Para abordar este tema es menester definir a qué nos referimos con “filosofía”. Esta terminología ha tomado diversos significados en el tiempo, y nuestros días no son la excepción.
Por ejemplo, en los días cuando floreció la disciplina filosófica, en la antigua Grecia especialmente, un filósofo era prácticamente un científico. De hecho, las disciplinas científicas naturales, la física y las matemáticas con sus variantes, fueron ampliamente desarrolladas por los egipcios y los griegos.
Por definición y epistemología, el término “filosofía” significa: “amor al saber”, por lo que un filósofo es quien ama el saber. Pero este significado epistemológico no necesariamente hace justicia a lo que el término implica, y mucho menos en nuestros días.
Creo que se hace justicia al término si decimos que la filosofía hoy es el tratado de las ideas revolucionarias. Ejemplo de esto es Stephen Hawking y sus famosos postulados cientificistas, como “la teoría de los agujeros negros”. De hecho, Hawking es un físico teórico (cosmólogo de Oxford y Cambridge), igual que lo fueron Einstein y Oppenheimer. En sus días lo fue también Aristóteles. Su Órganon (tratado de lógica), su Física, su Biología, y su Metafísica dan fe de ello.
Mi amigo, hermano, mentor, y pastor Otto Sánchez suele decir que “los filósofos de hoy son mayormente los cantantes populares”. Su tesis viene al caso en virtud de que ese renglón de las artes dirige muchos de los cambios sociales que sufre nuestro mundo. Por ejemplo, los rockeros crearon toda una escuela de pensamiento en el mundo.
Pero hagamos un análisis del significado de la filosofía como tal, para entrar al rol que esta ha jugado en la historia de la teología y del magisterio de la iglesia.
La filosofía y la felicidad
Para los gurús Platón y Aristóteles, si bien invirtieron sus métodos de llegar a la “verdad” y al conocimiento, sus ideales eran semejantes. Según el segundo, el propósito individual de la filosofía era el arete (felicidad), y su fin colectivo la política. Toda la procura del hombre debe ser, entonces, encontrar la felicidad (arete).
En la época más cercana a Cristo, la filosofía debatía mucho la manera de alcanzar ese ideal de la felicidad. Se volcaron mucho a los asuntos morales, aunque estos no escapaban de Sócrates, Platón, y Aristóteles. De hecho, la ética y moral de aquellos padres de la filosofía griega es muy cuestionable, si bien establecieron dicha disciplina (la ética). Platón escribió que su maestro era homosexual, y él, aparentemente, no escondió sus afecciones homosexuales tampoco; y aun así son los padres de la ética y la filosofía griega.
Por esto, siempre ha habido animadversión o admiración por la filosofía griega entre los creyentes. Por ejemplo, Berkhof nos relata que “Taciano no veía nada bueno en la filosofía griega; mientras que Justino decía que la verdad que había en la filosofía griega se debía atribuir al Logos”.[2]
El poder de la filosofía en la cultura
Sin un correcto entendimiento de la filosofía como tal, nuestras mentes se quedarán contemplando a Sócrates, Platón, Aristóteles, y tal vez a Parménides, Arquímedes, y Spinoza. Pero no debemos perder de vista el poder de la filosofía en moldear el pensamiento, y por ende, las culturas de las masas. En todas las corrientes principales de la vida cotidiana, y en todos los tiempos, ha habido filósofos.
Por ejemplo, aunque por historia conocemos a Aristóteles como filósofo, y lo fue, de haber vivido entre nosotros (en cualquier cultura post-renacentista), le llamaríamos “un gran científico”. No solo desarrolló la física y la metafísica con sus métodos, sino que desde los días de Tomás de Aquino, en el siglo XIII, el aristotelismo ha tenido gran influencia en el método teológico. Platón y Aristóteles son los padres de los métodos de investigación científica y filosófica “inductivo/deductivo”, que son métodos contrarios en la manera como se acercan a los fenómenos y la información existente para llegar a conclusiones. La investigación científica moderna, que es el ala de la filosofía antigua que impera en reputación, aun hoy utiliza los métodos de Platón y Aristóteles. Y la física y las matemáticas de Aristóteles, junto con los postulados de Arquímedes y la escuela atomista, persisten casi intactos hasta hoy en las ciencias. La física y la mecánica newtonianas no tienen mucho más que lo que crearon los griegos, salvo en el cálculo infinitesimal e integral que desarrollaron los persas y que Newton patentizó como suyo.
