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Con tanta competencia por nuestra atención en estos días, tengo la impresión de que la  exhortación de Pablo a aprovechar bien el tiempo podría resultar un reto más difícil que nunca (Ef 5:16). Esto también aplica al discipulado y la formación teológica: existen numerosos proyectos y estudios buenos, fructíferos y útiles para el crecimiento personal y el ministerio de la iglesia. ¿Cuáles de ellos son realmente dignos de nuestro tiempo?

Quisiera sugerir que la respuesta ha sido más o menos sencilla desde los tiempos de la Reforma. Si consideramos a la mayoría de las personas que Dios ha usado de manera extraordinaria a lo largo de la historia, una característica común es que se dedicaron a ser personas de un Libro.

Me gustaría ir un paso más allá y postular que, para esas personas utilizadas por Dios en gran manera, el estudio de la Biblia en sus idiomas originales marcaba una diferencia central. Debido a la gran disponibilidad de la Escritura en distintas versiones, hoy nos enfrentamos a la pregunta: ¿Vale la pena aprender a leer el hebreo y el griego, los idiomas en los que la Biblia fue escrita? En este artículo explicaré por qué la respuesta es un «sí» rotundo.

Nuestra autoridad

Por supuesto, para la salud de la iglesia, la urgencia de tal formación cae en los líderes y pastores, para que puedan retener la palabra fiel y ser capaces de exhortar con sana doctrina (Tit 1:9). Al final, si llenamos nuestras horas de estudio con el último libro sobre cualquier tema actual, estaremos mostrando una actitud que niega tener la Biblia como nuestra autoridad y el centro de nuestra fe.

¿Nos fiamos más de la sabiduría humana, o de las palabras de Dios mismo, las cuales son nuestra vida (Dt 30:20)? Este propósito es digno de esfuerzo: «Por esta razón también, obrando con toda diligencia, añadan a su fe, virtud, y a la virtud, conocimiento» (2 P 1:5); «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que maneja con precisión la palabra de verdad» (2 Ti 2:15).

Aunque Timoteo era «joven», tenía un papel de peso en la historia de la Iglesia, comisionado por el apóstol Pablo y siendo receptor de profecías especiales (1 Ti 4:12;1:18). Entonces, surge la pregunta: ¿Qué tiene que ver esto con el cristiano «normal»? Pues que, siguiendo con la visión de la Reforma, si pretendemos ser un sacerdocio universal, cada uno hablando la verdad al otro (Jer 31:34, Ef 4:25), todos parte del mismo cuerpo, el hebreo y el griego pueden servir como herramientas sumamente eficaces «a fin de capacitar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4:12).

El conocimiento de los idiomas bíblicos debería pertenecer a la iglesia, no a la universidad

Además, a nivel de recursos, no tenemos excusa; la Palabra jamás ha estado tan disponible como hoy. Con un clic podemos acceder tanto al texto original de las Escrituras como a diccionarios y gramáticas, lejos de tener que localizar un manuscrito… ¡o de esconderlo por miedo a ser castigado por las autoridades!

Por supuesto, la tecnología no debe ser una excusa para apoyarnos de forma pasiva en tales herramientas y pasar por alto el aprendizaje del lenguaje en sí; tenemos tanto el privilegio como la responsabilidad de usarlas bien. Ningún mecánico, por más tecnología que utilice, debe bajar su nivel de competencia, sino que aprenderá a usar las herramientas desarrolladas para realizar su trabajo de forma cada vez más eficaz.

El ministerio 

Si es verdad que la Biblia es nuestra autoridad, debemos evidenciarlo al esforzarnos por lograr una exégesis precisa y también aplicada al día de hoy (He 4:12). Una lectura fresca de la Palabra viva en el original nos servirá tanto en nuestro propio caminar con el Señor como a la hora de compartir con otros. Al preparar una predicación o un estudio bíblico, por ejemplo, no estaremos limitados a reciclar mensajes de «segunda mano» confiando y apoyándonos sin críticas en el «sacerdocio moderno»: los comentaristas, por muy útiles que sean. En cambio, examinar todo según las Escrituras en su original tiene el doble beneficio de protegernos contra el error y ahorrarnos tiempo con tanta literatura secundaria (Hch 17:11; 1 Ts 5:18-22).

¿Cómo juzgamos y decidimos entre traducciones? Sin la herramienta del manejo del hebreo y del griego, tenemos que fiarnos del comentarista y su juicio. En alguna ocasión he escuchado la protesta: ¿Qué necesidad hay de aprender los idiomas bíblicos si tenemos muchas traducciones buenas en español? La ironía está en la imposibilidad de concluir la calidad de nuestras traducciones sin tomar la palabra de alguien que sí entiende el original. En vez de reflejar la naturaleza de un sacerdocio universal, esta actitud simplemente respalda la idea de la existencia de una élite académica y la dependencia de la iglesia de esta. El conocimiento de los idiomas bíblicos debería pertenecer a la iglesia, no a la universidad. 

La inspiración y la inerrancia 

En las últimas décadas se ha cristalizado la defensa de la inerrancia plena y verbal de la Biblia,   y con razón. Sin embargo, según la Declaración de Chicago de la Inerrancia Bíblica, este concepto depende de la inspiración, la cual se aplica a «las mismísimas palabras del original» (Artículo VI), y «solo se aplica a los textos autográficos de la Escritura, los cuales, por la providencia de Dios, pueden verificarse con enorme precisión a partir de los manuscritos  disponibles» (Artículo X; véase R.C. Sproul, ¿Puedo confiar en la Biblia?).

Aprender otro idioma no solo es obtener nuevas palabras y construcciones gramaticales, sino también otra forma de pensar

Así que, si estamos tomando en serio la inspiración y la inerrancia del texto de las Escrituras y estamos dispuestos a defender estas doctrinas como base inamovible de nuestra fe, aprovecharemos esto de primera mano solo al comprender los idiomas originales.

Nuestra santificación y nuestro gozo 

En el Evangelio de Juan, Jesús ora al Padre: «Santifícalos en la verdad, tu palabra es verdad» (17:17). Al abrir las páginas de la Palabra en su forma original y apreciar las palabras que Dios eligió libremente para compartir con nosotros su mensaje de salvación, parece lógico suponer que los efectos en cuanto a la santificación se multiplicarán con una lectura frecuente de la Biblia en el original.

Como cualquier políglota puede testificar, aprender otro idioma no solo es obtener nuevas palabras y construcciones gramaticales, sino también otra forma de pensar. Sin duda, al leer más detenida y cuidadosamente en los lenguajes originales, renovamos nuestras mentes según la mente de Cristo y crecemos en nuestra capacidad de amar al Señor con toda nuestra mente (Ro 12:2; 1 Co 2:16; Mt 22:37).

Si tu cónyuge no hablara tu lengua materna como su primer idioma y te escribiera una carta de amor, ¿no querrías poder entenderla a plenitud según la intención original, sin traducirla? ¿No querrías gozarte en las palabras y las formas de expresión que ha elegido para expresar su amor?

El Dios que es amor nos ha dado su Palabra en ciertos lenguajes. Al esforzarte en entenderla en su plenitud, según la intención inicial del autor Divino, es una enorme ganancia, para poder confesar que «los preceptos del Señor son rectos, que alegran el corazón; el mandamiento del Señor es puro, que alumbra los ojos» (Sal 19:8).

Si la Biblia realmente es nuestra autoridad, inspirada y sin error en el original, y obra para  nuestra santificación y nuestro gozo, ¿por qué no empezar hoy el camino de explorar los mundos del hebreo y del griego de forma personal? Estoy convencido de que te servirá como un paso práctico en el crecimiento de tu conocimiento del Dios que ha usado lenguaje natural y humano para comunicarnos sus verdades eternas. ¡No se me ocurre una meta mejor!

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