Este es un fragmento adaptado del libro Tras los pasos de Jesús: Mujeres en los tiempos del Mesías (B&H Español, 2025), escrito por varias autoras.
La historia de la samaritana en Juan 4, nos recuerda que lo que Dios nos ofrece es mucho mejor que cualquier cosa que estemos buscando; lo que Dios nos ofrece es lo que, sin saberlo, nuestra alma más ha anhelado.
La historia del encuentro de Jesús con la samaritana nos recuerda que eso que encontramos en Él no es para mantenerlo estancado dentro nuestro, sino para compartirlo con todos aquellos que tengan oídos para escuchar.
Jesús es un hombre judío, pero se acerca a una mujer samaritana.
Billy Graham no fue el primero en implementar la regla de Billy Graham.1 Los rabinos iban mucho más allá que el famoso evangelista. Su objetivo no era meramente guardarse de pecar, sino, más bien, guardar su reputación. Ellos evitaban a toda costa hablar con las mujeres, ¡hasta el grado de limitar las conversaciones con sus cónyuges! «Un hombre no hablará a una mujer en la calle, ni siquiera con su propia esposa, y sobre todo con otra mujer, por lo que la gente pudiera pensar», enseñaban.2
La tradición humana no le impidió a Jesús encontrarse con quien debía encontrarse públicamente en aquel pozo. Que fuera una mujer no representaba un problema para Él. Ni siquiera porque era samaritana.
El pueblo samaritano surgió de una mezcla entre judíos y gentiles tras la conquista de la región por el rey de Asiria en el año 722 antes de Cristo. Los samaritanos llegaron a tener sus propias escrituras, historia y su propio lugar de adoración. Muchos judíos los consideraban inmundos y preferían tomar el camino más largo de Judea a Galilea para no tener que atravesar el territorio de Samaria.
El Señor no se acerca a nosotros por quiénes seamos, por nuestros méritos o de dónde vengamos, sino por quién es Él y por lo que Él vino a hacer
Afortunadamente, a diferencia de muchos rabinos, a Jesús no le importaba lo que la gente pudiera pensar sobre este encuentro. Sabía que la inmundicia no la determinaba el sexo o la geografía. La verdadera inmundicia estaba en el corazón (Mr 7:18-23). Jesús había venido a rescatar a los Suyos de esa inmundicia. Él tenía que pasar por Samaria y hacer la voluntad del que lo envió (Jn 4:4, 34). Todo lo demás pasaba a segundo plano.
Los evangelios nos muestran cómo en reiteradas oportunidades Jesús rompió con las convenciones sociales para extender compasión a aquellos que eran despreciados por los demás. Él vino a salvar a Su pueblo que se encontraba entre todo estatus social y toda nación. El Señor no se acerca a nosotros por quiénes seamos, por nuestros méritos o de dónde vengamos, sino por quién es Él y por lo que Él vino a hacer. Delante de Él, todos tenemos el mismo valor: «No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús» (Gá 3:28).
Jesús tiene sed, pero ofrece agua viva.
Dios, el Hijo, se cansó y tuvo sed. Suena como una locura, ¿no? Los docetas pensaban justamente eso, y por eso enseñaron que Jesús no tuvo un cuerpo humano, sino que simplemente parecía tenerlo.
El docetismo fue una de las primeras herejías que amenazaron a la iglesia cristiana. Pero la Escritura es clara (si bien en algunas partes podría ser difícil de entender): Jesús no solo tenía un cuerpo real, sino que ese cuerpo era tan humano como el tuyo y el mío. Requería descanso, alimento y agua. Jesús no estaba pidiendo agua solo para buscar «sacar plática» en Su encuentro con la samaritana. Él realmente tenía sed. Pero Su sed, al igual que Su hambre más adelante (Jn 4:31), fue ocasión para empezar una conversación que expuso necesidades más profundas que el agua y el alimento.
Jesús sabía que el deseo de beber es solo un destello de un ansia más profunda en todo corazón humano. Un apetito que solo Él puede satisfacer. El ansia por Dios mismo. Es imposible determinar con exactitud lo que sucedía en el corazón de la mujer samaritana. Ella, en su ignorancia, parece seguir la corriente a Jesús con algo de humor. «¿Dónde tienes esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob?» (vv. 11-12).
