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En artículos previos vimos que Dios no declara justas a las personas por alguna rectitud en ellas. ¿Por qué? Porque la justicia humana es imperfecta (Mt 6:12; 1 Co 4:4-5; Gá 5:16-17; 1 Jn 1:8-10) y no resiste ante el tribunal divino (Gá 3:10).

Pablo afirma que Dios no justifica a los buenos, sino a los impíos (Ro 4:5). Pero ¿no es eso una contradicción? ¿No viola Dios Su propia justicia al declarar justos a quienes no lo son (Éx 23:7; Pr 17:15; Is 5:23)? ¿Cómo puede justificar al pecador y seguir siendo justo (Ro 3:26)?

La respuesta es una palabra clave: imputación.

Una explicación completa requeriría explorar varios textos y consideraciones teológicas más amplias, pero en este artículo haré una breve introducción a pasajes clave que muestran esta verdad: nuestra justificación se basa en la no-imputación de los pecados y la imputación de los merecimientos de Cristo al creyente.

La no-imputación de los pecados

Toda la Escritura enseña que el perdón de los pecados es un aspecto esencial de la salvación. El perdón se encuentra estrechamente relacionado con la justificación en algunos textos. Un ejemplo claro de esto es la cita de Pablo del Salmo 32, el cual habla de la bienaventuranza del hombre «cuyo pecado el Señor no tomará en cuenta» (Ro 4:8).

«Tomar en cuenta» es la traducción de logizomai, una palabra griega que se usaba en contextos comerciales con el sentido de atribuir algo a la cuenta de alguien. No tomar en cuenta los pecados de alguien significa no atribuirles o no imputarlos a su cuenta, lo cual equivale a un sinónimo de perdón (ver v. 7).

El perdón forma parte de la base sobre la cual Dios puede declarar justo al creyente

Se puede encontrar una enseñanza paralela en 2 Corintios 5, donde Pablo dice que Dios reconcilia al mundo consigo mismo «no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones» (v. 19, de nuevo con la palabra logizomai). Dos versículos más tarde, en el clímax del pasaje, se encuentra la atribución de la justicia de Dios al creyente (2 Co 5:21).

Volveremos a este texto en breve, pero por ahora observemos que, tanto en Romanos 4 como en 2 Corintios 5, la no-imputación de los pecados —es decir, el perdón— forma parte de la base sobre la cual Dios puede declarar justo al creyente. Este punto cuenta con un amplio consenso entre eruditos de diferentes tradiciones teológicas.

La imputación de la justicia de Cristo

Aunque hay un buen consenso sobre la no-imputación de los pecados, existe bastante desacuerdo sobre la cuestión de si también se imputa al creyente la justicia o los merecimientos de Cristo.

Es cierto que la afirmación explícita «la justicia de Cristo es imputada al creyente» no aparece en el Nuevo Testamento. No obstante, un examen cuidadoso de algunos textos nos conduce a la conclusión de que, en efecto, la justicia de Cristo es imputada al creyente.

A continuación, comentaré cuatro pasajes clave de forma breve.

Romanos 4

Hemos visto que Pablo enseña la no-imputación de los pecados en Romanos 4. Se puede inferir que Pablo también tiene en mente la imputación de merecimiento positivo cuando dice que Abraham no fue considerado justo por sus obras, sino por la fe (v. 5). El uso de la metáfora del salario sugiere que, si hubiera dependido de sí mismo, Abraham habría tenido que obrar para lograr la justicia (v. 4).

También dice que a Abraham le fue contada (gr. logizomai) la justicia por creer en vez de por circuncidarse (vv. 9-11), lo cual parece indicar que la justicia le fue imputada en lugar de su propia obediencia. Esto encaja con el significado típico de la palabra «justificar», que no se refiere meramente a un estado de perdón, sino al cumplimiento de acciones estipuladas (Ro 2:13).

Resulta coherente, entonces, interpretar este pasaje no solo como una referencia al perdón de los pecados de Abraham, sino también como la atribución de unos méritos que no eran propiamente suyos.

