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Cuando nos preguntan cómo nos va con el orgullo muchos tenemos una reacción inmediata: “¿Orgulloso, yo? No creo”. Así nos convencemos de que no somos orgullosos. Pero, ¿qué es el orgullo, cómo nos afecta, y cómo el evangelio nos libra de él?

Cuando somos orgullosos tenemos un concepto de nosotros mismos más alto del que debemos tener. Dejamos de escuchar las necesidades de otros y minimizamos sus aportaciones. Desarrollamos autoaprobación para aferrarnos a una postura, incluso a una equivocada. También solemos ser hirientes, amenazadores, o hacemos que los errores de otros se vean exagerados y sin solución. Somos orgullosos cuando cerramos nuestros oídos a las correcciones e incluso vemos como amenazas las sugerencias más simples y honestas.

El evangelio hace que los muertos vivan y que los orgullosos nos rindamos en humildad

El orgullo produce una vida pendiente de las apariencias. Nos susurra que debemos controlar lo que otros piensan de nosotros y crear una imagen sin debilidad o necesidad. Ser una persona orgullosa es tener una actitud ególatra.

El orgullo debilita y rompe nuestras relaciones personales. Esto se debe a que el orgullo nos induce a buscar satisfacción en nosotros mismos, pues creemos que tenemos mayor conocimiento y habilidades.

Examinando el orgullo en nosotros

“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”, Romanos 12:3 (RV60, cursiva añadida).

La frase alto concepto de sí, implica un pensamiento arrogante que sobreestima el “yo”. El orgullo nos convence de creer la mentira: “yo soy mejor”. Para examinar el orgullo que hay en ti, pregúntate lo siguiente:

1) ¿Busco siempre tener la razón por encima de otros?

2) ¿Cuido y me preocupo por mantener una reputación ante otros?

3) ¿Mis conversaciones se concentran o terminan por señalar los errores de otros?

4) Cuando soy cuestionado, ¿argumento como si fuera criticado?

5) ¿Produzco escenarios para ser reconocido porque siento que merezco aprobación?

6) ¿Me siento vulnerable frente a otros y prefiero alejarme de ellos?

7) ¿Culpo a otros para evitar responsabilidades?

8) ¿Señalo a otros para evitar reconocer que estoy equivocado?

9) ¿Busco ser competitivo incluso en los momentos sencillos y de diversión?

10) ¿Descalifico a todo el que me rodea?

11) En una conversación, ¿quiero tener la última palabra?

12) ¿Para cada indicación tengo una respuesta o un desafío?

Nuestra lucha contra el orgullo comienza a dar fruto cuando reconocemos que necesitamos la gracia de Dios en Cristo

No importa cuántas de tus respuestas sean afirmativas, el orgullo está presente en nuestra vida por nuestra naturaleza. Eso indica nuestra necesidad de Cristo y de un cambio radical por medio del evangelio. El evangelio hace que los muertos vivan y que los orgullosos nos rindamos. Nuestra lucha contra el orgullo comienza a dar fruto cuando reconocemos que necesitamos toda la gracia de Dios en Cristo.

Un contraste con la humildad

Antes de hablar de cómo el evangelio nos ayuda en nuestra lucha contra el orgullo, veamos una comparación entre el orgulloso y el humilde:

1) El orgulloso impone sus razonamientos mientras el humilde renuncia a la imposición, busca reconciliación, y cede su lugar a otros por medio de la paz y el amor de Cristo.

2) El orgulloso no considera a otros, los ve con menosprecio. En cambio, el humilde siempre considera primero a los otros, los estima siempre como superiores a sí mismo, y les sirve sin importar si son personas difíciles.

3) El orgulloso está cegado por sus propios intereses y siempre se da la razón. El humilde encuentra en la misericordia de Dios el impulso para ayudar, escuchar, y amar a otros. El humilde se considera un servidor, no un héroe.

4) El orgulloso es ambicioso y egoísta, esto produce pleitos y divisiones debido a su aspiración de reconocimiento y admiración. Cuando no logra tener lo que quiere, busca culpables y se aísla. El humilde sabe quién es a la luz de la persona de Cristo y está satisfecho con eso, entiende sus limitaciones y pide ayuda.

5) El orgulloso no aprecia la gracia porque esta desafía sus supuestos méritos, y él piensa que lo hace ver como inútil. El humilde vive agradecido por la gracia y sabe que necesita más para vivir diariamente.

El humilde sabe quién es a la luz de la persona de Cristo y está satisfecho con eso, entiende sus limitaciones y pide ayuda

En Filipenses 2:1-4, vemos a Cristo como el mayor ejemplo de humildad. Este pasaje demuestra que el orgullo sencillamente no existe en Él. Cristo se describe como “manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29). Él no toma ejemplo de otro para ser humilde. Él es el autor y consumador de la humildad. Para quienes luchamos contra el orgullo, esto es esperanzador.

Luchemos a la luz del evangelio

El evangelio nos muestra la realidad de que necesitamos depender de Cristo. Vivir a la luz de esta verdad destruye el orgullo y edifica la humildad en nosotros. La Biblia revela que Cristo nos libró de la necesidad de tener la razón y pelear por ella; ahora podemos tener deleite en que Él es la verdad y siempre tiene la razón. El evangelio nos libra de “ser fuertes” según nuestro criterio para reconocer nuestra debilidad e identificar nuestra fuerza en Cristo (2 Co. 12:10).

Nuestra batalla contra el orgullo no terminará cuando dejes de leer estas líneas, pero algo sí sabemos: Cristo, siendo en forma de Dios, se humilló para ser como nosotros y así nos libró del pecado para formar en nosotros su carácter (Ro. 8:29). Él sigue salvando orgullosos. ¡Humillémonos ante su gloria y demos testimonio de su humillación que trajo salvación!

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