¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Cuando repaso mi historia, solo puedo agradecer a Dios por permitirme ver Su evangelio. No podía suceder de otra manera, pues yo necesitaba un milagro. Quiero contarte el prodigio más grande que he vivido: cómo el Señor me hizo ver.

Ciega a mi pecado

Mis padres me compartieron sobre la fe cristiana desde pequeña. De manera intelectual, asentí a lo que me enseñaron y aprendí a repetir algunas verdades sobre el evangelio. Ante la pregunta ¿por qué no deberías ir al infierno?, respondía con seguridad: «Porque creo que Jesús murió por mis pecados». 

Pero era una afirmación que no lograba entender.

Mi esposo bromea diciendo que nací vieja, porque en los videos de la infancia salgo sentada observando a los demás niños jugar. Si mis padres decían: «No corras», entonces no corría. Si me pedían hacer silencio, lo hacía. Era la niña abanderada, bien portada y que no se ensuciaba. Era fácil para mí comportarme «adecuadamente» y disfrutaba ver a las personas enorgullecerse de mí. 

Pero no entendía cómo podía ser pecadora. Cuando proponían: «Levanten la mano quienes hayan pecado al menos una vez», la levantaba porque asumía que lo había hecho, pero no lograba recordar ni una sola ocasión. Además, creía que si no levantaba la mano estaría pecando y le tenía miedo a pecar. Cuando leía Proverbios, porque leía la Biblia, me identificaba siempre con el justo y nunca con el impío. No me gustaba ser ciega, porque yo sabía o de cierta forma «aceptaba» que era pecadora, pero no lograba asimilar cómo era eso, porque solo lograba ver bondad en mí. 

Seguro muchos pensaban que yo podía ver mi pecado, pero no, era una ciega infiltrada entre videntes

Junto a mis padres, me gustó involucrarme en el servicio cristiano. Al principio era la niña que enseñaba a los niños de la iglesia local. Luego, la adolescente que atendía a los adolescentes. Tan convencida estaba de querer servir en el mundo cristiano, que decidí ir a prepararme a un seminario. 

Seguro muchos pensaban que podía ver mi pecado, pero no, era una ciega infiltrada entre videntes (cp. Jn 9:40-41). O al menos espero que ellos sí pudieran ver.

Mis ojos fueron abiertos

Por extraño que parezca, tras unos meses de estudiante en un seminario teológico pude ver, ¡por primera vez!, la realidad de mi pecado. Me reprendieron por hacer algo mal y entonces, como un acto de revelación divina, sentí culpabilidad. En unos pocos segundos recordé, uno tras otro, muchos de mis pecados pasados. Comprendí que detrás de sonrisas escondía hipocresía, que obedecía con rencor en mi corazón, que tras mi servicio a la iglesia había deseo de gloria personal, y muchos otros pecados más. Me volví consciente de que no era una persona buena.

Al ver la realidad contundente de mi pecado me sentí descalificada, derrumbada y con sentido de condenación. En mi poca fe y no comprensión del evangelio solo pude orar: «Señor, envíame al infierno; deseo glorificarte, aunque sea de esa forma. Pero si quieres cambiarme y puedo servirte, aquí estoy».

Para ser honesta, no pensé que Él quisiera salvarme. Luego de hacer esa oración estaba inundada de tristeza. Pero Dios en Su misericordia me llevó a Su Palabra. Entré a mi habitación y, al encontrar mi Biblia abierta, leí:

¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?
Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Ro 8:35, 38-39).

Sé que el pasaje se refiere a la seguridad del creyente en Cristo, pero en ese momento solo podía pensar en esta verdad relacionada: «¡¿Será posible que ni mi pecado impida que Dios me ame?!».

La verdad de Su evangelio me hizo sentir libre, perdonada y queriendo vivir en gratitud a Él. Ahora podía ver

Era cierto, el amor de Dios en el evangelio de Cristo fue capaz de anular el peor obstáculo entre Él y yo: mi pecado. Los días que siguieron mostraron, por medio de las Escrituras, cada vez más precioso a Jesús. La historia de redención cobró sentido para mí. Ahora entendía que mi pecado hizo necesaria no solo la encarnación, sino la crucifixión y la exaltación de Jesús. El evangelio que antes repetía ahora enternecía mi corazón. Antes tenía una «teología correcta» sobre Jesús, pero ahora lo conocía y era el objeto de todos mis afectos. La verdad de Su evangelio me hizo sentir libre, perdonada y queriendo vivir en gratitud a Él. Ahora podía ver (cp. Jn 3:3).

Todavía necesito colirio

Sin embargo, —como un ciego acostumbrado a la oscuridad— a veces al no resistir tanta luz, quiero cerrar los ojos y volver a caminar sin ver. Al no soportar ver mi propio pecado y el de otros me veo tentada a negar la realidad, pues pareciera que mi nueva vista no siempre pudiera soportar tanta verdad. Pero el evangelio, como un colirio sobre ojos irritados, viene a llenarme vez tras vez de perdón, paz y esperanza.

Cuando intento justificarme tras una reprensión, el evangelio me recuerda que puedo confesar mi pecado, pues Jesús murió por mi debilidad y Su sangre derramada es suficiente (cp. 1 Jn 1:9-10). Cuando me escandalizo porque noto que me equivoqué otra vez, el evangelio me anima, pues el Espíritu Santo sigue obrando en mí y me seguirá transformando (cp. Ro 8:11). Cuando me deprime ver tanta violencia, injusticia y maldad, el evangelio me consuela con la realidad de unos cielos y tierra nuevos donde morará la justicia de Dios (cp. 2 P 3:13). 

Si puedes ver tu pecado y el de otros, te animo a contemplarlo a la luz del evangelio, pues será como colirio a tus ojos. Si no puedes ver cómo eres pecador, pídele a Jesús que te conceda la vista. Solo el poder de Dios puede curar la ceguera y solo Su evangelio puede aliviar una vista cansada. Ven a Él, que todavía sigue obrando milagros.

Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando