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Cuando estaba chico mis padres me obligaban a la iglesia cada domingo por la mañana. No tenía deseos de ir. Encontraba que el servicio de adoración era aburrido y no podía esperar a que se terminara para salir a jugar. Pero todavía peor que el servicio de adoración dominical era la clase semanal de catecismo, la cual teníamos los sábados por la mañana. Esa fue mi peor experiencia en la iglesia de pequeño. Tuve que pasar por una clase de comulgante, luego siguió una clase de catecismo, donde yo y otros niños y niñas teníamos que memorizar el Catecismo menor de Westminster. Lo soporté todo para convertirme en miembro de la iglesia y terminar el curso para que mis padres estuvieran satisfechos. No me convertí a Cristo sino hasta años después.

Cuando me convertí en cristiano me encontré deseando haber puesto más atención a mi clase de catecismo. Lo único que recordaba del Catecismo menor era la primera pregunta y respuesta, y la única razón por la que recordaba esa pregunta era porque nunca pude encontrarle el sentido. La pregunta era esta: “¿Cuál es el propósito principal del hombre?». La respuesta que teníamos que aprender y recitar era esta: “El propósito principal del hombre es glorificar a Dios, y disfrutarlo por siempre». Simplemente no podía conectar las dos cosas. Entendía, incluso de niño, que la idea de glorificar a Dios tenía algo que ver con obedecerle, algo que ver con la búsqueda de la piedad. Pero eso no era lo que me preocupaba más. No era mi propósito principal ser un hijo obediente de Dios, ¡para nada! Y debido a que no era mi propósito principal ser un hijo obediente de Dios, no podía entender cómo había una relación entre glorificar a Dios y disfrutarlo. Para mí, las dos cosas parecían antitéticas, incompatibles.

Al buscar perdón de Dios día a día, regresamos al principio de nuestro gozo, al día en que descubrimos que nuestros nombres están escritos en el cielo.

Mi problema era que había confundido dos ideas fundacionales. No sabía la diferencia entre placer y gozo. Lo que yo quería era placer, porque asumía que la única manera de tener gozo era adquiriendo placer. Pero entonces descubrí que mientras más placer adquiría, menos gozo poseía, porque estaba buscando el placer en cosas que desobedecían a Dios. Esa es la atracción del pecado. Pecamos porque da placer. La seducción del pecado es que pensamos que nos hará feliz. Pensamos que nos dará gozo y realización personal. Pero solamente nos da sentimiento de culpa, la cual socava y destruye el gozo auténtico.

Mi conversión fue fundamentalmente una experiencia del perdón de Dios. Cuando fui salvo podría haber saltado de alegría en la lluvia, pues experimenté la diferencia entre placer y gozo. Descubrí en mi propia conversión un gran gozo.

El salmo 51 es el más grande ejemplo de arrepentimiento que encontramos en toda la Escritura. En este salmo, David, bajo la convicción del Espíritu Santo, es traído a arrepentimiento por su pecado con y contra Betsabé. Está quebrantado y contrito del corazón, y viene delante de Dios rogando recibir perdón. Dice: “Restitúyeme el gozo de Tu salvación” (v. 12a). Aquellos que han experimentado el perdón de Dios y el gozo inicial de ello siempre necesitan que ese gozo sea restituido, que el gozo pueda regresar al ser removida la culpa del pecado continuo. Al buscar perdón de Dios día a día, regresamos al principio de nuestro gozo, al día en que descubrimos que nuestros nombres están escritos en el cielo.

Hay millones de personas que nunca han experimentado el gozo de la salvación. Si eres una de ellas, te digo que no hay nada como eso en el mundo. Solo imagina a Dios borrando todo pecado que jamás hayas cometido, qué sea removida toda esa culpa que has acumulado y los sentimientos que vienen por ello. Eso es lo que Cristo vino a hacer. Quiere darnos gozo, no poder o éxito. Su regalo es el gozo que viene al saber que nuestros nombres están escritos en el cielo.

Eso es lo que Cristo vino a hacer. Su regalo es el gozo que viene al saber que nuestros nombres están escritos en el cielo.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Emanuel Elizondo.
Imagen: Lightstock.
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