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Las amistades son un regalo de Dios, por lo que puedo decir que Él ha sido generoso conmigo. Aunque tengo muchos buenos amigos por quienes doy gracias, cuando considero a un grupo pequeño en especial, me asombra cómo nos hemos convertido en amigos.

En este artículo no quiero darte una lista de consejos sobre la amistad, sino invitarte a reflexionar sobre cómo el evangelio une a pecadores y contarte cómo Dios me lo hizo evidente a través de un grupo de amigos «improbables» en términos humanos.

Parámetros humanos de amistad

Por lo general, uno elige las amistades en base a afinidades significativas, como una misma experiencia de vida, el presente compartido u objetivos e intereses en común. Sin embargo, un día me encontré sentado a la mesa, compartiendo charlas y risas con un grupo entre los que había, por así decirlo, personas muy diferentes a mí. No solo éramos diferentes en términos materiales o de poder adquisitivo, sino también en formas de pensar, actuar y predisponernos a la vida. 

Estas diferencias pudieron llegar a ser tan grandes que impidieran un verdadero acercamiento, ya que nos criamos en realidades muy disímiles, pero no sucedió así. Aquellas personas eran los amigos más improbables que podría haber imaginado, pero allí estábamos, forjando lazos de amistad. Si esas diferencias eran reales o solo estaban en mi mente, ya no importaba, porque Dios estaba rompiendo prejuicios en mi corazón.

El evangelio derriba las barreras

No se puede ser amigo de todos, eso está claro. Pero muchas veces, ponemos barreras y obstáculos hacia hermanos y hermanas que apenas conocemos. A veces, los prejuicios no nos dejan iniciar una relación. En otras ocasiones, las primeras impresiones son determinantes para descartar a alguien en nuestra mente. Es lamentable, pero sucede entre cristianos; me sucedía a mí.

Pienso que son barreras que levantamos en nuestro corazón y que dirigen nuestra elección de amistades de un modo arbitrario, o tal vez debería decir, de modo egocéntrico. Barreras que se relacionan a si alguien parece tener mucho o poco dinero, si habla como un sabelotodo o suena demasiado simple, si comparte nuestros gustos o no, si pertenece a nuestra «clase social» o no, y un sinfín de otras barreras que podemos levantar para con otros hermanos en la fe.

Si Jesús puso fin a las enemistades humanas en Su carne, ¿cómo podríamos nosotros iniciar nuevos conflictos?

¿De dónde nacen estas barreras? Sé que la respuesta «del pecado» puede sonar simple, pero no deja de ser cierta. Lo simple sería usarla como excusa para no cambiar. Las barreras en nuestro corazón pueden estar relacionadas con heridas del pasado, con tendencias de nuestra personalidad, con la educación que recibimos, entre tantas otras cosas; pero, al fin de cuentas, ponemos barreras por nuestro corazón caído y egoísta. 

El pecado es el problema y el favoritismo es una forma de pecado (Stg 2:9), no hay más vuelta que darle. Por mucho que queramos excusar o justificar nuestra actitud, lo cierto es que está mal. Además, que tengamos un corazón caído, no quiere decir que estamos resignados a dejarnos dominar por el pecado, pues sabemos que no debemos tener la fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo con una actitud de favoritismo (Stg 2:1). 

Los obstáculos y las barreras que ponemos entre nuestros hermanos contradicen el mensaje del evangelio. Si hemos sido acercados a Dios por la sangre de Cristo, ¿cómo podríamos poner distancias? Si Jesús puso fin a las enemistades humanas en Su carne, ¿cómo podríamos nosotros iniciar nuevos conflictos? Si Él derribó la pared de separación, ¿cómo podríamos volver a levantarla? (Ef 2:12-15).

Jesús es el Cordero que murió para redimir un pueblo para Dios de toda tribu, lengua y nación (Ap 5:9). Un pueblo integrado por personas de diferentes tradiciones, crianzas, poderes adquisitivos, niveles educativos, preferencias y experiencias. El evangelio derriba las barreras y los obstáculos que nos gusta levantar contra otras personas. 

Nuevos parámetros de amistad

Ahora bien, el evangelio no solo derriba las barreras de separación, sino que también nos otorga una nueva unión profunda y eterna con Cristo. En virtud de esa unión, estamos unidos también a nuestros hermanos y hermanas, sin importar cuáles sean sus trasfondos o «clases sociales».

Cristo es el nuevo parámetro, Su evangelio es la medida. Quien estima a Cristo como precioso, se sentirá atraído por aquellos que lo reflejan

Desde que somos uno en Jesús, los viejos parámetros sociales ya no son determinantes para el amor fraternal. La unidad de la iglesia no está definida por preferencias políticas, deportivas, ni de ningún tipo similar. Las «clases sociales» no son el elemento de unidad, sino Dios, Su Hijo y Su Espíritu (Ef 4:4-6).

El parámetro para elegir amistades ya no es el «yo» ni debería serlo. No debo elegir amigos solo porque son similares a mí. Cristo es el nuevo parámetro, Su evangelio es la medida. Quien estima a Cristo como precioso, se sentirá atraído por aquellos que lo reflejan en sus vidas, incluso cuando ese reflejo no es perfecto.

Lo que me unió a ese pequeño grupo especial de amigos no fueron las experiencias o preferencias usuales compartidas, sino la búsqueda genuina de Cristo. Fue como el encuentro de peregrinos en la ruta, que descubren que viajan hacia el mismo destino y deciden caminar juntos. El motivo que nos hizo amigos fue saber que compartimos el anhelo de buscar más de Jesús. A partir de allí, pudimos crear las experiencias compartidas que nos faltaban. 

No estoy asegurando que solo las amistades disímiles pueden reflejar el evangelio. Pero Dios usó amigos «improbables» para recordarme que solo la obra de Cristo crea y cultiva amistades genuinas entre cristianos.

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