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El crisol para la plata y el horno para el oro,
Pero el SEÑOR prueba los corazones
(Pr 17:3).

Se me ocurrió poner en el buscador «inclinación al mal» y las respuestas no me sorprendieron, sino que confirmaron mis sospechas. Solo me bastó abrir unas pocas páginas entre los 36,9 millones de resultados para darme cuenta de que esta idea es considerada como un concepto religioso que no tiene cabida en el mundo secular.

Desde el antiguo y casi académico «el ser humano es bueno por naturaleza» al mensaje más popular de las redes sociales contemporáneas —«eres lo mejor del mundo y que nadie te diga lo contrario»— han pasado años, pero la idea fundamental es la misma: somos BUENOS (sí, con mayúsculas y negritas), incluso si todo demuestra lo contrario. La humanidad ha dejado de tener una visión objetiva de su realidad para pasar a tener una idealizada que, por el poder de los sentimientos positivos, ya es una «realidad» en todos y cada uno de nosotros.

Sin embargo, tengo que actuar como aguafiestas y decir que la evidencia en contrario es muy fuerte como para dar un veredicto unánime de nuestra bondad absoluta e intrínseca. Por eso el maestro de sabiduría usa la figura del crisol y el horno —los medios contundentes y drásticos que refinan la plata y el oro para dejarlos sin escorias— para ejemplificar que nuestra realidad no es tan limpia como parece desde un inicio.

Sería una verdadera necedad tratar de probar nuestra bondad sin antes haber pasado por el proceso de refinación necesario y doloroso. Nada que valga la pena ocurre de la noche a la mañana. Todo lo valioso tiene una cuota de transpiración y dedicación inmensa. Aun el carácter se forja en la realidad de la vida porque somos pusilánimes y no superhéroes por naturaleza.

En el mismo sentido, el examen de nuestra propia valía y rendimiento no puede ser certificado por nosotros mismos, ni siquiera por otros humanos. El que realiza el examen es nuestro Creador, el Señor mismo, y bajo los estándares soberanos con los que nos creó para Su gloria. En tiempos en que nos gusta ser el árbitro de nuestro propio partido y el jurado de nuestro propio concurso de canto, se nos hace difícil la idea de que somos examinados por Dios mismo y no por nuestra percepción egoísta, subjetiva y sentimental.

Para poder salir de una necedad que nos encumbra sin que tengamos plataforma en donde sostenernos, es importante reconocer que la inclinación al mal está dentro de nosotros y que no es simplemente una influencia externa que nos persigue. Por ejemplo: «El malhechor escucha a los labios perversos; el mentiroso presta atención a la lengua detractora» y «El de corazón perverso nunca encuentra el bien, y el de lengua pervertida cae en el mal» (17:4; 20). Como puedes notar, tanto el malhechor como el mentiroso actúan de acuerdo con su naturaleza interior torcida. Por lo tanto, suelen «escuchar» y «prestar atención» a aquello que resuena en sus oídos inclinados al mal. 

Solo podremos dejar la necedad cuando reconozcamos nuestra inclinación natural hacia lo torcido y dejemos de culpar a todo y a todos los demás por nuestros problemas. Si queremos erradicar nuestros problemas, entonces debemos enfrentarlos desde adentro, en nosotros mismos y delante del Señor.

Tendemos a alabarnos por nuestras dotes musicales, deportivas o morales porque cambiamos neciamente la realidad por el ideal soñado. Solemos afirmar casi como un mantra, «soy lo que quiero ser y… como lo quiero… ¡lo soy!». Nada puede ser más necio. Muchas veces hubiera querido usar esa fórmula para pasar el examen de matemáticas diciendo «soy un genio como Einstein y que nadie diga lo contrario», pero la verdad es que, cuando salgo del terreno del mero sentimentalismo al de la realidad, nunca funciona. Si me la pasé en los videojuegos y ni abrí el cuaderno, el mantra no funciona ni tampoco sirve declarar como sueñofóbicos a los que me reprocharon mi falta de estudios. Imagino que algo así habrás experimentado alguna vez. 

El maestro de sabiduría hace una invitación contundente: «En presencia del que tiene entendimiento está la sabiduría, pero los ojos del necio están en los extremos de la tierra» (17:24). Si sigues divagando en tus pensamientos y dejando que tus pensamientos vaguen sin dirección solo buscando justificar lo injustificable, nunca podrás salir de la necedad. Solo hallará la sabiduría quien tiene «entendimiento» (así sea doloroso) de su propia realidad.  Esa palabra en el original es lo opuesto de la divagación y la superficialidad porque tiene que ver con una búsqueda cuidadosa, un análisis concienzudo, el uso del discernimiento para poder desentrañar la verdad y no solo buscar «mi verdad subjetiva sentimental».

Una vez más, aprendemos que esta demanda para pasar de la necedad a la sabiduría no la puedes alcanzar por ti solo. Permanecerías engañado en tu maldad maquillada de supuesta bondad si no fuera porque el Señor Jesucristo vino a mostrarte la verdad de quien eres en realidad. Aunque el veredicto no sea nada agradable, y sea hasta repudiable para esta generación necia y vanidosa, sin embargo, Él vino a «buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lc 19:10).

Delante de Él no necesitamos ocultar la realidad de nuestras vidas bajo Photoshop, cirugías plásticas o superficialidades necias. El Señor no quiere darte simples likes a tus fotos, sino transformar tu corazón para hacerlo como el de Él, porque como bien lo dijo Pablo: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas» (2 Co 5.17).

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