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Es la temporada de huracanes.

Ya sea que te la pases revisando el canal de noticias, habites cerca de la costa, o simplemente seas un ciudadano preocupado, la temporada de huracanes nos recuerda repetidamente que el mundo no es como debería ser.

Mientras seguimos las rutas satelitales por computadora y trazamos un mapa de dónde viven nuestros seres queridos, deberíamos meditar más profundamente en la cosmovisión cristiana y la clara esperanza viva que da. Aquí hay tres cosas a recordar sobre los desastres naturales.

1) No son naturales

Si bien los llamamos desastres “naturales”, debemos reconocer que las tormentas, los incendios forestales, los terremotos, los maremotos, y todos sus parientes caóticos son todo menos naturales. Al comienzo de Génesis encontramos un mundo en completa armonía. La paz impregnaba todo el orden creado: paz con Dios, paz entre Adán y Eva, paz interior, y paz con el mundo recién creado que era el jardín del Edén.

Las olas se detuvieron donde se les dijo. Las placas tectónicas descansaron en sus lugares designados. Los vientos acataron la orden de Aquel que caminaba suavemente en el jardín junto con su obra maestra humana (Gn. 1-2).

Pero sabemos lo que pasó después. En el más natural de todos los desastres, la humanidad usurpó la autoridad de Dios. Los viceregentes del orden creado buscaron robar el conocimiento y el poder del Creador.

Todavía estamos sintiendo las réplicas de esta decisión en curso, y hemos arrastrado la tierra a nuestro desastre. El apóstol Pablo, quien sufrió varios desastres naturales en el mar, entendía las ramificaciones físicas de nuestra caída espiritual: “Porque sabemos que toda la creación ha estado gimiendo en dolor de parto hasta ahora” (Ro. 8:22).

Y mucho antes de Pablo, el profeta llorón Jeremías lamentaba la parte que la tierra comparte en nuestro castigo: “¿Hasta cuándo estará de luto la tierra y marchita la vegetación de todo el campo?  Por la maldad de los que moran en ella han sido destruidos los animales y las aves, porque han dicho: ‘Dios no verá nuestro fin’” (Jer. 12:4).

Jeremías y Pablo, junto con todos los demás creyentes en Cristo, proclaman que los desastres naturales no son naturales, y lamentamos que la tierra esté gimiendo junto con nosotros.

2) Son temporales

Los informes meteorológicos diarios no predecirán para siempre la destrucción y el caos. Los creyentes pueden descansar con la esperanza de que algún día el shalom que reinó en el jardín del Edén volverá a reinar en los nuevos cielos y nueva tierra.

El reino de Dios que fue consumado cuando Cristo vino a la tierra se completará en su segunda venida. Como tal, es correcto anhelar el día en que los vientos obedezcan completamente a su voz, como lo hicieron cuando navegaba en el mar con sus amigos.

Un día no habrá más nombres de huracanes, no más extinción de incendios, no más simulacros de tornados.

Como el apóstol Juan describe tan bellamente en Apocalipsis 21, cuando Cristo venga a hacer su morada una vez más con el hombre, “Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado” (Ap. 21:4).

Lo que llamamos “desastres naturales” son esas primeras cosas que pasarán. Un día no habrá más nombres de huracanes, no más extinción de incendios, no más simulacros de tornados. Mientras tanto, vivimos en el reino de Dios, que ya es y ya viene: tenemos una esperanza viva en Cristo, pero nuestra esperanza aún no se ve (ver Ro. 8:24-25).

3) Nos desarraigan

Sabemos cómo los desastres naturales nos desarraigan. Nos envían al tráfico de largas rutas de evacuación y nos dejan a la deriva en un mar de papeles de la aseguradora. Si bien este trastorno de desarraigar es terriblemente incómodo, es una oportunidad para depositar nuestra esperanza en nuestro hogar duradero.

Los cristianos judíos a quienes se dirigió el escritor de Hebreos estaban familiarizados con sentirse desarraigados. Pero se les alentó a usar su dolor como un indicador de la ciudad duradera que estaban buscando:

“Todos éstos murieron en fe, sin haber recibido las promesas, pero habiéndolas visto desde lejos y aceptado con gusto, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que dicen tales cosas, claramente dan a entender que buscan una patria propia. Pero en realidad, anhelan una patria mejor, es decir, la celestial. Por lo cual, Dios no se avergüenza de ser llamado Dios de ellos, pues les ha preparado una ciudad”, Hebreos 11:13-14, 16.

Ante un desastre que le sucedió, la famosa poeta puritana Anne Bradstreet dejó en claro que buscaba un país mejor. Después de describir el incendio de su hogar y sus pertenencias, concluye su poema Sobre la quema de nuestra casa con una esperanza duradera:

Tengo riqueza, no necesito más, / Adiós a mi dinero, ya no lo tengo más. / El mundo ya no me deja amar; / Mi esperanza y tesoro arriba están.

En esta temporada de huracanes, permitamos que los desastres naturales nos desarraigan y orienten nuestras vidas en torno al servicio a los necesitados, y nos señalen al shalom de Cristo que viene y que no tiene fin.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
Imagen: Lightstock.
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