Los filósofos modernos occidentales, Baruch Spinoza, Leibniz, René Descartes, Emanuel Kant, David Hume, y Albert Einstein fueron mayormente científicos. Spinoza disertó sobre los números y sobre física astronómica, tanto como sobre la ética y la filosofía. Kant desempolvó el método filosófico y científico moderno con su “método crítico”, al cual se llega con una serie de tesis/antítesis (lidiando con razones y contradicciones hasta ajustarse en una idea satisfactoria). Pero en el fondo, eso corresponde a los métodos de Platón y Aristóteles combinados. En realidad, Kant es el padre del pensamiento moderno con su “ilustración”. En su Crítica de la razón pura, Kant antropologizó la teología teocéntrica que hasta entonces imperaba, gracias a su concepción y postulado de la “autonomía de la razón”. En sus esquemas, Dios queda relegado a una comprensión fenomenológica de “causa y efecto”, encerrado en el cosmos cerrado y mecánico, donde tal vez exista una pequeña brecha para que Dios escape del mundo enclaustrado de los fenómenos, que no da lugar a lo sobrenatural. Se desató desde entonces, especialmente en las academias de Alemania, Inglaterra, Francia, y zonas aledañas, una cacería de brujas contra la revelación divina, la soberanía de Dios, y la, según ellos, “mitológica” necesidad de la gracia divina para salvar al hombre. Posterior y consecuentemente surgieron las escuelas críticas hasta llegar a las descaradas propuestas de Bultmann en su “desmitologización”.
Todo el caldo de cultivo del kantianismo estaba suficientemente maduro para que dentro del humanismo surgieran hombres como Augusto Comte y su culto al hombre, Charles Darwin y su Origen de las especies, los cuales hacían a un lado todo concepto de Dios. Tenemos también a Carl Marx y su propuesta, junto con Engels, del materialismo dialéctico. Entre los otros grandes esfuerzos de Marx se encuentran Capitalismo: crítica de la economía política, el Manifiesto comunista, entre otros, que marcaron un hito en la historia de la filosofía moderna, estableciendo, incluso, disciplinas como la economía y la sociología. Cerrando el tumultuoso siglo XIX y abriendo el XX, siguió el derrotero el pernicioso Sigmund Freud, con sus trabajos sobre la conducta humana, concentrados en sus tesis aberrantes del psicoanálisis, donde se engendraron monstruos como su famoso complejo de Edipo.
Pero el golpe de gracia lo propinó el siguiente judío de esta trilogía (Marx, Freud, Einstein), el archifamoso científico Albert Einstein. Aunque Einstein jugaba con las ciencias, y es respetado entre los científicos, sus trabajos son más filosóficos que científicos, de ahí su universal alcance. Su famoso trabajo de la teoría de la relatividad, que dicta mucho de ser ciencia aplicada, no se quedó en el juego cientificista, sino que terminó de trastornar el ya muy vulnerable pensamiento de la sociedad moderna, volcándola al postmodernismo en su universalización del “relativismo” en todos los campos de la sociedad. A partir de entonces, todo es relativo. Desde Einstein, hasta los conceptos son relativos, y dependen del ojo con que se miren. El relativismo penetró casi instantáneamente desde la facultad de ciencias de Princeton, en New Jersey, al mundo entero en bola de humo.
El mayor peligro en todo esto es la desmitologización bultmanniana en las mentes de los teólogos, la “muerte de Dios” en la filosofía científica académica y social propinada mayormente por Darwin, Marx, y Nietzsche, y el relativismo moral iniciado por Comte, empujado por Freud, y patentizado por Einstein. ¡Así es nuestro mundo!
