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Sin duda, uno de los salmos más citados es el Salmo 100. Este breve pasaje es un llamado claro, preciso y enfático al pueblo de Dios para la adoración. 

Desde el primer verso es notable lo importante de cada palabra del salmista: «Aclamen con júbilo al Señor, toda la tierra».

En una sola línea, el salmista nos llama a una expresión de adoración específica: aclamen. Luego nos habla de la emoción que debe haber detrás de tal expresión: con júbilo. Después nos indica el motivo y el objeto de nuestra adoración: al Señor. Finalmente nos aclara para quién es este llamado: toda la tierra.

La Reina Valera de 1960 traduce el versículo de la siguiente manera: «Cantad alegres a Dios, habitantes de toda la tierra». El lenguaje en esa versión nos deja claro que este salmo está escrito de forma imperativa. El salmo continúa diciendo: cantad, servid, venid, reconoced, entrad…

Todos son verbos imperativos. Todos implican mandatos precisos y enfáticos al pueblo de Dios. Todos son parte del llamado bíblico a la adoración.

¿Por qué la existencia de estos imperativos es tan importante a la hora de dirigir la alabanza en la iglesia sin distraer?

El problema de los extremos

Se cuenta que Martin Lutero decía que la razón del ser humano es como un borracho a caballo: tan pronto lo suben por un lado, se comienza a caer por el otro.

Los seres humanos tenemos un gran problema: tendemos a irnos a los extremos en todas las áreas de nuestra vida. Sabemos que el balance es lo mejor, pero no siempre lo conseguimos. Este es uno de los desafíos más grandes que enfrentamos como directores de alabanza o servidores en el equipo de adoración.

El tiempo de adoración congregacional es un tiempo de celebración y gozo y, al mismo tiempo, un tiempo santo y reverente

Hay dos realidades muy comunes a la hora de dirigir alabanza que he observado en diversas iglesias:

Por un lado, tenemos a aquellos que entienden correctamente que el tiempo de alabanza es un tiempo de celebración y gozo por la obra de Dios en su pueblo, pero esto les lleva a pensar que entre más hablen, más animen o más exhorten, habrá mayor participación de la congregación y, por ende, mejor respuesta de adoración.

Por otro lado, tenemos a aquellos que entienden correctamente que el tiempo de alabar y adorar es un momento santo y, por lo tanto, debe hacerse con entrega y reverencia, pero esto los lleva a no querer hablar, guiar ni exhortar para evitar distraer la atención de la congregación hacia su propia persona.

Estoy seguro de que todos hemos notado la enorme diferencia entre las diversas costumbres y énfasis que se hacen de una congregación a otra. Algunos dirigen de una manera tan sobria, seria y solemne que prácticamente no existe interacción alguna con la congregación; se paran al frente, cantan y ya. En el otro extremo de la amplia gama de estilos tenemos a los que hablan, alzan la voz, animan, piden expresiones específicas a la congregación con tanta frecuencia que, en lugar de dirigir, parece que están «amenizando» un servicio de alabanza.

La realidad es que el tiempo de adoración congregacional es un tiempo de celebración y gozo y, al mismo tiempo, un tiempo santo y reverente. Necesitamos dejar de poner estas verdades en competencia.

El ejemplo de Juan

La Biblia relata la historia de un hombre bastante peculiar: Juan el Bautista. Jesús mismo dijo que entre todos los profetas no había otro como él (Lc 7:28). Diversas razones hacían que Juan destacara: lo radical y enfático de su mensaje, lo inusual de su vestimenta y su dieta alimenticia, y (la más importante) la naturaleza de su ministerio. El llamado de Juan el Bautista era preparar el camino del Señor (Mt 11:10); básicamente, capturar la atención del pueblo para preparar sus corazones y sus mentes para escuchar el mensaje y ver el ministerio de Jesús. 

Juan el Bautista era un heraldo para el Salvador. Un heraldo era la persona que se presentaba ante el pueblo y, ya sea con una trompeta o en voz alta, llamaba la atención de todos y les anunciaba la entrada del rey.

No hay mayor satisfacción para un director de alabanza que saber que Jesús es quien recibe la máxima atención de su Iglesia

En este sentido, el rol del director de alabanza es muy similar al de un heraldo y también al llamado de Juan el Bautista: pararse en frente de la congregación, captar la atención de todos (hacer un llamado a la adoración, como en el Salmo 100) y entonces dirigir el enfoque de las mentes y los corazones al Dios que merece gloria y alabanza.

Juan el Bautista y los heraldos debían pararse con firmeza ante el pueblo y —de una manera segura— capturar la atención de todos, para entonces redirigirla. ¿Te imaginas a un heraldo tratando de hacer su labor con timidez, porque no quiere llamar la atención a él mismo? ¡Sería una incongruencia! Para hacer bien su labor, debe llamar la atención de todos para luego dirigirla hacia el rey.

