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El juego de la comparación es peligroso y extremadamente sutil. Cuando menos lo esperamos, caemos en sus redes. Lamentablemente, la mayoría de nosotros —si no todos— somos presa de este juego.

¿Alguna vez has comparado tus dones, talentos o destrezas con los de otra persona? ¿Qué tal el alcance de tu ministerio o lo bien portado o elogiados que son tus hijos? ¿Y qué decir de las cosas materiales? Puedo garantizar que tú, así como yo, has subestimado lo que tienes, en más de una ocasión, cuando lo comparas con lo que Dios le ha confiado a otros para administrar.

Aunque es duro de reconocer, he entendido que la comparación nace de un corazón descontento y falto de agradecimiento por lo que Dios, en Su infinita gracia y amor soberano, decidió darnos por medio de Cristo.

Con esto en mente, quisiera compartirte dos verdades sobre la comparación y dos sobre el contentamiento, pues estoy convencida de que identificar la verdad —con la dirección sobrenatural del Espíritu Santo— puede ayudarnos a resistir la tentación de la comparación.

La comparación…

1. Revela descontento, y este es falta de agradecimiento.

El descontento o insatisfacción radica en la falta de deleite en las cosas que el Señor nos da o permite experimentar, pues se enfoca en lo que otros tienen.

Por mucho tiempo, me costó comprender dos parábolas donde alguno de sus personajes demuestra descontento, al compararse con otros. La primera es la parábola de los obreros de la viña (Mt 20:1-16) y la segunda, la del hijo pródigo (Lc 15:11-32).

En la parábola de los obreros, el hacendado contrata trabajadores a diferentes horas del día, por lo que no todos trabajan la misma cantidad de tiempo. Al fin del día laboral, los últimos obreros comienzan a recibir su paga y los que comenzaron su jornada desde temprano —al ver que los últimos que se unieron recibían la cantidad acordada de un denario— pensaron que recibirían más por haber trabajado más horas, pero no fue así. Sus murmuraciones contra el señor de la viña mostraban con claridad su disgusto. En su mente, ellos merecían más. Lejos de encontrar placer en haber trabajado su jornada y recibir el pago prometido, se quejaron cuando, al compararse con los otros, les parecía que se había cometido una injusticia en su contra.

La comparación nace de un corazón descontento y falto de agradecimiento por lo que Dios, en Su infinita gracia y amor soberano, decidió darnos por Cristo

Ese mismo sentir, y tal vez con mayor desavenencia, lo notamos en el hermano mayor en la parábola del hijo pródigo. Este parece menospreciar las bendiciones que tenía. Lejos de sentirse agradecido por tener a su disposición todo cuanto le pertenecía al padre, muestra pesadumbre al ver que su hermano, el que estaba perdido y había sido hallado, fue recibido con gracia.

Ni el hermano mayor ni los obreros expresaron gratitud por lo que tenían. Si soy honesta, en más de una ocasión consideré que la reacción de estos personajes era justificada. Como ellos, yo también me enfocaba en ver lo que otros tenían en lugar de ver lo el Señor ya me había concedido. Cuando perdemos de vista lo que tenemos y nos enfocamos en lo que no tenemos o, peor aún, en lo que otros tienen, abrimos la puerta al desagradecimiento y la disconformidad.

2. Se arraiga en la envidia y en los celos, y estos son obras de la carne.

Pablo detalla una serie de características que produce el Espíritu Santo, como un fruto, en la vida del creyente (Gá 5:22-23). En contraste, también enlista comportamientos que son el resultado de las obras de la carne (vv. 19-21), entre las cuales están los celos y las envidias. Aunque estas palabras se suelen usar como sinónimos, conservan una ligera diferencia.

La palabra que Pablo usó para «envidia» (gr. phthonos) se refiere al sentimiento de rencor o resentimiento desarrollado hacia el éxito o las posesiones de otra persona. Esta es una emoción profunda y llena de malicia. Mientras que la palabra que se traduce como «celos» (gr. zēlos) demuestra un deseo codicioso u orgulloso por algo que le pertenece a otro, aún en cosas intangibles o inmateriales. Otra forma de describirlo sería como «una fuerte rivalidad».

