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¿Debería asustarnos la inteligencia artificial?

Desde coches autodirigidos, pasando por robots humanoides con respuestas a emociones, hasta máquinas que predicen el clima. Un sin número de aplicaciones a nuestro alrededor buscan ahorrarnos trabajo al imitar algunas de las decisiones que hasta ahora solo le pertenecían a la raza humana.

Las ciencia de las máquinas pensantes (más conocida como inteligencia artificial [AI]) es el proceso de implementar sistemas que lleguen a pensar de la forma en que los seres humanos procesamos los pensamientos. Hasta hace poco, las maquinas se programaban para realizar tareas específicas mediante algoritmos: el programador siempre conocía de antemano la respuesta que la máquina tendría ante cualquier circunstancia que se le presentara. Este concepto ha ido cambiando conforme pasan los años, y cada vez más, desarrolladores apuntan a crear algoritmos que permitan a las máquinas aprender y tomar sus propias decisiones sin que el programador pueda prever la respuesta de la propia máquina. A grandes rasgos, a esto es lo que llamamos inteligencia artificial. Escalofriante, ¿no te parece?

Uno de los algoritmos inventados en los últimos años se llama “aprendizaje reforzado” (reinforcement learning). Este algoritmo, como si se tratase de un adiestrador de mascotas, le ofrece premios a la maquina cuando esta realiza una actividad satisfactoriamente y castigos cuando no hace lo que se espera. La máquina va aprendiendo lo que tiene que hacer, hasta que después de intentarlo millones de veces (lo que representa un entrenamiento de algunas horas), consigue tener un desempeño equivalente al que tendría una persona que ha practicado esa misma tarea por varias décadas. Uno de los ejemplos más recientes, el cual causó mucho revuelo en los medios de comunicación, fue llevado a cabo por el equipo Deep Blue, del gigante Google. La máquina AlphaGo pudo vencer en varias partidas al mejor jugador de Go (un juego de mesa oriental bien conocido por su dificultad) en el mundo. En solo pocas horas de entrenamiento, en el que la máquina jugaba contra ella misma, AlphaGo alcanzó a tener un nivel catalogado por los expertos como “superhumano”. Impresionante, ¿verdad? Cabe mencionar que esta supermáquina solo sabe jugar y no puede aprender a leer, reconocer la voz de un familiar, ni dar una rueda de prensa al terminar su partida. Con todo, este logro científico es asombroso.   

Dios sigue en su trono

Como ha sucedido antes en la historia de la ciencia, siempre hay un poco de temor frente a los progresos tecnológicos de parte de algunos de los que profesamos fe en un Dios creador (sobre todo si los avances tienen que ver con algún concepto futuro vendido por las películas). 

Cuando hablo de este tema, normalmente me encuentro con dos reacciones. Una es la que yo llamo “la reacción terminator”. Esta postura sostiene que si la inteligencia artificial continúa avanzando, un día estaremos enfrentando una revolución por parte de las máquinas pensantes en contra de la raza humana. Algunas personas piensan que tendremos que enfrentarnos en una guerra cibernética contra las propias máquinas que hemos creado, y que así vendrá nuestro fin. ¿Te causa gracia? Bueno, deberías ver las caras de esas personas cuando lo dicen. ¡Es un temor real!

Sea como sea, no podemos garantizar si algo así ocurrirá a día de hoy. Lo que sí podemos garantizar es que tenemos un Dios que está por encima de todas las cosas. Tenemos un Señor soberano a quien todo pertenece, y nada pasa de su mirada vigilante. Por ende, no hay motivo para temer una guerra robótica más de lo que podríamos temer una peste mundial.

