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Mientras el soldado israelí mira a través del campo de batalla, ve un mar de carros, caballos y soldados que superan con creces a los suyos. Sus manos tiemblan. Su boca se seca. Su respiración se entrecorta. Lo quema un suave fuego: miedo. Se esfuerza en vano por combatir el pensamiento: «¿Será hoy mi último día?».

Desde niño había leído: «Cuando salgas a la batalla contra tus enemigos y veas caballos y carros, y pueblo más numeroso que tú, no tengas temor de ellos; porque el SEÑOR tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto está contigo» (Dt 20:1). Ahora, en la guerra, Dios no se sentía tan cerca como el soldado imaginaba de niño. Las visiones de gloria dan paso al calor, al hedor y a las hordas que se hace más feroces bajo un sol cegador. El soldado parpadea mareado.

Las provocaciones del enemigo se hacen más fuertes mientras la cobra sonríe al ratón. Las dudas secretas empiezan a acobardarlo. «Aun si la batalla es nuestra», reconsidera, «la promesa no asegura que viviré para compartir su victoria».

Una figura lejana se acerca. Los hombres se reúnen. El sacerdote de Dios habla a los soldados:

Oye, Israel, hoy ustedes se acercan a la batalla contra sus enemigos; no desmaye su corazón; no teman ni se alarmen, ni se aterroricen delante de ellos, porque el SEÑOR su Dios es el que va con ustedes, para pelear por ustedes contra sus enemigos, para salvarlos (Dt 20:3-4).

Desalentado, esta palabra no despeja sus crecientes sospechas de morir una muerte horrible. ¿Qué pasa si Dios no aparece y lucha con Israel?

A continuación, la voz de un oficial se eleva:

¿Quién es el hombre que ha edificado una casa nueva y no la ha estrenado? Que salga y regrese a su casa, no sea que muera en la batalla y otro la estrene (Dt 20:5).

Él no tiene ninguna casa nueva que estrenar.

El oficial continúa:

¿Quién es el hombre que ha plantado una viña y no ha tomado aún de su fruto? Que salga y regrese a su casa, no sea que muera en la batalla y otro goce de su fruto (Dt 20:6).

Nunca nuestro soldado envidió a quienes tenían viñedos nuevos como ahora.

¿Y quién es el hombre que está comprometido con una mujer y no se ha casado? Que salga y regrese a su casa, no sea que muera en la batalla y otro se case con ella (Dt 20:7).

Durante siglos, muchos han temido la estaca encendida y el león hambriento; hoy, tememos un gesto de rechazo y no ser invitados al grupo de amigos

Había estado casado durante años.

Tres grupos de hombres se retiran de la batalla y él se queda, con menos caballos, menos carros y menos compañeros que antes. El poco valor que le quedaba se marcha con ellos.

Los latidos de su corazón retumban en sus oídos, casi ahogando la palabra final del oficial:

¿Quién es hombre medroso y de corazón apocado? Que salga y regrese a su casa para que no haga desfallecer el corazón de sus hermanos como desfallece el corazón suyo (Dt 20:8).

Se odia a sí mismo por lanzar un suspiro de alivio. Su corazón se calma, sus piernas recuperan la sensibilidad. Mientras su respiración se calma y el ejército se desvanece a sus espaldas, consuela a su conciencia intranquila: «Al menos viviré para ver el mañana».

Ver el mañana

Esta escena de la vida real ilustra la cobardía en el antiguo Israel que todavía aflige hoy a los hombres que profesan ser cristianos: un miedo que los aleja de la misión y la convicción masculina. Los soldados de hoy se apartan de la batalla ante filisteos que no cortan gargantas tanto como chismean sobre ellas. Durante siglos, muchos han temido la estaca encendida y el león hambriento; hoy, tememos un gesto de rechazo y no ser invitados al grupo de amigos.

¿Por qué ser tan salados en un mundo insípido?, razonan. ¿Por qué brillar demasiado en esta cueva llena de murciélagos? ¿Por qué salir y arriesgarse al silencio incómodo, al frío de la desaprobación, a la pérdida de este mundo y de todas sus comodidades? Las balas de goma bastan para sus pecados y no ven la necesidad de causar disturbios. Estos también dicen en voz baja, aunque sea metafóricamente: «Al menos viviré para ver el mañana».

