hubo un hombre joven, un sangriento enemigo de la iglesia, que dirigió todo ese bárbaro proceso tras bambalinas. Lucas nos dice que mientras apedreaban al primer mártir del cristianismo, “…los testigos pusieron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo… Y Saulo estaba de completo acuerdo con ellos en su muerte” (Hch. 7:58-8:1). Este acto era la demostración de que Saulo era el que había orquestado este asesinato con premeditación, alevosía, ventaja y nocturnidad. En ese momento nadie hubiera podido conjugar misericordia y compasión con la vida de este fanático asesino. Pero eso fue lo que Dios hizo. Y esa sí que es una historia de gran transformación.


Imagen: Lightstock
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