La verdadera ciencia nunca debería asustarnos

La postura que más me inquieta es la segunda. Esta perspectiva no suele manifestarse abiertamente, pero reside en la mente de algunos. Estas personas temen que el adelanto en el conocimiento desplace la fe aún más de lo que ya ha sido desplazada. Sienten que estos progresos, en algún momento, “levantarán la sabana” y mostrarán algo que derrumbe nuestra fe. Es posible que el temor provenga de pensar que en un futuro los avances de la ciencia lleguen a demostrar algún tipo de verdad que este diametralmente opuesta a una verdad central bíblica, lo que nos dejaría en un rincón del cuadrilátero, listos para tirar la toalla. 

Pero no hace falta más que echar un vistazo al pasado (a la historia de Galileo, por ejemplo) para descubrir que la ciencia no ha descubierto —ni lo hará— ninguna verdad que contradiga las Escrituras. La historia lo demuestra una y otra vez, la verdadera ciencia nunca debe asustarnos; por el contrario: la buena ciencia afirma más nuestras convicciones.

Lo que sí debemos temer

Considero que si algo debemos “temer” acerca de este tema, no es a los avances científicos de la inteligencia artificial, sino a la falsa ilusión de autosuficiencia que la tecnología puede ofrecernos. En la medida que los adelantos tecnológicos avanzan, una filosofía crece en la sociedad no alcanzada por el evangelio: pensar que el hombre es el dios de este universo, que somos autosuficientes, que no dependemos de alguien más grande que nosotros mismos. Por alguna razón, llegamos a deducir que encontrar algunas respuestas hoy significa que un día tendremos todas las respuestas a todas las preguntas. Nos inflamos por dentro a tal punto de llegar a “ser sabios en nuestra propia opinión”. 

Y con esto podemos ver que Dios no se equivoca: los humanos nos hacemos necios al profesar ser sabios. Pero esto no es nuevo, ¿acaso no fue así como nuestra raza cayó en el Edén, al pensar que podíamos ser independientes de Dios al obtener más sabiduría? (Gn. 3:6). No es la inteligencia artificial lo que es verdaderamente peligroso, sino nuestro deseo de autosuficiencia. Aquello que nos impide ver nuestra profunda necesidad de Dios y de ser reconciliados con Él. Ser ciegos a esto nos arrastra al peor de los destinos. Cualquier cosa que nos impida ver nuestra profunda necesidad de un Salvador es nuestro mayor problema. 

Es el corazón caído del hombre el que ha usado una y otra vez cosas que no son malas en sí mismas para propósitos contrarios a los que Dios quiso que se usaran. Si el hombre aplica los avances tecnológicos, como la inteligencia artificial, para atentar en contra de la ley de Dios, la culpa no la tiene el avance tecnológico sino el corazón que lo ha usado para el mal. Muchos utilizan la inteligencia artificial para robar los números de las cuentas bancarias de usuarios, para engañarnos en nuestros correos electrónicos y estafarnos, o para producir armas inteligentes para atentados terroristas. 

¿Pero qué hay de usar la inteligencia artificial para detectar enfermedades, para los motores de búsqueda como Google, o para los pronósticos del tiempo, entre muchas otras aplicaciones que nos benefician? Al final de todo, lo que debemos temer no es la ciencia, los adelantos tecnológicos, ni mucho menos la inteligencia artificial, sino a nuestro corazón caído y necesitado de la gracia de Jesucristo. Y si la ciencia puede servir como hojas de higuera para tapar nuestras vergüenzas, adormecer nuestras conciencias y evadir a Dios, entonces la usaremos como anestesia.

Nuestra respuesta no debe ser salir huyendo por temor, ni tampoco sacar la espada para cortar cabezas. La solución al problema se puede plantear una vez se conoce su raíz, la cual está en nuestro interior y no afuera (Mt. 15:18). Y para sanar solo hay un remedio: el evangelio de la salvación en Jesucristo.

Nota del editor: 

Este artículo fue publicado gracias al apoyo de una beca de la Fundación John Templeton. Las opiniones expresadas en esta publicación son de los autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de la Fundación John Templeton.

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