Mi esposa y yo tenemos cinco hijos. Nuestros dos mayores han dejado atrás la niñez y están aventurándose en el territorio inexplorado de ser adultos jóvenes. Nuestros tres más chicos navegan por las aguas difíciles de la adolescencia. Como padres, tenemos el privilegio sagrado, maravilloso, intimidante, y en ocasiones doloroso de participar en todos estos viajes únicos de la vida.
Por regla general, soy lento para ofrecer consejos de paternidad. Todavía estamos en medio de ella y por lo tanto estamos lejos de ser expertos competentes. La mayoría de las veces buscamos recibir, no dar, asesoría.
Y una nueva y maravillosa fuente de consejo que hemos descubierto son nuestros hijos adultos. Sus experiencias de la infancia y la adolescencia, y las buenas y no tan buenas formas en que los criamos, todavía están frescas. Pero hay suficiente distancia para que puedan reflexionar maduramente sobre sus experiencias, y la confianza suficiente entre nosotros (¡gracias a Dios!) para que puedan compartir honestamente sus pensamientos con nosotros. Es una preciosa lección de humildad cuando tu hijo madura y se convierte en tu consejero.
Donde todo empieza para los niños
Recientemente, mi esposa estaba compartiendo con uno de nuestros hijos adultos algunas de las luchas y preguntas espirituales de sus hermanos menores. Nuestro hijo adulto respondió: “Ahí es donde empieza todo”.
Esta fue la sabia respuesta de alguien cuya sabiduría fue adquirida entre dificultades, y hablaba por propia experiencia, habiendo soportado durante su propia adolescencia períodos difíciles y algunas veces oscuros de profundas luchas espirituales. Había descubierto en esos tiempos lo que casi todos los santos descubren tarde o temprano: que la Luz del mundo brilla más intensamente en las tinieblas; en nuestra propia oscuridad (Jn. 1:5). Una crisis es casi siempre necesaria para verdaderamente comenzar a ver, saborear, valorar, y confiar en Jesucristo.
Una crisis es casi siempre necesaria para verdaderamente comenzar a ver, saborear, valorar, y confiar en Jesucristo.
Todo esto tiene implicaciones desconcertantes para los padres cristianos: si nuestros hijos van a ver la Luz, es muy probable que deban aguantar las tinieblas, lo que significa que las aguantaremos con ellos y experimentaremos impotencia ante el resultado que nos resultará difícil de soportar.
Como padres, gastamos mucho tiempo y energía tratando de proteger a nuestros hijos de las fuerzas del mal y del pecado en el mundo, y deberíamos hacerlo. Y nos esforzamos por orientarlos hacia el evangelio para que escapen de la horrible esclavitud de su propio pecado, y deberíamos hacerlo. Confortamos a nuestros hijos, los tranquilizamos, y los aconsejamos. Los amonestemos, los exhortamos y los reprendemos, y deberíamos hacer todo esto.
Pero todos los esfuerzos que hacemos por proteger y enseñar a nuestros niños pueden hacernos susceptibles al engaño (incluso si sabemos que no es verdad) de creer que, si hacemos bien nuestro trabajo, nuestros hijos navegarán por mares tranquilos desde la niñez hasta la edad adulta con una fe robusta en Cristo. Olvidamos que esta no era ni siquiera la propia experiencia de Cristo al “criar” a sus discípulos. Fue en el mar turbulento, no en aguas tranquilas, donde los discípulos comenzaron a comprender lo que realmente significaba la fe (Lc. 8:22-25).
Fue en el mar turbulento, no en aguas tranquilas, donde los discípulos comenzaron a comprender lo que realmente significaba la fe.
Nuestros niños quizá tengan que viajar por un mar violento el cual temamos que los trague, antes de que realmente aprendan a temer y confiar en Cristo. Como padres, entonces, debemos prepararnos en oración para cuando el mar se encrespe, porque será aterrador para nosotros también.
La crianza fiel
Aunque soy reacio a dar consejos de paternidad, mi esposa y yo hemos pasado por suficientes olas con nuestros hijos para poder compartir algunas lecciones, no como expertos en la crianza de un niño durante su crisis de fe, sino como otro forastero compartiendo su experiencia: mi propia crisis de fe, así como las de mis hijos.
1. Espera que tu hijo experimente una crisis de fe
De hecho, haz más que esperarla; ora por ella. Cuando digo “una crisis de fe”, no me refiero a la pérdida de la fe, o un período de apostasía, aunque para algunos puede ser que una crisis parezca así. Estoy hablando de cualquier evento que Dios sabe que es necesario para despertar una fe real en tu hijo. Me refiero a una temporada o un conjunto de circunstancias cuando se enfrentará a una crisis que lo obligará a ejercer su propia fe y experimentará por sí mismo la existencia de Dios y las recompensas de los que lo buscan (He. 11:6). Orar por la crisis de fe de tu hijo suena extraño, lo sé, pero si queremos que nuestros hijos tengan la alegría más profunda, vamos a orar por la prueba de su fe (Stg. 1:2-4).
