La claridad de la Escritura
Definición
La doctrina de la claridad (perspicuidad) de la Escritura afirma que en su Palabra, Dios ha hablado de manera que puede ser entendida, la Escritura es comprensible.
Sumario
Este ensayo demuestra que Dios ha hablado en su Palabra con suficiente claridad de manera que es comprendida, creída y obedecida. A continuación, se busca responder la pregunta, ¿por qué, entonces, tantos desacuerdos?
Introducción
La convicción protestante de la claridad de la Escritura está basada en dos aspectos, por un lado en el carácter de Dios y su actividad en el mundo; y por el otro, en el testimonio de la Escritura misma. Aunque tiene sentido describir esto como una doctrina protestante ya que era un distintivo explícito de la teología reformada rechazada por los escritores católicos romanos, no fue inventada en el siglo dieciséis. Los reformadores podían citar a Ireneo, Agustín, Gregorio Magno y Fulgencio de Ruspe como evidencia de que el acercamiento a la Escritura, con la confianza que el mensaje podía ser entendido por todos los que se acercaban con humildad y fe, era una convicción de los cristianos desde el comienzo.
Sin embargo, desde que todas las Escrituras, los profetas y el evangelio pueden ser claros, sin ambigüedad, y comprendidos de forma armoniosa por todos, aunque no todos los creen (Ireneo, Contra las herejías, II.27.2).
Por eso el Espíritu Santo magnífica y saludablemente ordenó de tal modo las santas Escrituras, que, por los lugares claros, satisfizo nuestra hambre, y por los oscuros, nos desvaneció el fastidio. En verdad, casi nada sale a la luz de aquellos pasajes oscuros que no se haya ya dicho clarísimamente en otro lugar (San Agustín, Sobre la doctrina cristiana, Tomo II.6).
Hay suficiente para que los hombres coman y los niños mamen (Fulgencio de Ruspe, Sermón 1.1).
La Escritura es como «un río ancho y profundo, lo suficientemente poco profundo como para que lo vadee un cordero, pero lo suficientemente profundo como para que lo nade un elefante» (Gregorio Magno, Comentario de Job, carta de presentación a Leandro, 4).
Es obvio a partir de estos comentarios tempranos (entre otros) que la confesión de la claridad de las Escrituras siempre ha dejado espacio para los textos difíciles u oscuros junto a los simples o sencillos. También ha dejado espacio para crecer en nuestro entendimiento. Claridad no es lo mismo que simplicidad, y no todos los textos son tan simples y directos como otros. Incluso en el contexto de toda la Escritura, con una mayor familiaridad con el conjunto, y comparando los textos difíciles con los textos sencillos; podemos tener seguridad de que las Escrituras hablan claro y que aquellos que se acercan a la Biblia con fe en la bondad de Dios, con oración humilde y una voluntad de arrepentimiento y obediencia a la palabra que nos ha dado, llegará a entenderlo. Esta convicción es obvia incluso en el mismo Nuevo Testamento, donde Pedro puede hablar de algunos temas de las cartas de Pablo «en las cuales hay algunas cosas difíciles de entender» (críticamente «difíciles» pero no «imposibles») pero que, sin embargo, se puede abordar con confianza, y es posible discernir cuando estas son «tergiversadas» (2 P 3:16).
La función de esta parte de la doctrina de la Escritura ha servido siempre para animar a su pueblo a la lectura y el estudio de la Palabra de Dios sin la necesaria mediación de una oficina de educación de la iglesia. La Biblia no es una posesión particular de los pastores y estudiosos, sino que ha sido dada para todo el pueblo de Dios. En el tiempo de la Reforma, la doctrina de la claridad de la Escritura se sostuvo tanto contra el reclamo católico que la autoridad interpretativa de la iglesia era necesaria para poder comprender correctamente la Biblia; y también por el reclamo de los radicales que necesitamos una nueva voz de Dios que sea más directa y clara de lo que tenemos en las Escrituras. Sin embargo, Dios nos ha dado la palabra escrita, y mientras la leemos juntos (y en este sentido tener cualquier lectura idiosincrásica desafiada y corregida) nuestra lectura no está sujeta al imprimatur institucional, al consenso académico o a la experiencia espiritual. Martin Lutero lo escribe de esta manera: «La Escritura es su propio intérprete» (Afirmación de todos los artículos).
