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Si quieres decir algo, lo mejor es que no pongas incómodo a nadie. Nuestra sociedad pluralista nos enseña que todas las ideas son igual de válidas y verdaderas. Incluso las que se contradicen entre sí. De alguna manera debemos aceptar que todo es cierto y que al mismo tiempo nada lo es.

Y es que el hombre no quiere aceptar la realidad de que se encuentra en serios problemas. Nadie quiere admitir que es un pecador en necesidad de un salvador. Preferimos ignorar a enfrentar. Pasamos nuestros días diciendo que todo está bien y que siempre lo estará.

Por eso el evangelio es escandaloso.

“El pluralismo no aborda el tema ni cura la enfermedad. Solamente adormece al paciente de manera que ya no pueda sentir o pensar. El evangelio escandaliza porque despierta al hombre de su letargo y no le deja descansar sobre un fundamento ilógico” (p. 51).

El mensaje del evangelio sacude nuestras ideas de que estamos bien por nosotros mismos. De que cualquier cosa que creamos es cierta. Jesús se levanta como Señor de todo el universo y declara, “el que no está a mi lado, contra mí está” (Lucas 11:23).

“El verdadero evangelio es radicalmente exclusivo. Jesús no es un camino; Él es el  camino, y todos los otros caminos no son caminos en lo absoluto” (p. 51).

El poder del evangelio

En medio de tanta ignorancia y ceguera espiritual entre los hombres, podemos caer en la tentación de buscar despertarlos a nuestra manera. Tratamos de persuadir con buena música, oratoria cautivante, o argumentos apologéticos. Aunque ninguna de estas cosas son malas y todas tienen su lugar, necesitamos comprender que el poder para salvar está solo en el evangelio de Jesús.

“[El evangelio] no requiere una revisión para hacerlo relevante, o una adaptación para hacerlo inteligible, o una defensa para validarlo. Si nos levantamos y lo proclamamos, él mismo hará la obra” (p. 60).

No importa lo mucho que nos esforcemos, nadie puede salvarse a sí mismo y nadie puede salvar a alguien más. Solo Dios puede rescatarnos de nuestra terrible condición. Entre más conscientes seamos de la profundidad de nuestro pecado, más nos asombraremos de la gracia que nos ha sido dada en Jesucristo.

“No es falta de amor decirles a los hombres que son pecadores, pero ¡es la forma más repugnante de inmoralidad el no decirles! […] Buscar predicar el evangelio sin hacer del pecado un problema  es como tratar de sanar superficialmente lo quebrantado de las personas, diciendo: ‘Paz, paz’, cuando no hay paz”. (pp. 77-78).

Que Dios nos haga conscientes de nuestra gran necesidad de un salvador, y que nos dé valor para proclamar la verdad del evangelio a donde quiera que vayamos.

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