Creo que esta escena de la guerra israelita y las exenciones que Dios concede tiene algo que enseñarnos sobre Dios, la cobardía y nosotros mismos.

Exenciones de gracia

En primer lugar, cabe destacar que Dios hizo exenciones especiales del servicio militar para cuatro grupos de hombres. Los tres primeros grupos van juntos: Los que no han disfrutado de su casa, del fruto de su viña o del amor de su esposa.

El Dios de Israel no era un faraón que azotaba a sus soldados para que cumplieran. Se preocupaba por Sus hombres

Estas tres excepciones evitan que el hombre israelita sufra las maldiciones del pacto, que dicen: «Te desposarás con una mujer, pero otro hombre se acostará con ella; edificarás una casa, pero no habitarás en ella; plantarás una viña, pero no aprovecharás su fruto» (Dt 28:30).

En esto, el israelita iba a aprender acerca de su misericordioso General. El Dios de Israel no era un faraón que azotaba a sus soldados para que cumplieran. Se preocupaba por Sus hombres. Nadie iría a la batalla si no hubiera disfrutado de las alegrías de su hogar. Cada exención libraba de la maldición y aseguraba que cada uno conociera la bendición (Is 65:21-22). Los soldados de Israel tenían hogares que crecían con la familia, los amigos y los banquetes, antes de que surgiera la posibilidad de morir en el campo de batalla. Tenían algo en casa que defender.

Hombres de corazones derretidos

Pero una cuarta provisión es dada, separada de las otras tres: una para aquellos de corazones derretidos. Aunque Dios ordena una y otra vez a sus hombres: «No temas, porque yo estoy contigo para luchar por ti», estas almas más débiles no pueden ser consoladas. Sus corazones tiemblan por dentro; sus gotas de sudor por fuera. Aún no confían en el Dios de sus padres con tanto en juego. Consienten en la liberación del deber, dan la espalda a sus hermanos y cabalgan hacia camas blandas y seguridades flexibles.

En la historia de Israel, miles de hombres regresaron a sus hogares. Cuando Gedeón se dirigió a su ejército con una propuesta similar, «Cualquiera que tenga miedo y tiemble, que regrese y se vaya del monte Galaad», leemos: «Y 22,000 personas regresaron, pero quedaron 10,000» (Jue 7:3). Por cada hombre que se mantuvo firme, dos de sus hermanos intimidados se volvieron y se apresuraron a regresar a casa.

Dios lucha con una sola mano

¿Qué podemos aprender de esta sorprendente provisión a los cobardes?

En primer lugar, aprendemos lo que Moisés dijo anteriormente: «El SEÑOR [Yahvé] es fuerte guerrero; El SEÑOR [Yahvé] es Su nombre» (Éx 15:3). El supremo Hombre de Guerra no necesita ayuda de los hombres. Moisés vio cómo Dios ponía de rodillas a la mayor potencia del mundo sin la ayuda de un solo guerrero humano. Otros ejércitos y otros dioses alimentaban a los hombres para la guerra —buscando en las carreteras y caminos a cualquier hombre apto, poniendo soldados detrás del ejército para matar a los desertores— pero nuestro Dios no necesita un gran ejército ni muchos carros ni soldados aterrorizados para conquistar a Sus enemigos. Nuestro Dios se pone en desventaja, pero nunca está en desventaja.

Nuestro Dios no necesita un gran ejército ni muchos carros ni soldados aterrorizados para conquistar a Sus enemigos

Él hace esto para humillar a Su pueblo. El Señor despide a 22 000, diciéndole a Gedeón: «El pueblo que está contigo es demasiado numeroso para que Yo entregue a Madián en sus manos; no sea que Israel se vuelva orgulloso, y diga: “Mi propia fortaleza me ha librado”» (Jue 7:2). Se ata un brazo a la espalda, por así decirlo, y derriba dioses y naciones para demostrar que «el Señor su Dios es el que va con ustedes, para pelear por ustedes contra sus enemigos, para salvarlos» (Dt 20:4). La debilidad de nuestro Dios, desde el principio, es más fuerte que los hombres (1 Co 1:25).

El contagio de la cobardía

En segundo lugar, vemos que la cobardía es una enfermedad que requiere cuarentena.

¿Quién es hombre medroso y de corazón apocado? Que salga y regrese a su casa para que no haga desfallecer el corazón de sus hermanos como desfallece el corazón suyo (Dt 20:8).