El doble fundamento de la doctrina de la claridad de la Escritura en lo que la Biblia dice sobre Dios y lo que la Biblia dice sobre sí misma, es algo que tiene en común con los otros atributos de las Escrituras como la autoridad, total autenticidad, fiabilidad y suficiencia. Dios siendo quien es, nos da dones de acuerdo con su carácter y propósito. Podemos y debemos movernos de la doctrina de Dios a la doctrina de su Palabra, y eventualmente a la efectividad de esa Palabra en el cumplimiento de lo que Dios mismo pretende. Sin embargo, la Escritura no se calla sobre sí misma, su naturaleza y su propósito; y sobre todo si su pretensión como autoridad final es cierta, debe tener la última palabra sobre cómo entendemos lo que es y lo que hace.[1]
El Dios que comunica con efectividad
Desde el comienzo hasta el final de la Biblia, Dios se presenta como alguien que habla. Su «acto comunicativo» cumple su propósito. Dios habla y el mundo es creado (Gn 1). Dios habla y bendice su creación (Gn 2). Dios habla y pronuncia juicio frente al pecado humano (Gn 3). Dios habla y entra en pacto con Abraham (Gn 12,17). Dios habla y mientras habla hace promesas (Gn 12; Éx 19, 2 S 7; Jr 31), que se cumplen completamente en Cristo (2 Co 1:20). El escritor de la carta a los Hebreos resume el trato de Dios a lo largo de la historia cósmica como «Dios habiendo hablado…habló» (He 1:1-3). Sus palabras son tan poderosas y perfectas como expresión de la intención de Dios que siempre logran lo que Él les envía a hacer (Is 55:11).
La comunicación de Dios con su pueblo no es únicamente a través de la palabra oral, sino también de la escrita. Los diez mandamientos fueron tallados en piedra «por el dedo de Dios» (Éx 31:18). Moisés «escribió todas las palabras del Señor» (Éx 24:3-4). Los profetas no solamente hablaron, sino que también escribieron las palabras que Dios les había dado a decir (Jr 25:14). Por ello, Pedro escribió, «que ninguna profecía de la Escritura es asunto de interpretación personal, pues ninguna profecía fue dada jamás por un acto de voluntad humana, sino que hombres inspirados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios» (2 P 1:20-21). Es por esto que Jesús pudo apelar, no solo a lo dicho por los profetas en el pasado, sino también a lo escrito (Mt 4:4, 7, 10, 11:10, 21:13, 26:31).
Es importante reconocer que ni el pecado humano, ni su propio juicio en forma de fragmentación de las lenguas humanas impidieron que Dios se comunicara eficazmente con los que había elegido. Dios habló y era entendido por el hombre y la mujer después de la caída (Gn 3) y por Abram después de Babel (Gn 11). Por supuesto, todavía es posible rechazar la palabra que Dios ha hablado siguiendo el patrón del jardín del Edén. Es posible distorsionar la palabra de Dios, para dar un mal uso como lo hizo Satanás en el desierto con Jesús (Mt 4). Es aún posible tergiversar las Escrituras para nuestra propia destrucción (2 P 3:16). Todavía es posible confundirse con una parte de la Escritura porque no se ha entendido el conjunto de lo que Dios ha dicho, o incluso solo el recorrido de las promesas de Dios que conducen a su cumplimiento en Cristo (Hch 8:26-35). Sin embargo, ninguno de estos elementos plantea problemas con la Escritura que se nos ha dado. Son nuestros problemas.
Considera un momento qué implica sugerir que la Escritura no es clara, o que lo que tenemos en la Biblia es un texto oscuro que nos sobrepasa. En el comienzo del siglo dieciocho, el teólogo suizo Benedict Pictet lo describió así:
«(…) o bien Dios no podía revelarse más claramente a los hombres, o no quería hacerlo. Nadie afirmará lo primero y lo segundo es de lo más absurdo; pues ¿quién podría creer que Dios, nuestro Padre celestial, no ha querido revelar su voluntad a sus hijos, cuando es necesario hacerlo, para que los hombres puedan obedecerla más fácilmente?» (Teología cristiana, 48).