Las respuestas de la ortodoxia evangélica con frecuencia no fueron sabias. Prefirieron abandonar las academias, los grandes seminarios, entregar las escuelas y hospitales en manos de los estados, el cual estaba preñado de liberalismo. Hasta este punto de evaporación ha llegado la lucha por la verdad en manos de la razón.
Escapando de la trampa de la filosofía
El amor al saber puede conducir a una pasión por el saber como un fin en sí mismo. Eso le aconteció al sabio Salomón en una etapa de su vida, según nos relata en el libro de Eclesiastés. Volcó su vida al saber, pero terminó su jornada frustrado porque su fin era el saber, tratando de buscarle sentido a la vida, “lo que se hace debajo del sol”.
Si el fin de lo que hacemos no es la gloria de Dios, terminaremos frustrados. Esta vida tiene retos muy intensos. La maldad, las injusticias, y la frustración imperan en todos los estamentos de la existencia. Y aunque esta vida puede ser disfrutada en un grado sustancial, se necesita de un poder sobrenatural —el poder de Dios— para volcar nuestra cosmovisión a lo correcto y debido. Sin la regeneración, los resultados de esta vida serán simplemente funestos. Pablo nos da fe en Romanos 1:18ss de la derrota que le espera al hombre en esta existencia si su meta no llega a ser la gloria de Dios.
El refugio en “el saber” no es algo aislado. La biblioteca del Congreso de los Estados Unidos posee más de 25 millones de volúmenes. Hay varias decenas de bibliotecas como esa en el mundo: la de Madrid, Londres, Leningrado, el Vaticano, y casi cada universidad de renombre en el mundo no se queda atrás. El saber es parte integral de la búsqueda incansable del hombre.
Los nexos entre la filosofía y la teología
No sé si tildarlo de lamentable, pero los hombres de la Palabra, especialmente en las academias, aman los métodos humanos. Platón, Aristóteles, y Kant son prácticamente inmortales. Las formas menos académicas de la exposición de la verdad a menudo nos parecen, a los mismos teólogos y pastores, formas vulgares del saber. Queremos hacer respirar nuestra erudición, y procuramos seguir los modelos de Union, Westminster, Fuller, y Princeton en nuestras academias de capacitación teológica. Otros modelos nos parecen infantiles.
Carey y Spurgeon rehuyeron de tales propuestas. Es famosa la ilustración de cuando aquel joven de aire monárquico se entrevistó con Spurgeon para indagar sobre la “acreditación” de su escuela y programa. Después de las preguntas del joven, el pastor Spurgeon le contestó algo como esto: “Querido joven, si usted quiere acreditación, vaya a la Universidad de Londres. Aquí entrenamos a predicadores y pastores”.
El príncipe de los predicadores urgía a sus estudiantes a ser eruditos en la Palabra. Les escribió: “Es necesario que sean teólogos”.
Siendo equilibrados, entonces
Creo que un pastor se ordena y se le paga para dos asuntos fundamentales: el ministerio de la Palabra y el de la oración (ver Hch. 6:1-4). El apóstol Pablo nos mandó a escudriñarlo todo y retener lo bueno (1 Ts. 5:21), imitando así a los bereanos (Hch. 17:11), y al mismo Espíritu de Dios que “todo lo Escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Co. 2:10; Ap. 2:23). Debemos conocer todo cuanto nos sea posible, nunca como un fin en sí mismo, sino “para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31).
El llamado del pastor es a enseñar y predicar “todo el consejo de Dios” (Hch. 20:27). En ese sentido, debe ser un hombre de verdad, apto para enseñar, bien nutrido con la palabra de verdad, entendiendo que su competencia viene de Dios y no de los hombres, que trabaja primeramente para Dios, que su propósito es agradar en todo a su Amo y Señor. Y que su capacitación para dicho oficio debe ser primero en la Palabra, no en las ciencias ni en la filosofía; pues toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para todas las funciones del pastor, e incluso para su completa preparación (ver 2 Ti. 3:16, 17).
La gloria de aquel mover de hombres de agudeza intelectual como Ireneo, Orígenes, el mismo Agustín, entre otros, fue que saturaron el mundo de sus días de una cosmovisión cristiana generalizada, a pesar de la mucha competencia de la erudición de entonces.
Pero el pastor, en algunos casos, es un hombre con capacitación no solo ministerial. A menudo es médico, arquitecto, ingeniero, profesor, científico. Suele ser experimentado en el saber. Ese acervo de conocimiento no es malo ni perjudicial necesariamente. La cultura secular puede ayudar al hombre de Dios si “huye de la falsamente llamada ciencia (lit. gnosis)” (1 Ti. 6:20). Y debemos dejar en claro que Dios ha trastornado “la sabiduría (lit. sofía, de donde viene nuestro vocablo filosofía) de este mundo” (1 Co. 1:20). Siendo teólogos, como es el deber de todo pastor, la capacitación en las ciencias y la filosofía nos ayudarán a combatir con eficiencia las sutiles propuestas mundanales; y en última instancia, a proponer soluciones de cosmovisiones bíblicas y convincentes que dominen el pensamiento de nuestro mundo, como lo hicieron los padres y los escolásticos.
A pesar de los muchos errores en las doctrinas y filosofías postuladas por los padres, incluso Agustín, la gloria de aquel mover de hombres de agudeza intelectual como Ireneo, Orígenes, el mismo Agustín, entre otros, fue que saturaron el mundo de sus días (perdurando por más un milenio) de una cosmovisión cristiana generalizada, a pesar de la mucha competencia de la erudición de entonces.
Retengamos las razones nobles que nos ofrezca la filosofía; pero, al mismo tiempo, cuidemos de no morder el anzuelo de filtrar como científicas y verdaderas las dañinas propuestas de la filosofía científica.
Hoy necesitamos no solo ideas buenas, necesitamos un ejército de eruditos que trastornen el mundo entero con sus propuestas. No queremos más Kant, Bultmann, Schleirmacher, ni Barth, hombres de agudeza muy exquisita, pero que tornaron en mundanal e infernal el pensamiento teológico, al filtrarlo por sus razones filosóficas. Mejor queremos agustines, luteros, calvinos, edwards, fullers, carys, spurgeons, machens, stotts, macarthurs, pipers, mohlers, etc., quienes siendo agudos en filosofía y método, han puesto de cabeza sus entornos y muchas generaciones, rindiéndolos a la verdad y la piedad.
¿Imagínese usted a Pitágoras (padre de la ética, según Aristóteles), o a Sócrates, o a Platón, o al mismo Aristóteles, o a Epicúreo, o a Seneca, dictándonos (a los cristianos) las grandes lecciones de la ética y la moral, en virtud de la paternidad que a ellos se les atribuye de tales disciplinas? ¿Puede usted imaginar a los creyentes imitando sus postulados y sus praxis?[1]
Los santos, que tenemos la mente de Cristo (1 Co. 2:17), debemos evitar cualquier mixtura dañina entre biblicismo y cientificismo, teología y filosofía, fe y razón. Pero no hay manera alguna de rebatir el error y ser eficientes en nuestra generación sin conocer a carta cabal las filosofías malignas en boga. Retengamos las razones nobles que nos ofrezca la filosofía; pero, al mismo tiempo, cuidemos de no morder el anzuelo de filtrar como científicas y verdaderas las dañinas propuestas de la filosofía científica.
¡Pongamos en alto el nombre de Cristo enarbolando la bandera de la fe, aun cuando poseamos un agudo tacto filosófico y científico en el debido campo! ¡Honremos a Cristo dando lo mejor de nuestras mentes renovadas por el Espíritu al Maestro de maestros!
[1] Louis Berkhof. Historia de las Doctrinas Cristianas. Pág. 73.
[2] De la Cruz, Juan. La “Ética” de Jesús. Pag. 13.