La guerra en el antiguo Israel era una lucha de fe. Un hombre ante la oleada de enemigos descubre rápidamente lo que verdaderamente cree. ¿Son reales las promesas invisibles y la presencia de su Dios? Ante un ejército masivo, el soldado quería decir algo diferente cuando llamaba a los textos «versículos de vida».

Estos hombres oyeron a Dios hablar a través de su sacerdote: «No desmaye su corazón; no teman ni se alarmen, ni se aterroricen delante de ellos, porque el SEÑOR su Dios es el que va con ustedes, para pelear por ustedes contra sus enemigos, para salvarlos» (Dt 20:3-4).

Pero esto es muy poco para el hombre incrédulo. No confía en que su Rey esté con él. Además, su espíritu poco guerrero desanima a sus hermanos. Su cobardía es contagiosa. Sus preguntas hacen que otros cuestionen. Sus dudas hacen que otros duden. Su timidez oxida las espadas a su lado. Su largo viaje de vuelta a casa es mejor para el ejército, así como el leproso que vivía fuera del campamento salvaba la vida al resto. Las fuerzas de Israel eran más fuertes sin soldados presas del pánico.

Una palabra a los corazones que se derrumban

¿Qué provecho podemos sacar de esta palabra dirigida al antiguo Israel?

Unas palabras para esos hombres con corazones que se derriten hoy (y un recordatorio para nuestros propios corazones en el proceso): A los que se tragarían la lengua, a los que se ruborizan por Dios y Su evangelio, a los que no tienen estómago para el conflicto, ya sea para confrontar la falsedad o para matar su propio pecado, a los que no tienen fe en que Dios pueda aún lograr la improbable victoria, a los que consideran sus vidas más valiosas que la causa de su Rey, que valoran este mundo por encima del que viene, que rugen detrás de un perfil digital pero lloriquean en persona, que murmuran ante las promesas de Cristo y que están dispuestos a luchar cuando la sociedad está de su lado, pero se encogen cuando demonios y filisteos desenvainan espadas contra su Maestro, a ustedes se les podría decir: envainen la espada y vuélvanse a su casa.

Oramos encarecidamente por un corazón valiente, ya que los «cobardes» no heredarán al final la vida eterna

Dios Todopoderoso no necesita tu servicio tibio y tembloroso. Él nunca está en desventaja. Deseamos que encuentres tu valor, tu fe en nuestro Capitán conquistador y permanezcas entre nosotros. Sería tu gran privilegio hacerlo. Deseamos ver una confianza de corazón de león en nuestro Dios. Encontraríamos nuevas fuerzas surgiendo en nosotros al oírte responder como lo hizo el general de Leónidas cuando el incontable enemigo amenazó con disparar suficientes flechas como para tapar el sol: «¡Entonces libraremos nuestra batalla en la sombra!».

Deseamos que te mantengas firme como hombre de Dios y creas: «No teman ni se alarmen, ni se aterroricen delante de ellos, porque el Señor su Dios es el que va con ustedes, para pelear por ustedes contra sus enemigos, para salvarlos». Te damos la bienvenida, deseamos tu ayuda, te llamamos para que te encomiendes a un Salvador digno de confianza y vivas para Él, pero si no lo tienes firmemente como General, no podemos tenerte.

La cobardía de solo diez espías pronto resultó tan contagiosa, como para alejar a toda una nación de una victoria que «sin duda» podían conquistar (Nm 13:30). Tú, en el linaje de ellos, desalientas involuntariamente al pueblo de Dios y desalientas Su causa. Ve a casa hasta que Dios te dé un corazón seguro para aventurarte en Sus promesas. Pero no lo hagas a la ligera. Comprar un campo nuevo, adquirir bueyes nuevos, casarse con una nueva novia o tener miedo no eximirá a nadie de aceptar y seguir a Cristo (Lc 14:16-24).

Oramos encarecidamente por un corazón valiente, ya que los «cobardes» no heredarán al final la vida eterna. «No temas lo que estás por sufrir», ordena Jesús a Su ejército en la visión de Patmos:

Yo te digo que el diablo echará a algunos de ustedes en la cárcel para que sean probados, y tendrán tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y Yo te daré la corona de la vida (Ap 2:10).


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Eduardo Fergusson.
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