Cuando dirigía al equipo de alabanza en nuestra iglesia, solía decirle a los cantantes: «En las primeras dos canciones, no quiero que cierren los ojos. Quiero que miren a la congregación, sonrían al cantar, que tengamos una postura de invitarlos a cantar y adorar con nosotros». Recuerdo que algunos respondían: «Pero no queremos llamar la atención hacia nosotros mismos. Esto se trata de adorar a Dios, ¿no?». Yo les recordaba: «Correcto, pero precisamente porque se trata de adorar a Dios, queremos hacerlo bien. Nuestro rol es el de ser heraldos; llamamos la atención de las personas, para luego redirigir esa atención a nuestro Dios, el único digno de adorar».

No olvides disminuir

Aunque es preciso capturar la atención, no podemos quedarnos solo haciendo eso, como comprenderemos al seguir leyendo la historia de Juan. Cuando él cumple su ministerio de llamar al pueblo, preparando el camino al Salvador, Jesús comienza a volverse más y más notorio. Llegó un punto en que la gente que seguía a Juan se preguntaba si ahora debía seguir a Jesús.

Conforme la notoriedad de Jesús crecía, la notoriedad de Juan disminuía. No es fácil que alguien acostumbrado a recibir atención esté en paz cuando ya no la recibe… a menos que esa haya sido su misión desde el principio. Juan estaba convencido de ello: «Es necesario que [Jesús] crezca, y que yo disminuya» (Jn 3:30). Esta actitud debe prevalecer en el corazón de todo aquel que se presenta en frente de una congregación local, domingo a domingo para dirigir las alabanzas.

Llega un momento en que la notoriedad del líder de alabanza queda en el olvido

Juan tenía claro que su ministerio no se trataba de él, sino de alguien mucho mayor: «Después de mí viene un Hombre que es antes de mí porque era primero que yo» (Jn 1:30). Ver a Jesús tomando el lugar de preeminencia causaba un gran gozo al corazón de Juan: «El que tiene la novia es el novio, pero el amigo del novio, que está allí y le oye, se alegra en gran manera con la voz del novio. Y por eso, este gozo mío se ha completado» (Jn 3:28-29).

No hay mayor satisfacción para un director de alabanza que saber que Jesús es quien recibe la máxima atención de su Iglesia. Igual que Juan, comenzamos siendo muy notorios ante todos, pero esa notoriedad va disminuyendo a medida que vamos cantando, orando, exaltando a Aquel que merece toda nuestra atención, admiración y adoración.

Llega un momento en que la notoriedad del líder de alabanza queda en el olvido, tal como el amigo del novio, tal como el heraldo, tal como Juan el Bautista.

Principios prácticos

Sé tú mismo: No te conviertas en tu líder de alabanza favorito al comenzar a dirigir. Es saludable tener influencias, pero no es nada saludable tratar de ser quien no eres. La naturalidad de ser tú mismo es tu mayor fortaleza.

No prediques: Nuestro rol es guiar, dirigir e inspirar. La predicación viene después. Aunque a veces es oportuno dar una palabra de exhortación, cuidemos de no querer predicar cada vez que hablamos. Recuerda que, por regla general, menos es más.

Cuídate de los clichés y las muletillas: Un cliché es una frase que ha sido tan utilizada que perdió su significado. Una muletilla es una palabra o sonido que uno repite «para llenar espacio». Abstente de ambas. Es natural usar ciertas palabras o frases con frecuencia y, en ocasiones, es importante la repetición, pero cuídate de que eso no te lleve a caer en clichés o en muletillas.

No delates los errores: A veces, cuando se comete un error, ya sea en la ejecución musical, en el canto o en las transiciones del servicio, la gente se da cuenta por nuestras reacciones (caras o gestos) más que por el error en sí. Recuerda que la congregación no conoce todo el orden del servicio o el arreglo específico de cierta canción. Cuando sucede un error, probablemente nadie se ha dado cuenta. No lo delates con tu rostro.

No te enseñorees: Por sobre todas las cosas, recordemos que los líderes de alabanza no somos mediadores de la presencia de Dios, sino siervos del pueblo de Dios. No somos policías, somos heraldos. Nunca se nos olvide que es solo a través de nuestro Salvador que podemos presentarnos como pueblo ante Él y ofrecer nuestra adoración. 

Jesús es la razón por la cual podemos invitar con firmeza: «Aclamen con júbilo al Señor, toda la tierra» (Sal 100:1). Él hizo posible que podamos acercarnos confiadamente y decir como el escritor de Hebreos: «Por tanto, ofrezcamos continuamente mediante [Cristo], sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesan Su nombre» (Heb 13:14).

¡Que nuestra dirección de alabanza no distraiga en el proceso!

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