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Creo en Jesús porque escuché a Dios en mi habitación. Me dijo quién soy realmente, quién es Él y cuán digno es de mi adoración. También me dijo para qué estoy aquí y cómo soy llamado a vivir en respuesta a su gracia. Su voz fue tan poderosa, que nada volvió a ser igual. Déjame contarte cómo fue.

Crecí en una familia que iba a la iglesia y tenía buenos valores. Sin embargo, no había ningún verdadero cristiano en casa. La falta de espiritualidad real se notaba con frecuencia en el hogar, aunque mis padres me amaban y buscaban lo mejor para mí. Con el tiempo, comencé a sentir insatisfacción con la vida y lo que yo creía que era el evangelio (en realidad era legalismo: «Pórtate bien para recibir bendiciones porque de alguna forma Jesús vino a morir para eso y punto»).

Esta insatisfacción creció cuando, durante mi adolescencia, noté que los círculos «evangélicos» a los que pertenecíamos estaban llenos de personas que decían creer algo, pero lo negaban con sus hechos. La mayoría de los «cristianos» a mi alrededor —a menudo los líderes en la iglesia— vivían igual que el resto del mundo. No había nada diferente en ellos. Así que empecé a ver la religión como una pérdida de tiempo.

Un alma insaciable

Entonces hice lo que muchos adolescentes hacen: me entregué al cinismo y hallé refugio en la música rock y metal, aprendiendo a tocar la guitarra eléctrica y haciendo amigos en entornos musicales. Siempre mantuve mi moralidad, por supuesto. De lo contrario, hubiese sido absurdo que yo criticara la falta de integridad en otros. Así que me portaba bien, mejor que muchos de los que seguían yendo a la iglesia. De esa forma buscaba justificarme y pensar que yo estaba bien con Dios.

Pero no lo estaba. Me importaba lo que otros pensaran de mí y vivía esclavo de sus opiniones. Nada saciaba mi vida: ni la música, ni mis amigos, ni el ser buen estudiante. Estaba extraviado, sin sentido de propósito. Además, el legalismo tenía raíces en mi corazón. Por eso me enojaba con Dios cuando las cosas no me salían como yo quería; creía que Él era egoísta al demandar que nos portemos bien para entonces poder ser generoso con nosotros.

Mis padres, alarmados al ver mi cinismo y amor por el rock, decidieron llevarme a una iglesia (aunque ellos habían dejado de ir a una por años). Los sábados me llevaban a la reunión de jóvenes de una congregación evangélica popular y me dejaban allí. Para mi sorpresa, las reuniones empezaron a gustarme debido a la música que tocaban. Pero luego empecé a interesarme por más que la música. Empecé a interesarme en Dios y desear servirle. Sin embargo, yo todavía necesitaba oír la voz del Señor y ser cambiado por Él.

Aunque esta iglesia no era lo que entiendo hoy que es una iglesia saludable, conocí a varias personas genuinas en la fe y apasionadas por Dios, diferente a los cristianos «de nombre» con los que estaba familiarizado. Poco a poco creció mi interés por leer la Biblia por mí mismo. Empecé a hacerlo en la soledad de mi habitación, por varias horas al día, buscando conocer qué decía realmente la Escritura. Allí ocurrió el milagro que necesitaba mi corazón. Escuché a Dios.

Jesús transforma corazones

El Señor me habló por medio de su Palabra y pude ver su gloria (2 Co 4:6). Comprendí que no podía vivir sin Él. Entendí que el evangelio verdadero es diferente al legalismo. Aunque hay mucha falsa religión en el mundo, sí existe un Dios dispuesto a saciar nuestros corazones. Él es un Dios de gracia que no espera a que seamos perfectos o nos portemos bien para darnos salvación, cambiar nuestras vidas y colmarnos de bendiciones. Aunque la hipocresía está presente en muchos círculos «cristianos», Jesús es real y sigue transformando corazones, llevándolos a vivir en verdad para Él. También entendí que la hipocresía de otros no es excusa para postergar arrepentirme de mis propios pecados y entregarme al Señor.

La voz de Dios me despertó de mi muerte espiritual a la realidad de su gracia y propósito soberano. Pude decir como Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6:68). Así fui encontrado por Dios y hallé gozo verdadero al reconocer su amor. Todavía lucho con el pecado, pero quiero seguir conociendo al Señor, atesorándolo y predicando su Palabra por el resto de mi vida, pues ella todavía tiene poder para transformar corazones. Si Dios pudo hablarme en mi habitación para cambiar mi vida, su voz es capaz de salvar a cualquiera.

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