Es evidente que no conoce el don de Dios. No sabe realmente quién le habla. Pero Jesús va a mostrárselo. Él insiste en la superioridad del agua viva: «Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que Yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que brota para vida eterna» (vv. 13-14).
En el corazón humano hay un anhelo tan profundo y central que todos los demás anhelos apuntan a él
No es difícil imaginar a la mujer pensando algo como: «Pero si acabas de pedirme agua para beber. Entonces, tu “agua viva” no debe estar funcionando bien». Ella lo reta: ¡«Dame esa agua, para que no tenga sed ni venga hasta aquí a sacarla»! (v. 15). No tenía idea de que estaba a punto de ser confrontada con lo que verdaderamente necesitaba.
Todas deseamos algo. Pueden ser incluso cosas muy buenas que Dios creó para nuestro deleite: Andrea desea un esposo. Mildred sueña con un trabajo mejor remunerado. Susana llora porque no ha podido concebir. Perla quiere paz entre sus padres. Nuestro Señor conoce cada uno de esos anhelos y los concederá o no según Su soberana voluntad, que siempre obra para nuestro bien (Ro 8:28).
Sin embargo, en el corazón humano hay un anhelo más profundo y es tan central que todos los demás anhelos apuntan a él. Se trata del anhelo de un Amor del cual otros amores —por ejemplo, el amor del esposo a la esposa y de una madre a sus hijos— son un mero destello. El anhelo de un Proveedor compasivo y soberano que supla las necesidades incluso cuando descansamos. El anhelo de una paz que sobrepasa todo entendimiento (Fil 4:7). El anhelo por Dios mismo, es decir, el agua viva que sacia nuestras almas y hace que todo lo demás palidezca en comparación.
Jesús es llamado profeta, pero se revela como el Mesías.
A Jesús no se le escapó lo que había en el corazón de la samaritana cuando ella le dijo «dame esa agua» (v. 15). A pesar de sus palabras, la mujer no estaba del todo lista para recibir el don de Dios. Jesús la confrontó: «Ve, llama a tu marido y ven acá» (v. 16). Ella replicó secamente con una verdad a medias: «No tengo marido» (v. 17).
Sin embargo, Jesús expone el resto: la mujer había estado casada cinco veces y ahora vivía con un hombre que no era su esposo. Ella era una adúltera. La mujer samaritana no permite que esa conversación continúe y cambia el tema con agilidad. ¡Nada como la controversia religiosa para desviar una charla que se está poniendo incómoda! «Señor, me parece que Tú eres profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y ustedes dicen que en Jerusalén está el lugar donde se debe adorar» (vv. 19-20).
Reconocer nuestra maldad con sinceridad nos prepara para recibir la gracia abundante que encontramos en Cristo Jesús
Jesús es paciente. Le explica que ha llegado un tiempo nuevo en el que el lugar geográfico de adoración es irrelevante. Afirma que la salvación viene de los judíos, pero que el Padre no está buscando adoradores de un linaje biológico específico, sino adoradores en espíritu y en verdad (v. 24). La mujer está intrigada. Las palabras que escucha son únicas; no parecen las de un mero ser humano.
Recuerda bien su tradición. ¿Será posible? ¿Esta persona que tiene delante será más que un profeta? Le hace una última declaración basada en su conocimiento religioso: «Sé que el Mesías viene (el que es llamado Cristo); cuando Él venga nos declarará todo». Jesús la mira y se revela a ella como no lo había hecho con nadie más: «Yo soy, el que habla contigo» (vv. 25-26). Ella escuchó estas palabras y no volvió a ser la misma.
A nadie le gusta que le echen en cara su pecado. Con frecuencia somos quienes más lo tenemos presente y no necesitamos que nadie más nos lo restriegue en la cara. Pero ocultarlo —pretender que no existe o no daña— no hace más que destruirnos. El rey David decía: «Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día» (Sal 32:3).
Reconocer nuestra maldad con sinceridad, por el contrario, nos prepara para recibir la gracia abundante que encontramos en Cristo Jesús. Así fue para la samaritana y así es para nosotros hoy.