Romanos 5:12-21

En Romanos 5:12-21, Pablo explica la manera en que el impacto extenso de la desobediencia de Adán prefiguraba el impacto extenso de la obediencia de Cristo. Ambos fueron confrontados con mandamientos divinos: uno transgredió y el otro obedeció. El comportamiento de cada uno determinó el estado resultante de todos aquellos en solidaridad con ellos: «Así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de Uno los muchos serán constituidos justos» (v. 19).

La implicación principal del pasaje es que la justificación depende del «don de la justicia» (v. 17), que es la obediencia de Cristo. Dios declara a las personas justas sobre la base de este don, y estas reinarán en vida. Según el principio de la solidaridad y representación corporativa en este pasaje, se debe concluir que la justicia de la cual gozan los creyentes no es inherente a ellos. No consiste en su propia obediencia, sino que se debe a la obediencia de su representante. Aunque Pablo no usa la palabra «imputación» aquí, habla nuevamente de la misma realidad.

Filipenses 3:2-9

En Filipenses 3:9, Pablo rechaza la posibilidad de estar bien con Dios en virtud del estado moral o el merecimiento legal que él podía haber logrado por su cumplimiento de la ley; lo que llama: «mi propia justicia».

En realidad, la justicia que vale no es la suya propia, sino «la justicia que es de Dios». Se entiende que esta justicia es un don y no depende de logros personales, porque es «por la fe», lo cual implica que Pablo la recibe confiando en una provisión ajena. La lectura más natural es que Pablo, para ser aceptado por Dios, recibe y depende de una justicia externa: que proviene de Otro. Resulta natural entender que Pablo recibe por fe los merecimientos de Cristo mismo, porque rechaza sus propios esfuerzos en obedecer la ley (vv. 6-7) para «ganar a Cristo, y ser hallado en Él» (vv. 8-9).

2 Corintios 5:21

En la primera mitad de 2 Corintios 5:21, Pablo dice que el Cristo encarnado no pecó en Su vida («no conoció pecado»), pero Dios «lo hizo pecado», concretamente «por nosotros». Muchos comentaristas concuerdan en que Pablo afirma que Cristo fue hecho un sacrificio por nuestro pecado. Pablo no usa la palabra logizomai en este versículo, aunque hace eco de Isaías 53 donde el término en la traducción griega sí aparece con relación a la muerte del siervo en representación del pueblo (Is 53:11-12, LXX). Resulta difícil evitar la noción de imputación en esta mitad del texto, porque Cristo muere claramente no por Su pecado, sino por el pecado de otros.

En la segunda mitad del versículo, Pablo estipula que el creyente es hecho «justicia de Dios en Él». El paralelismo con la primera mitad del versículo parece evidente: si Cristo es hecho pecado por imputación, el creyente es hecho justicia por la misma vía. También es de notar que Pablo usa sustantivos en este versículo, no adjetivos: Cristo no es hecho «pecaminoso», el creyente no es hecho «justo»; más bien, Cristo es hecho «pecado» y el creyente es hecho «justicia» de Dios. Esto no apunta a transformaciones, sino a cambios de estado y, por lo tanto, imputaciones.

Además, el contexto literario cercano contempla no solamente la muerte de Cristo, sino también Su resurrección y la del creyente (2 Co 5:17). La resurrección de Cristo demuestra que fue obediente en Su vida terrenal y merecedor del premio de la vida en la nueva creación (1 Ti 3:16). Si es así, la identificación del creyente con la justicia de Dios en Cristo parece indicar más que simplemente un estado de no culpable. Connota también la atribución de la justicia positiva, es decir, los merecimientos que dan derecho a la vida venidera (ver Ro 4:25). Cristo recibió el trato que el creyente merece por su pecado (muerte en la cruz) y el creyente recibe el trato que Cristo merece por Su obediencia perfecta (nueva creación). Todo esto apunta a la realidad de la imputación de la salvación que se halla en Cristo.

Un fundamento firme

Estos textos, y otros que también podríamos estudiar, apuntan a dos realidades. Primero, que Cristo en Su muerte hizo satisfacción por el pecado y obtuvo así el perdón. Y, segundo, que por Su obediencia perfecta cumplió todas las condiciones necesarias para tener derecho al premio celestial de la vida eterna, y que Sus merecimientos son atribuidos al creyente en unión con Él.

¡Solo sobre este fundamento firme puede el creyente tener seguridad en su relación con Dios (Ro 5:1)!

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