Dios es un comunicador efectivo. Sabe cómo usar las palabras humanas para comunicar su naturaleza, carácter y propósito. No está limitado ni frustrado en su deseo de darse a conocer. Él es quien nos dio el idioma en primer lugar y ha demostrado ser hábil en su uso desde los primeros días de la historia humana. Como dijo un teólogo más moderno, la claridad de la Escritura significa que «este texto está atrapado en la automanifestación de Dios como luz del mundo» (J. Webster, Confesando a Dios, 52).
La Palabra que ha sido dada para leer, comprender, creer y obedecer
La doctrina de la claridad de la Escritura no es una simple deducción del carácter de Dios y su propósito. Es la enseñanza de la misma Escritura. De hecho, es una presuposición básica del ministerio de Jesús. Su apelación, «escrito está» tendría poco sentido si lo que está escrito fuera inaccesible. La apelación de Jesús supone que lo que está escrito puede ser entendido. Así mismo su pregunta habitual «¿No habéis leído…?» (Mt 12:3,5; 19:4; 22:3). No era porque sus palabras eran oscuras por lo que los fariseos no le obedecían y los saduceos no tenían esperanza. La apelación de Jesús es que deben leer, deben comprender y deben así mismo actuar diferente.
El uso que se le debe dar a la palabra supone que su significado es accesible. ¿De qué otra manera podría ser una fuente de ánimo y esperanza? (Ro 15:4) ¿De qué otra manera las Sagradas Escrituras dan a uno «la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús», o la Escritura es «útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia» (2 Ti 3:15-16)? En una parábola importante narrada para enseñar, entre otras cosas, la necesidad de responder a la palabra que ha sido dada, Jesús concluye que «si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán si alguien se levanta de entre los muertos» (Lc 16:31). Pablo más tarde anima a los corintios a aprender «a no sobrepasar lo que está escrito» (1 Co 4:6).
Desde Josué (Jos 1:8) hasta Timoteo (1 Ti 4:13), se da ánimo a leer y estudiar las Escrituras tanto a nivel personal como en público. El apóstol Pablo razonaba a partir de las Escrituras como una parte crítica y central de su ministerio (Hch 17:2-3). Los cristianos de Berea «escudriñaban diariamente las Escrituras, para ver si estas cosas eran así» (Hch 17:11). El ministerio de Jesús, su muerte, resurrección y ascensión debían ser entendidos a la luz de las palabras de la Ley y los Profetas, y esta gran intervención de Dios provee el objetivo al que el testimonio del Antiguo Testamento ha estado apuntando todo el tiempo (Jn 5:39; Lc 24:44).
El patrón del ministerio de Jesús, la misión de los apóstoles y la vida de la iglesia primitiva era un acercamiento en confianza a la Escritura esperando que pueda y deba ser comprendida por aquellos que la leen. Desde hace mucho tiempo, una característica del discipulado cristiano es que el compromiso regular y profundo con la palabra escrita de Dios alimenta la fe y moldea la vida. Tal y como Thomas Cranmer, el reformador anglicano, afirmó:
«Esta Palabra, cualquiera que sea diligente para leer y en su corazón para imprimir lo que lee, el gran afecto a las cosas transitorias de este mundo se reducirá en él, y el gran deseo de las cosas celestiales que están allí, prometidas de Dios, aumentará en él» (A Fruitful Exhortation to the Reading and Knowledge of Holy Scripture).
Esa gran obra del deseo transformado difícilmente podría realizarse sin comprender lo que está escrito. El apóstol Pablo pudo preguntar en más de una ocasión «¿Qué dice la Escritura?» (Ro 4:3, Gá 4:30).
Entonces, ¿por qué hay tanto desacuerdo?
Una objeción clave para la claridad de las Escrituras surge de la observación de que hay, en muchos casos, desacuerdo sobre lo que significan algunos textos concretos. Las bibliotecas están llenas de comentarios con distintos puntos de vista sobre detalles y algunos casos sobre desacuerdos más sustanciales. ¿Cómo es posible esto si la Escritura es clara?