2. Espera que la crisis de tu hijo sea diferente a la tuya
Dios te ha enseñado a andar por fe y no por vista de maneras variadas, pero es probable que trate de forma diferente a tu hijo. Puede que batalle con asuntos y cuestiones con los que nunca luchaste. Lo desconocido puede parecer aterrador, pero no es desconocido para Dios.
3. Espera sentirte bastante impotente
Llega un momento en que Dios decide usar medios completamente distintos a los que usó con nosotros para enseñarle a nuestros hijos a confiar en Él, y no suele informarnos con antelación cándo comienza la enseñanza. De repente nos encontramos en la periferia de las luchas de nuestros hijos, y no nos permiten el mismo acceso o influencia que solíamos tener (o pensábamos que teníamos). No estamos seguros de a dónde va este automóvil de la vida, y no está en nuestras manos manejarlo. Debemos resistir el pánico o el impulso de tratar de agarrar el volante; ambas reacciones solo tienden a empeorar las cosas. A menudo tal momento también se convierte en una crisis de fe para nosotros, cuando debemos aprender a confiar en las completamente nuevas maneras en que Dios está guiando a nuestros hijos.
4. Busca ser un refugio en una crisis
Durante un momento de crisis, uno de mis hijos me confió que no se sentía seguro al discutir conmigo ciertas preguntas teológicas con las que estaba luchando. Su padre era un pastor bivocacional y cofundador de un ministerio en nuestra iglesia. Parecía que solo había un lugar aceptable de aterrizaje.
Desde entonces, he intentado compartir con todos mis hijos más de mi propio viaje de fe, con sus crisis y todo lo demás, que me trajo a donde estoy hoy en día. Además, estoy tratando de ser más explícito con mis hijos que, aunque me adhiero sinceramente a mis convicciones teológicas, no espero que las adopten de mí sin crítica, o que lleguen rápidamente en la adolescencia a un punto que me ha tomado años —y muchas pruebas— alcanzar.
No siempre podemos controlar si nuestros hijos nos consideran como un lugar seguro, pero tanto como sea posible, debemos tratar de ser un lugar seguro donde ellos pueden discutir preguntas difíciles mientras pasan por un proceso de crecimiento sin sentirse juzgados. No es fácil para los padres dedicados. Pero debemos esforzarnos por ser (especialmente) prontos para escuchar y tardos para hablar.
5. No confundas un capítulo con la historia completa
Debemos tratar de mantener en perspectiva la crisis de fe de nuestros hijos, sin importar por cuánto tiempo tendremos que hacerlo. No somos Dios. No tenemos el conocimiento previo. No debemos suponer que sabemos cómo terminará la historia. La mayoría de los personajes bíblicos tenían capítulos de vida en los cuales parecía que su tren iba a descarrilarse en algún momento.
6. Aspira a la fidelidad
No somos los autores de la historia de nuestros hijos, y ellos tampoco. Dios es el autor. Dios no nos llama a determinar el resultado de la fe de nuestros hijos. Él nos dice: “Habita en la tierra [de la crianza] y cultiva la fidelidad” (Sal. 37:3). Nuestro objetivo es seguir fielmente a Jesús, hablar fielmente lo que nos da para decir, y amar lo mejor que podamos a los hijos que Dios nos da, pase lo que pase.
7. Ora sin cesar
Un aspecto de la fidelidad es no dejar de orar para que nuestros hijos “[nazcan] de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1 Pe. 1:3), y llenos del conocimiento de la voluntad de Dios con toda sabiduría y comprensión espiritual (Col. 1:9).
8. Confía en Dios
Este es el principio del fin de criar a nuestros hijos, ya sea en olas tormentosas o en aguas tranquilas. Queremos que nuestros hijos alcancen la madurez en Cristo. “Con este fin también [trabajamos], esforzándo[nos] según Su poder que obra poderosamente en [nosotros]” (Col. 1:29). Pero no confiamos en última instancia en nuestro trabajo. Confiamos en última instancia en el poder de Dios, y cuando nuestros hijos soportan varias crisis de fe, esperamos al Señor (Sal. 27:14).
Donde todo empieza
Se puede y se debe decir mucho más sobre todo esto. Soy muy consciente de que las crisis de fe de nuestros hijos, y lo que las ha precipitado, y el tiempo que duran, son tan variados como las personas, y las experiencias varían. Sé que para nosotros como padres pueden ser momentos aterradores porque, para algunos, una crisis resulta en el rechazo en vez de la realización de la fe. Pero aun así, no es el final de la historia.
La crianza de los hijos no es para los débiles de corazón. Es para el corazón de la fe, para quien Dios es la fortaleza de su corazón (Sal. 73:26). Él es el autor y consumador de nuestra fe, y la fe de nuestros hijos (He. 12:2). Como la gran nube de testigos bíblicos e históricos nos recuerda (He. 12:1), a menudo, cuando llega una crisis, ahí es donde todo empieza para nosotros.