Estas emociones se entrelazan y una puede llevar a la otra. Ambas las percibimos en las parábolas ya mencionadas. En la parábola del hijo pródigo, cuando se entera de la fiesta organizada por su padre para celebrar a su hermano perdido, el hermano mayor se enfureció y rehusó regocijarse con él. Sintió celos del amor del padre que su hermano poseía, provocándole rencor al grado de no poder alegrarse de que este había pasado de muerte a vida. Igualmente, los obreros mostraron rivalidad y envidia al enfadarse por el hecho de que los que trabajaron menos recibieron más de lo que, según su entendimiento, merecían.

Creer que Dios no se equivoca es la base para una vida de contentamiento

Lo interesante es que ni el hermano mayor ni los jornaleros pusieron atención a lo que poseían: el amor del padre y una paga justa por su labor. Más bien, guiados por un corazón entenebrecido, vieron las cosas desde una perspectiva meramente carnal o material, tal como Pablo describe las obras de la carne.

Si bien los personajes de estas parábolas son ficticios, los sentimientos y actitudes mostrados por ellos ejemplifican lo que las personas reales padecemos. Nos dejamos llevar por celos y envidias cuando, al compararnos con otros, perdemos de vista que lo que Dios nos ha concedido en Cristo es excelsamente bueno y suficiente.

El contentamiento…

1. Está anclado en la confianza plena de que Dios es soberano y amoroso.

Creer que Dios no se equivoca es la base para una vida de contentamiento. Si Dios es el Rey soberano, de voluntad irrevocable, Creador y Sustentador de todas las cosas, quien no cambia ni deja de ser, entonces todo cuanto tenemos y vivimos proviene de Su voluntad y eterno poder y, por lo tanto, es bueno, agradable y perfecto (Ro 12:2).

Además, creer que Dios es amor nos ayuda a estar convencidos de que nada de lo que Él designa o permite en nuestras vidas puede contradecir o contraponerse a Su carácter amoroso (1 Co 13:4-8a). Él nos ama tanto que no puede darnos algo que vaya en contra de Su amor.

2. Se basa en saber que Dios ya nos dió todo a través del sacrificio de Jesús.

Se puede decir que 1 Corintios 13:4-8a describe el amor sacrificial de Dios. Estas descripciones del amor tuvieron su máxima expresión en el Calvario. Incluso unas horas antes de Su muerte, Jesús demostró este amor cuando oraba en el Getsemaní: «Padre Mío, si esta copa no puede pasar sin que Yo la beba, hágase Tu voluntad» (Mt 26:42). En esa oración, Jesús revela Su confianza plena en el amor infinito del Padre y Su rendición voluntaria a cumplir el plan redentor establecido trinitariamente desde el principio.

Esa verdad espiritual fue suficiente para Jesús, de modo que enfrentó la aflicción por nuestra redención. Jesús es el ejemplo supremo de contentamiento y nuestra guía a seguir. Pero no solo eso: en el sacrificio perfecto del cordero de Dios —quien derramó Su sangre en rescate por nosotros— se demostró realmente lo que logró ese amor que no es envidioso ni jactancioso, ni es buscador de lo suyo, que está dispuesto a sufrirlo todo, a esperarlo todo y soportarlo todo por causa de aquellos a quienes ama. En el Hijo y por amor, el Dios nos dio redención —nos hizo libres de la esclavitud al pecado y nos dio comunión con Él— y toda bendición espiritual (Ef 1:3-9). En Cristo, por sobre todas las cosas, se arraiga nuestro contentamiento como cristianos.

En Cristo, no hay cabida para la comparación.

El contentamiento no es sinónimo de conformismo. Tener contentamiento cristiano significa hallar deleite, placer y gozo por causa de Cristo en medio de toda circunstancia o condición, material o inmaterial. El cristiano sabe que el Dios de toda gracia nos ha dado la salvación conforme a Sus riquezas en gloria, según Su perfecta voluntad y todo lo que permite es conforme a Sus propósitos sabios para cada uno de nosotros.

En esa verdad no hay cabida para la comparación. Cuando entendemos eso, nos regocijamos al sabernos objetos de tanta gracia y de tanto amor. Como resultado, el contentamiento en Cristo es lo único que queda.

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