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2 Samuel 18 – 19 y Hebreos 9 – 10

El rey se conmovió profundamente, y subió al aposento que había encima de la puerta y lloró. Y decía así mientras caminaba: “¡Hijo mío Absalón; hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera haber muerto yo en tu lugar! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!”
(2 Samuel 18:33)

“Descomedido” no es una palabra que usemos muy continuamente, pero se refiere a alguien que ha perdido las proporciones hasta el punto de faltar el respeto y llegar a dañar a sus semejantes. En nuestra sociedad, el descomedimiento se disculpa siempre y cuando haya una razón muy fuerte que amerite el posible perdón o el pasar por alto el exceso. Por ejemplo, pedimos disculpas por los excesos de la persona que se pasó de copas, justificamos una palabra mal dicha porque es producto de la ignorancia, no tomamos en cuenta la descortesía de una persona producto del dolor por el que está atravesando. En fin, siempre habrá alguna razón para perder las proporciones y otra para justificarlas. Pero, ¿se podrá disculpar siempre una acción desproporcionada?

David había huido de Jerusalén producto del golpe de estado de su hijo Absalón. El sufrimiento del rey era inmenso ante la traición de uno de sus más queridos vástagos. Además, era inevitable una confrontación armada que ponía en grave peligro la vida de Absalón, por lo que David tomó serias precauciones: “Y el rey David mandó a Joab, a Abisai y a Itai y dijo: «Por amor a mí traten bien al joven Absalón.» Y todo el pueblo oyó cuando el rey dio orden a todos los capitanes acerca de Absalón” (2 Sam. 18:5). El amor de padre era superior a cualquier vindicación real.

Muy en lo profundo de su corazón David estaba buscando una justificación para los excesos y la injusticia de su hijo; quizás se culpaba a sí mismo por no haber sido buen padre, por no haber ejercido una correcta disciplina, por no haberse dado cuenta de los caminos torcidos por los que la vida de su hijo había transitado. “Absalón es una víctima de las circunstancias”, debe haber concluido finalmente y con profundo dolor y remordimiento. David, en nombre del amor, cayó en un desorden valórico enorme que no dejaría de tener funestas consecuencias.

Los poderosos y experimentados soldados de David vencieron rápidamente al débil ejército de Absalón. El joven, en su huida, había quedado enganchado por su largo cabello en las ramas de una encina. Allí murió, al ser atrapado por Joab y diez escuderos de David. El texto del encabezado nos muestra el dolor del rey ante la noticia del fallecimiento de Absalón. La rebelión había sido eficazmente apagada, pero David no podía alegrarse de la derrota de su hijo:

Y la victoria (la salvación) aquel día se convirtió en duelo para todo el pueblo, porque el pueblo oyó decir aquel día: «El rey está entristecido por su hijo.» Aquel día el pueblo entró calladamente en la ciudad, como pueblo que humillado, entra a escondidas cuando huye de la batalla. Y el rey con su rostro cubierto, clamaba en alta voz: «¡Oh hijo mío Absalón, oh Absalón, hijo mío, hijo mío!»” (2 Sam. 19:2-4).

Actuar descomedidamente es actuar injustamente. Cuando una persona ‘pierde los papeles’ indefectiblemente queda entrampada en la confusión de sus sentimientos y, tarde o temprano, ‘justos tendrán que pagar por pecadores’.  El general Joab le llamó la atención a David, no por la manifestación muy humana y natural de dolor ante la muerte de un hijo, sino porque junto con su dolor había pasado a llevar el sentido común y la justicia propia de un monarca. Así le dijo Joab:

…Hoy usted ha cubierto de vergüenza el rostro de todos sus siervos que han salvado hoy su vida, la vida de sus hijos e hijas, la vida de sus mujeres y la vida de sus concubinas, al amar a aquéllos que lo odian y al odiar a aquéllos que lo aman. Pues hoy ha demostrado que príncipes y siervos no son nada para usted; porque ahora en este día sé que si Absalón estuviera vivo y todos nosotros hoy estuviéramos muertos, entonces usted estaría complacido.” (2 Sam. 19:5-6).

El gran drama del descomedimiento es el no percibir lo equivocado de nuestros sentimientos y el daño que podemos infligir en gente inocente. Es el del hombre casado que, ‘enamorado’ de otra, no duda en abandonar a su familia en nombre del ‘amor’. Es la desconsideración de la muchacha que no toma en cuenta la preocupación de sus padres, y prefiere quedarse con los amigos (¡a los que tanto quiere!) hasta altas horas de la madrugada… y sin avisar. Es la del empresario que, obsesionado por las ganancias, no duda en despedir a sus empleados con el pretexto de la reducción de costos. Es la del hombre que justifica su alcoholismo producto de su dolorosa infancia, sin darse cuenta que les está causando un dolor mayor a sus hijos que hoy también son infantes.

¿Cómo me libro de las desproporciones? Pues buscando que siempre haya un ‘Joab’ que nos pueda llamar la atención con valentía cuando estamos actuando injustamente. Sea cual sea nuestro dolor, debemos aprender de David que siempre estuvo dispuesto a escuchar sin justificarse cuando la verdad sale a la luz.  Y lo más importante, cuando hemos actuado descomedidamente no podemos conformarnos con entender, sino que debemos restaurar a los inocentes que sufrieron por nosotros.

Ese es el camino a seguir. Puede que sientas en este momento que has actuado descomedidamente tantas veces que no hay posibilidad de restauración. O quizás tu experiencia con un descomedido te hace creer que es imposible que una persona así pueda cambiar. Como cristianos creemos que mientras vivamos todos tenemos más de una oportunidad en Jesucristo, quién limpia todas nuestras inmoderadas acciones con su sangre derramada a nuestro favor.

¿Estás vivo? Todavía las cosas pueden cambiar y todavía puedes ayudar a otros a que cambien las cosas. La esperanza radica en que, si somos cristianos, Cristo murió en la cruz por nuestros excesos y sus consecuencias. Podemos recurrir a su gracia una y otra vez. Pero también gozamos del poder del Espíritu Santo para poder vencer todos esos excesos que nos tienen haciendo daño a otros y dañándonos a nosotros mismos. Estos dos aspectos los resume el autor de hebreos de la siguiente manera, “¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará vuestra conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo?” (Heb. 9:14).

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