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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado de Un líder de convicciones: 25 principios para un liderazgo relevante (B&H Español, 2017), de Albert Mohler.

Cuando las personas piensan en el liderazgo, suelen pensar en el poder. No se puede negar que un líder eficaz es poderoso. Al mismo tiempo, reconocemos instantáneamente que algo peligroso ha entrado en escena cuando el poder se convierte en el foco de atención. 

En un mundo caído, es innegable que el poder tiene el potencial para corromper. Por otra parte, no se puede hacer nada importante sin él. Tememos a los líderes que son demasiado poderosos y utilizan mal ese poder, pero luego, miramos a nuestro alrededor en la búsqueda de líderes lo suficientemente poderosos como para resolver problemas. En otras palabras, no hay forma de escapar del poder y no hay manera de liderar sin él. El verdadero problema es qué clase de poder debería poseer un líder y cómo debería ejercerlo.

Los líderes logran que se hagan las cosas. Los líderes fieles consiguen que se haga lo correcto, de la manera correcta. La esencia del liderazgo es motivar e influenciar a los seguidores para conseguir que se hagan las cosas correctas, al poner la convicción al servicio de la acción corporativa. Esto requiere del ejercicio del poder. Podemos intentar llamarlo de otra manera, pero en esencia, el líder es quien define la realidad, anuncia el plan, y dirige a cada parte de la organización hacia el objetivo. El poder se encuentra presente en cada etapa de este proceso. 

Cada líder es un ser humano de carne y hueso con su propia personalidad e imagen pública. No hay manera de evadirlo. El líder fiel comprende que Dios nos creó con diferentes personalidades y que cada personalidad tiene algo que añadir a la cultura humana y a la sociedad. No fuimos creados como autómatas. No obstante, los líderes fieles comprenden que, aunque influenciarán a la organización con su personalidad, jamás deben permitir que la personalidad sea la marca que defina el liderazgo.

El líder cristiano respetará el rol del poder en el liderazgo, pero jamás se gloriará en él.

Aquí existen dos peligros. El primero es bien conocido como “el culto a la personalidad”, donde la imagen pública del líder se convierte en el distintivo de la organización. El culto a la personalidad se apodera de la cultura de la organización y, algunas veces, el líder se vuelve más prominente que la organización en sí. El otro peligro es que el líder confíe en la personalidad en reemplazo de la convicción o la competencia. La personalidad es importante, pero fracasará por completo cuando la convicción mengüe o falte la competencia.

En una cultura cada vez más compleja, la personalidad es algo que la gente cree que puede comprender. Tal vez sea mejor pensar en el poder de la personalidad de esta manera: si la principal tarea del líder es liderar movido por la convicción, entonces las convicciones deben ocupar un lugar más central y prominente que su personalidad.

El líder cristiano respetará el rol del poder en el liderazgo, pero jamás se gloriará en él. El líder fiel aprenderá a administrar el poder sin recurrir a los cálculos insensibles que ofrecen los maquiavelos modernos. El líder cristiano servirá liderando y liderará sirviendo, entendiendo que el poder del cargo y del liderazgo está allí para ser usado, pero con los fines correctos y de la manera correcta. Nunca se puede ver el poder como un fin en sí mismo.

El líder fiel entiende por qué esto es así y sabe que el poder es indispensable, pero también mortal. La administración del poder es uno de los más grandes desafíos morales que todo líder enfrentará en algún momento.


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Imagen: Unsplash.
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