Cuando vemos la condición de este mundo, hay algo en lo profundo de nosotros que nos dice que las cosas están muy mal. No deberían ser así. Levantamos la voz para denunciar la injusticia, pero hay algo que tal vez no nos hemos puesto a pensar.
“Lo que es natural puede estar equivocado únicamente si existe un estándar sobrenatural por el cual lo natural sea juzgado”.
Si decimos que hay algo malo, debemos tener una buena razón para juzgarlo como malo. La razón es simple, pero pocos desean admitirla: Dios ha puesto su ley en nuestros corazones.
Medir a los demás conforme a esa ley puede ser muy fácil, pero ¿qué pasa cuando nos examinamos a nosotros mismos y nos comparamos con el estándar divino?
Los dos abogados
Lo que sucede es que nos quedamos cortos. Todos los seres humanos han fallado en cumplir la Ley de Dios. Todos excepto Uno. Nos gusta pensar que el mundo sería maravilloso si Dios eliminara toda la maldad, pero no solemos detenernos a pensar en la maldad de nuestros corazones.
Jesús tomó nuestro lugar. Cargó el castigo por nuestra maldad y ahora es nuestro abogado defensor delante del Juez justo. Él habla al Padre a nuestro favor.
“Si Jesús es tu abogado, la ley de Dios está completamente de tu lado”.
Como si esto fuera poco, tenemos también un segundo abogado: el Espíritu Santo. Él nos habla de parte de Dios.
El maestro obediente
“¿Cómo lidiamos con la crítica y el fracaso? No debemos ver lo que somos en nosotros mismos, sino lo que somos en Él”.
Gracias a la cruz, nuestra condición ha cambiado. Ya no somos más enemigos, sino hijos de Dios. No somos más esclavos al pecado. Nuestra identidad no se encuentra más en nosotros mismos, sino en Cristo. Nuestras fallas y nuestros éxitos ya no nos afectan, porque lo que somos no depende de ello.
Así es cómo podemos caminar con humildad y llenos de gozo; así es cómo podemos vivir de acuerdo a la realidad de nuestra identidad. Pecadores perdonados. Libres, pero completamente dependientes del Señor.