La respuesta a esa pregunta es más compleja de lo que parece a primera vista, ya que no comprende la sugerencia implícita de que la Escritura misma es deficiente. La falta de claridad no está del lado de la Escritura, sino del lado del lector. En algunos casos, una falta de familiaridad, incluso con el lenguaje en el que el texto ha sido entregado a nosotros o de una contextualización más amplia de la Biblia, puede llevarnos a tener incertidumbre, confusión o a una lectura errónea de un texto en particular (consciente o inconscientemente) añadiendo material de fuera del texto sobre el texto, ideas de su propio contexto o trasfondo, los compromisos de su propia cultura, reconstrucciones históricas de probabilidad variedad, o las convenciones académicas contemporáneas. Un ejemplo clásico es la manera en que los milagros bíblicos son explicados, no porque la Biblia no sea clara sobre lo que ocurrió, sino porque la explicación sobrenatural de ese evento particular se descarta desde el principio. A veces las opiniones diversas surgen de las mismas preguntas que le hacemos al texto bíblico, ya que venimos con diferentes agendas y diferentes preocupaciones, así como con diferentes antecedentes; e insistimos en respuestas a preguntas que el texto mismo nunca abordó en primer lugar. Lo más grave de todo son los casos en los que las diferencias se producen porque un grupo u otro (o tal vez ambos) se niegan a que el texto bíblico nos llame a arrepentirnos de un pensamiento o un comportamiento erróneos y, por tanto, inventamos formas de explicar el texto que sean menos exigentes.
Dios mismo ha provisto el significado por el que personas pecadoras y preocupadas como nosotros podamos entender con claridad la palabra que nos ha dado. Él ha dado una Biblia completa, no textos aislados (contexto y teología bíblica son correctivos importantes). Sabemos a dónde apunta la Biblia completa: a Cristo, el Hijo amado de Dios y el único Salvador de la humanidad. Nos ha dado el uno al otro para ayudarnos mutuamente y pedirnos cuentas de tal manera que leamos las Escrituras «como son» y no «entre líneas». Leer al lado de otros de diferentes edades y culturas puede revelar los puntos ciegos que no nos hemos dado cuenta, pero puede distorsionar nuestra lectura. Dios nos ha dado pastores y maestros, no como maestros que solo controlan el texto, sino como aquellos que han recibido un regalo y que muy probablemente han sido estudiantes de la palabra escrita más intensamente y durante más tiempo que el resto de nosotros. Pero lo más importante es que nos ha dado su Espíritu, el mismo que movió a los que hablaron de parte de Dios y escribieron las palabras que Dios les dio para escribir. Con la ayuda del Espíritu oramos y con la ayuda del Espíritu leemos.
Nuestra confesión sobre la claridad de la Escritura refleja nuestra confianza que Dios es bueno, sabio y poderoso. Quiere que entendamos lo que tiene que decirnos, sabe cómo decirlo de manera que podamos entenderlo, y es capaz de superar cualquier barrera a nuestra falta de comprensión. Esta confianza se refleja en las Escrituras mismas.
«Porque como descienden de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelven allá sino que riegan la tierra, haciéndola producir y germinar, dando semilla al sembrador y pan al que come, así será mi Palabra que sale de mi boca, no volverá a mí vacía sin haber realizado lo que deseo, y logrado el propósito para el cual la envié» (Is. 55:10-11).
Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Sol Acuña Flores.
Este ensayo es parte de la serie Concise Theology (Teología concisa). Todas las opiniones expresadas en este ensayo pertenecen al autor. Este ensayo está disponible gratuitamente bajo la licencia Creative Commons con Attribution-ShareAlike (CC BY-SA 3.0 US), lo que permite a los usuarios compartirlo en otros medios/formatos y adaptar/traducir el contenido siempre que haya un enlace de atribución, indicación de cambios, y se aplique la misma licencia de Creative Commons a ese material. Si estás interesado en traducir nuestro contenido o estás interesado en unirte a nuestra comunidad de traductores, comunícate con nosotros.
Notas al pie
Lecturas adicionales
- Mark Thompson, A Clear and Present Word: The Clarity of Scripture
- Matthew Barrett, God’s Word Alone: The Authority of Scripture: What the Reformers Taught and Why it Still Matters
- Kevin DeYoung, “The Clarity of Scripture” (sermon video)
- Wayne Grudem, “The Perspicuity of Scripture”
- Ligonier, “The Clarity of Scripture”
- John MacArthur, “The Clarity of Scripture” (sermon video)