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En el huerto del Edén –antes de la Caída, antes de que existiese ningún pecador humano– Dios advirtió a Adán: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gn. 2:17).

Al hijo primogénito de Adán, ya después de la Caída con todas sus nefastas consecuencias, Dios le advirtió: “Si no hicieres bien, el pecado está a la puerta” (Gn. 4:7a). Pero Caín mató a su hermano Abel.

A través de Noé, “pregonero de justicia” (2 P. 2:5), Dios advirtió al mundo caído, pecador y malvado del terrible juicio que iba a derramar sobre él. Pero a Noé no se le hizo caso, y el mundo pereció en el diluvio.

Dos ángeles, disfrazados de hombres, entraron en la ciudad condenada de Sodoma, y advirtieron al justo Lot (2 P. 2:7) y a su familia de la inminente destrucción de la ciudad. Los novios de las hijas de Lot lo tomaron como una broma de mal gusto. Sodoma y Gomorra fueron destruidas. La mujer de Lot consiguió salir de la ciudad, pero su corazón no, y su fulminante muerte sigue sirviendo de advertencia (Lc. 17:32).

Medio milenio después, el Señor envió a Moisés a Faraón a decirle que dejase ir a los israelitas y a advertirle de las graves consecuencias de no hacerlo. La terquedad de Faraón llevó a las diez plagas sobre Egipto, siendo la última y la más terrible las muertes de los primogénitos de todos los egipcios.

Fue a Moisés también a quien el Señor dio su ley para su pueblo Israel, con sus promesas de bendición si los israelitas fuesen obedientes al Señor y con sus advertencias de maldición si fuesen desobedientes (Dt. 28, etc.). Y la historia de Israel a lo largo de los siguientes siglos (¿y hasta el día de hoy?) es la historia del cumplimiento tanto de las promesas como de las advertencias del Señor.

El sucesor de Moisés, Josué, al despedirse del pueblo antes de morir (Jos. 23 y 24), repitió las mismas exhortaciones y las mismas advertencias que su antecesor. Y el libro de Jueces narra la historia de Israel durante los tres siglos entre Josué y Samuel, cuya nota principal son las nefastas consecuencias de no hacer caso de las advertencias del Señor a través de sus siervos fieles.

Y así a lo largo del Antiguo Testamento, culminando en el ministerio de los profetas –’mayores’ y ‘menores’, en el reino del norte y en el del sur, y dentro y fuera de Israel– predicaron la mala noticia de la ley y la buena noticia del evangelio, con el fin de exhortar a la gente a arrepentirse de sus pecados y a poner su esperanza en el Mesías que iba a venir. Un ministerio fiel, caracterizado por la espada de dos filos de las advertencias de la ley y las promesas del evangelio.

Y pasaron otros cuatro siglos, y apareció el último heraldo del Mesías, Juan el Bautista, quien advirtió a sus oyentes del juicio divino que venía, bautizó a los que mostraron señales de un arrepentimiento sincero y apuntó a Jesús como el Mesías tan largamente profetizado y esperado.

Y, a pesar de todo lo dicho sobre todas las advertencias, divinas y humanas, entre la Creación y la llegada del Mesías, ¡no hubo nadie que advirtiese como este! Su primer sermón fue: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos…” (Mr. 1:15). Su enseñanza se puede resumir en dos notas predominantes: (1) Esperanza para aquellos pecadores que se arrepintiesen de sus pecados y creyesen en él; y: (2) Solemnes advertencias de juicio para aquellos pecadores que no le hiciesen caso. La mayoría de sus cuarenta o más parábolas contiene advertencias. Advertía a individuos y a grandes multitudes. Nunca suavizó sus palabras para hacer más fácil que la gente le siguiera. Prefirió perder seguidores potenciales antes que predicar un mensaje ‘más positivo’, quitando los elementos más duros. No hay nadie en toda la Biblia que hable más del infierno que él. Y cuando concluyó su brevísimo ministerio de tan solo tres años y unos pocos meses, fue rechazado, arrestado, juzgado y crucificado. Y volvió al cielo, dejando atrás solo ciento veinte seguidores.

Y ¿qué diremos del resto del Nuevo Testamento? ¿Del libro de Hechos, de las cartas de los apóstoles y de sus compañeros y del libro de Apocalipsis? Junto con su clara presentación de la buena noticia del evangelio de Cristo, hay advertencia tras advertencia, para no creyentes y para creyentes, para iglesias y para líderes de iglesias.

Sin exagerar, ¡toda la Biblia, desde Génesis hasta Apocalipsis (¡y especialmente en Génesis y en Apocalipsis!), está llena de todo tipo de advertencias!

Pero ¿y hoy? Hoy, hablando en general, ya no se advierte a nadie de nada. Es la nota que falta a muchas predicaciones y a la mayor parte de la llamada evangelización. ¿Por qué? Porque ya no estamos tan seguros de que existe el infierno. Porque nos hemos tragado la mentira que advertir es lo mismo que amenazar. Creemos que advertir a la gente es una falta de amor. Porque a la gente, desde los más pequeños hasta los más ancianos, no le gusta que se le advierta. Porque queremos quedar bien con la gente. Queremos ser majos, simpáticos, gente guay.

La Biblia está llena de advertencias. Dios es un Dios que advierte. Todos los profetas del Señor advirtieron a la gente. Juan el Bautista también. Y nadie jamás advirtió más que el Señor Jesucristo. Los apóstoles advirtieron a la gente. Apocalipsis es un mensaje de consuelo y de advertencia. Pero nosotros ya no advertimos a la gente. Y así hemos borrado la mala noticia sin la cual la buena noticia no tiene sentido, hemos emasculado el mensaje del evangelio, hemos devaluado el sacrificio de Cristo y hemos dejado a la gente ciega y sorda al borde del precipicio. ¡Que el Señor tenga misericordia de nosotros y de ellos!

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