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Nota del editor: 

Este artículo apareció primero en nuestra Revista Coalición: Señor, considera mi lamento(Agosto 2021).

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La historia política de nuestros países ha sido turbulenta desde sus inicios, pendulando de izquierda a derecha y con mucha sangre de por medio. Se han ensayado varias soluciones como el fomento industrial, una distribución más equitativa de la riqueza o políticas de reivindicación social, pero ninguna ha sido la respuesta definitiva.

Esta triste realidad nos conmueve debido al amor y el sentido de pertenencia que tenemos por nuestros países. ¿Cómo podemos expresar nuestro lamento? El capítulo 7 de Miqueas puede ayudarnos a responder estas interrogantes.

Un pueblo experto para el mal

Miqueas utiliza una excelente expresión para describir la situación que veía a su alrededor: “para el mal las dos manos son diestras” (v. 3). Las personas de aquel tiempo se habían vuelto expertos en el engaño, el soborno y la traición; eran ambidiestros para salirse con la suya, es decir, expertos para hacer el mal.

El profeta pinta un cuadro desolador en los primeros versículos, de una tierra seca, arrasada y sin frutos. No encuentra ni siquiera una sola persona recta, ni un gesto de integridad que le permita tener alguna esperanza; había desaparecido el bondadoso de la tierra. El mal principal era que se habían corrompido los líderes y guías de la nación; cuando los espacios de poder se corrompen, realmente hay pocas chances de detener el atropello. La gente común no tiene forma de librarse del yugo. Cuando el gobernante y el juez aceptan sobornos a cambio de favores, los más ricos tienen vía libre para satisfacer su egoísmo y los pobres se quedan indefensos. Es un complot entre poderosos, donde el gobierno y la justicia actúan en favor de un puñado de personas.

Hoy la iglesia debe fijar sus ojos en Cristo, quien está sentado en su trono, gobernando cada aspecto de este mundo

Pero esa corrupción en los niveles más altos no es la única que Miqueas señala, sino que la maldad se había esparcido por los espacios más cotidianos y comunes de la sociedad. Entre vecinos y familiares existía un clima de desconfianza y traición latente. Era tanta la maldad del pueblo, que incluso el afecto natural había desaparecido: “los enemigos del hombre son los de su propia casa” (v. 6).

Esta descripción se ajusta muy bien a nuestro contexto contemporáneo y regional, donde la corrupción pública y los escándalos políticos son moneda corriente. Podríamos decir que existe una distribución equitativa de la inmoralidad. Aunque nos quejamos de la corrupción de los gobiernos y las instituciones públicas, nuestros países ocupan, por ejemplo, los primeros puestos en piratería y falsificación de la propiedad intelectual. Nos quejamos de las intrigas y las traiciones políticas, pero en nuestros países abundan las uniones libres y la cohabitación que derivan en hogares inestables y abandono familiar.

El lamento de Miqueas es nuestro lamento; ha desaparecido el bondadoso de la tierra y no hay recto entre los hombres. “No hay justo, ni aun uno” exclamamos con dolor junto al salmista y el apóstol Pablo (Ro 3:10).

Los ojos en el Señor

Un doloroso panorama como este ha tenido al menos dos respuestas entre los evangélicos. Por un lado, están los decepcionados que han elegido aislarse y enajenarse del mundo que los rodea, perdiendo total interés por la situación de sus países. Una resignación que es del tipo “son todos lo mismo” o “esto nunca va ha cambiar”. Por otro lado, están los que se movilizaron persiguiendo la justicia social o incursionaron en política sin tener muy en claro los compromisos que debían realizar y los compañeros políticos que debían acompañar. La mayoría de estas experiencias han terminado en desilusión o provocando más heridas que soluciones.

Un lamento que entiende cuál es el verdadero problema, podrá confrontar con genuina compasión

“Pero yo pondré mis ojos en el Señor” (v. 7), declara Miqueas. Aunque sus ojos veían la maldad del pueblo, su mirada estaba fija en su Dios; no en las circunstancias para creer que todo estaba perdido o en su propia fortaleza para perseguir falsas esperanzas. Asimismo, hoy la iglesia debe fijar sus ojos en Cristo, quien está sentado en su trono, gobernando cada aspecto de este mundo. Cuando Miqueas lo hizo, su lamento se llenó de verdades. Hay al menos tres características de un lamento centrado en Dios que podemos aprender en este capítulo.

1) Entiende el problema del pecado

Después de que el profeta ubica al Señor en su trono y fija sus ojos en Dios es cuando reconoce “Porque he pecado contra Él” (v. 9). Bien podría estar hablando de sus propias faltas o personificando el clamor del pueblo de Dios, pero el punto es el mismo: el problema es el pecado. Los planes económicos, las doctrinas políticas o la reivindicaciones sociales podrán lograr algunos cambios externos, pero serán inútiles mientras el pecado siga reinando en los corazones de las personas.

La iglesia tiene el deber de recordarle al mundo que mientras siga en rebelión contra Dios no habrá solución para el profundo problema humano. Es necesario denunciar el pecado, pero no desde un pedestal de superioridad, sino desde una identificación con el problema universal del pecado, el dolor y la necesidad del pueblo, de tal forma que seamos movidos a compasión. Esta actitud de identificación y humildad nos permite reconocer que nosotros también tenemos nuestra parte en el problema y no podemos fallar en anunciar el mensaje que puede transformar los corazones. Un lamento que entiende cuál es el verdadero problema, podrá confrontar con genuina compasión.

2) Reconoce la justicia de Dios

Miqueas tenía claro que había una justa razón para todo este sufrimiento y aún las pruebas que vendrían. El pueblo no era inocente. Había abandonado a su Dios, quien entonces los entregó a las consecuencias de su injusticia e idolatría. Bien lo expresa la conocida frase de Calvino: “Cuando Dios quiere juzgar a una nación, les da gobernantes malvados”.

El lamento que reconoce el gobierno justo de Dios evitará la amargura y el resentimiento

Esto no exime a los poderosos que oprimen su propio pueblo; todos darán cuenta a aquel que está preparado para juzgar a los vivos y los muertos (Ro 14:12). Pero reconocer la justicia de Dios es reconocer que Él está por encima de todo cuanto sucede en este mundo, como juez soberano. El lamento que reconoce el gobierno justo de Dios evitará la amargura y el resentimiento.

3) Confía en la misericordia de Dios

Lo que más sobresale en este lamento es la esperanza, no porque Miqueas sea ingenuo, sino porque conoce quién es Dios. Resuena en sus palabras (v. 18) aquellas provenientes del antiguo pacto: “Dios compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia” (Ex 34:6). Dios será fiel a sí mismo y esa es la confianza del profeta.

El lamento por nuestros países centrado en Dios entiende que el problema es el pecado y, por lo tanto, entiende que Jesús es la única respuesta

Nuestra esperanza no es distinta, pues la cruz fue la expresión máxima de la fidelidad de Dios a sus promesas. Allí donde la justicia y la misericordia se encontraron, nuestros pecados fueron perdonados. ¿Qué dios hay como nuestro Dios? Cuando la iglesia confía en la misericordia divina, su lamento rebosa de esperanza.

El lamento por nuestros países centrado en Dios entiende que el problema es el pecado y, por lo tanto, entiende que Jesús es la única respuesta. Solo el evangelio tiene el poder de transformar nuestros países. Por lo tanto, clamemos a Dios por misericordia y cumplamos nuestra misión con abundante esperanza.

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