¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

No recuerdo cuántos años tenía, pero sí dónde estaba sentada. Estaba en el dormitorio de mis padres, en la mecedora que mi madre tenía junto a las puertas de cristal que daban al balcón. Mi madre me llamó para hablar poco después de que me hubieran castigado por algo que había hecho mal. Esperaba que me hablaran más del incidente y del error que yo había cometido.

En lugar de eso, mi madre, que a mis ojos era prácticamente perfecta, se sentó frente a la silla y se disculpó conmigo por haber sido demasiado dura. Recuerdo que me quedé perpleja. No creía que los adultos tuvieran que hacer eso, y menos los padres. Ellos siempre tenían la razón… ¿no?

Autoridades imperfectas

Me tomó por sorpresa. Casi me sentí mal. Habían alterado el delicado equilibrio natural de mi universo, en el que ellos eran el bien supremo, y yo me sentía tan incómoda como podría sentirse una niña pequeña. ¿Cómo era posible que mis padres tuvieran que decir «lo siento»? No me parecía bien tener que decir «los perdono» o incluso «no pasa nada». No entendía que la humildad y admitir los errores también formaban parte de ser la autoridad.

En ese momento, me presentaron un ejemplo práctico del evangelio.

Mis padres, autoridades en mi vida, comprendieron que ellos también eran pecadores. Sabían que por la gracia que Dios nos ha dado, extendemos el perdón a los demás y buscamos recibirlo también. Yo no me daba cuenta entonces, pero sus acciones estaban sentando las bases para mi comprensión de lo que Cristo hizo por mí.

Lección para toda la vida

Esta es la primera vez que recuerdo a mis padres pidiéndome perdón, pero no fue la última.

Una y otra vez, mis padres hicieron el esfuerzo de escucharme si me sentía agraviada y de pedir perdón cuando cometían un error. No fue hasta años más tarde cuando aprendí a apreciar y a comprender esta lección. Me enseñaron el equilibrio entre la disciplina y la ira, y aprendí que mis padres eran pecadores al igual que yo, por lo que pedir perdón era algo que todos necesitábamos hacer. Cuando hablaba con otras personas de mi edad durante mi niñez, me daba cuenta de que no era tan común tener padres dispuestos a disculparse cuando disciplinaban con ira, cuando arremetían contra alguien o simplemente cuando cometían un error.

Mis padres podrían haber jugado fácilmente al tirano y no haberme pedido perdón nunca, pero optaron por abrazar su papel de mostrarme el evangelio

Esta experiencia de la infancia se extendió a lo largo de mi vida para modelar el tipo de corazón humilde que los cristianos deben tener hacia los demás. Mis padres podrían haber jugado fácilmente al tirano y no haberme pedido perdón nunca, dejándome de lado como a una niña que no necesitaba disculpas de quienes eran sus guías en la vida. Podrían haberse escondido detrás del papel que Dios les había dado como padres y haber olvidado su papel como mis hermanos cristianos.

En cambio, optaron por abrirse y ser vulnerables. Me ayudaron a desarrollar mi disposición para arrodillarme ante Dios y pedir perdón. Cada día, mis padres me recordaban verdades importantes: todos somos pecadores y necesitamos la misericordia salvadora de Dios para mostrarnos gracia los unos a los otros.

Aprender y enseñar

La calle del perdón va en ambos sentidos. Cuanto mayor me hacía, más me encontraba no en la posición de la niña en la mecedora, sino en la del adulto que pide perdón. Fue entonces cuando comprendí lo difícil que puede ser. Nuestro instinto nos lleva al orgullo, a asumir que somos los que tenemos la razón. A menudo tuve que enfrentarme a esta tendencia en mi relación con mi hermano menor. Tener que admitir ante él que había hecho algo mal o que mis palabras le habían herido se sentía como un golpe en mi armadura.

Como hermana mayor, me siento inclinada a enseñorearme de él y a dar por sentado que soy la que sabe más. Cuando llega el momento de enfrentarme a la realidad de que tengo que pedirle perdón, no es nada fácil. Pero tengo ejemplos delante de mí: Mi madre, arrodillándose junto a la mecedora para mirarme a los ojos cuando pedía perdón. Mi padre, haciendo lo mismo cuando le expliqué que estaba dolida por la forma en que me hablaba. Mi propio corazón, impulsado por causa de mi pecaminosidad a humillarme ante un Dios santo cuya misericordia necesito desesperadamente.

Una y otra vez, mis padres han puesto los cimientos para mí, un estrecho camino de humildad que yo podía elegir seguir, un ejemplo que ellos crearon a partir de la verdad bíblica. Y cuando he elegido caminar por él, he visto su importancia.

Pero lo más importante es que he podido entender por qué pedimos perdón. He conectado la lección de mis padres con la lección más grande de todas: a causa de nuestro pecado, necesitamos el perdón de Dios, pero no lo merecemos. Sin embargo, Él elige perdonarnos por Su propia voluntad y misericordia, por amor. La misma humildad que Dios nos pide que tengamos ante Él, debemos tenerla con los demás, y sigo intentando incorporarla en todas mis relaciones, incluso con mi hermano.

El ejemplo que me dieron mis padres me señaló la verdad más importante —el evangelio— y, por la gracia del Señor, espero dar yo misma ese ejemplo.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando