Job 1-5 y Lucas 5-6
Pues lo que temo viene sobre mí,
Y lo que me aterroriza me sucede.
(Job 3:25)
Hace 20 años, un 17 de diciembre de 1997, la residencia del embajador de Japón en Lima, Perú, fue tomada por asalto por un comando terrorista. En la mansión se celebraba un banquete en homenaje al Emperador japonés. Lo más selecto de la sociedad política, intelectual, empresarial, diplomática, y militar se encontraba allí reunida. De las más de 500 personas que estaban en el lugar al momento del asalto, quedaron finalmente 72 rehenes que permanecieron varios meses bajo el temor de la cautividad y la muerte inminente.
El sacerdote Juan Julio Witch escribió un libro titulado “Rehén voluntario” en donde cuenta los amargos días de cautiverio a los que se vio sometido voluntariamente, ya que se negó a abandonar el lugar cuando todo estaba dispuesto para su liberación. En uno de los pasajes del libro, Witch dice:
“Con la espalda en el piso y las piernas encogidas, trato de dormir: en vez de contar corderos, cuento rehenes… En la oscuridad total, me invaden otra vez el desaliento y la rebeldía. Durante el día procuro mostrar serenidad y dar ánimos a mis compañeros. Ahora, en el silencio y la oscuridad, siento la rabia, la protesta. Contra el MRTA. Contra el gobierno. Contra todo este absurdo. Al mismo tiempo me pregunto: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué permite que nos pase todo esto? ¿Qué sentido tiene?…
Siento miedo de morir. Puede ser mañana. Quizás pasado mañana, o dentro de una semana. Morir o quedar mutilado… Rodeado por centenares de personas tiradas por el suelo, que en cualquier momento podemos estar cubiertos de sangre y agonizando, y que ahora tratamos de encontrar el precario consuelo del sueño como un paréntesis a nuestra angustia interior. Creo que todos nos sentimos muy solos, aunque cada uno procura animarse y animar a los demás”.
Todos hemos experimentado el miedo alguna vez o muchas veces. Quizás hoy mismo lo estamos sintiendo. ¿A qué le tememos? ¿Qué pensamos cuando en la madrugada despertamos con un sentimiento de zozobra o angustia que hace que nuestro corazón y nuestra respiración se acelere?
La preciosa historia de Job nos muestra los miedos del ser humano en su real dimensión. Este hombre de la antigüedad era un verdadero magnate de su tiempo: “Su hacienda era de 7,000 ovejas, 3,000 camellos, 500 yuntas de bueyes, 500 asnas y muchísima servidumbre. Aquel hombre era el más grande de todos los hijos del oriente” (Job 1:3). Su familia vivía con el lujo y el oropel propios de los herederos de un vastísimo patrimonio. Es evidente que Job era un hombre sabio y consagrado al Señor que había conseguido cada una de sus riquezas con integridad, esfuerzo y dedicación.
Sin embargo, pronto sus mayores miedos se harían realidad en su propia vida. Satanás, el ángel de maldad, discurre delante de Dios que Job debería probar su integridad enfrentándose a dos miedos fundamentales:
1. La pérdida del orden, el progreso material y los seres queridos. Satanás infiere que la integridad de Job es solo producto de que Dios tiene a buen resguardo los bienes materiales del patriarca: “¿No has hecho Tú una valla alrededor de él, de su casa y de todo lo que tiene, por todos lados? Has bendecido el trabajo de sus manos y sus posesiones han aumentado en la tierra. Pero extiende ahora Tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no Te maldice en Tu misma cara” (Job 1:10-11).
2. La pérdida de la salud y la integridad física. “Satanás respondió al Señor: ‘¡Piel por piel! Sí, todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Sin embargo, extiende ahora Tu mano y toca su hueso y su carne, verás si no Te maldice en Tu misma cara’” (Job 2:4-5).
En un día, de forma sorpresiva, como suelen ocurrir las cosas que más nos atemorizan, Job vio desaparecer todas sus riquezas bajo la mano de delincuentes y las fuerzas de la naturaleza. Ni sus amados hijos se salvaron de este día siniestro. Todos murieron. Al día siguiente de la catástrofe material y personal, Job fue atacado por una sarna maligna de procedencia desconocida que cubrió todo su cuerpo. Después de la sorpresa y la estupefacción, es seguro que un pavoroso temor se fue apoderando de cada célula nerviosa de su atormentado cuerpo. Miles de preguntas sin respuesta bullían en su cabeza, y hasta su propia esposa, desesperada por lo dramático de las circunstancias, no reparó en clavar la estocada final a la moral de Job: “… ¿Aún conservas tu integridad? Maldice a Dios y muérete” (Job 2:9).
Este hombre no está filosofando acerca del dolor y el miedo, lo está viviendo a un nivel verdaderamente cataclísmico. Su vida está deshecha, su salud está perdida, su familia no está más. Todo aquello que tenía valor está simplemente destruido sin remedio. Era de tal profundidad su drama, que cuando sus amigos llegan a consolarle, se quedan siete días en silencio, atónitos ante tamaña devastación: “Entonces se sentaron en el suelo con él por siete días y siete noches sin que nadie le dijera una palabra, porque veían que su dolor era muy grande” (Job 2:13).
De seguro que a nadie que esté en su sano juicio siquiera pensaría en la posibilidad de tener que pasar por circunstancias semejantes. Pero lo que quedó claro es que la teoría satánica de la blasfemia por parte de Job ante tanta pérdida nunca se consumó. El dolor y los miedos de Job no lo desintegraron hasta el punto de perder su integridad y su confianza en el Señor.
¿Por qué la pérdida de lo material no lo mató del susto? Simplemente porque Job sabía que lo material nunca es lo esencial en la vida del hombre. “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El Señor dio y el Señor quitó; Bendito sea el nombre del Señor” (Job 1:21). Todo era temporal y no esencial para el patriarca. Job sabía que las riquezas del corazón son las únicas que se pueden atesorar para que vayan con nosotros más allá de la muerte. Todo lo demás siempre será pasajero y con un valor secundario.
¿Por qué la pérdida de la salud tampoco lo hizo morir de miedo? Porque reconocía el significado de la providencia de Dios en su propia vida en cualquier circunstancia. Él dijo, “¿Aceptaremos el bien de Dios pero no aceptaremos el mal?” (Job 2:10b). Todas las instancias de nuestra vida, las buenas y malas, las luminosas y las oscuras, con sonrisas o con lágrimas, son posibilidades para que el Señor se manifieste en nosotros y a través de nosotros.
Pero quisiera ser claro, porque un conocimiento estricto de aquello que es esencial para nuestras vidas, junto con una fe absoluta en la providencia y presencia de Dios, no bastan para que los miedos se disipen. Es importante que también podamos estar al tanto del propósito particular de Dios para nuestras vidas.
Cuando el padre Wicht decide quedarse como rehén, tuvo miedo de poner en riesgo su vida tontamente y sin razón: “Me atormentaba no sólo el miedo de morir, sino además el miedo de equivocarme, el miedo de morir tontamente, porque quise”. El pánico surge en la conciencia cuando prima el desconcierto, la vacilación, la falta de significado, la inseguridad de no saber que le pertenecemos y estamos en las manos de nuestro buen Dios quien ha prometido que no nos dejará ni nos desamparará.
Pero cuando hay claridad de propósito y seguridad de redención en Cristo al haber respondido en fe a su llamado, entonces, el miedo se disipa, y en su lugar, una columna de fortaleza y seguridad se impone en el corazón, sin importar cuáles sean las circunstancias y cuánto nos tiemble el cuerpo.
¿No habrá llegado el momento de poner los miedos en su sitio y empezar a vivir una vida de la mano del Señor? Si lees con detenimiento los Evangelios, verás que el mejor antídoto para el miedo es reconocer que solo Jesucristo puede darnos esa seguridad que no se puede encontrar en ninguna otra parte.
Eso es lo que encontró Job, pero también hace dos mil años atrás, Pedro también lo entendió cuando Jesús le dijo: “… No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (Lc. 5:10b). Ese es el miedo que se disipó en el leproso cuando Jesús, tocándolo, le aseguró que quería sanarlo. Y así lo hizo Jesús (Lc. 5:13). Ese fue el miedo que vencieron los amigos del paralítico, quienes se atrevieron a romper el techo y bajar a su amigo para que Jesús lo sanara. Y así lo hizo Jesús (Lc. 5:25). Ese es el miedo que venció Mateo al dejar una vida segura en lo material, para consagrarse a una vida segura en lo espiritual al obedecer el llamado de Jesús a seguirle (Lc. 5:28).
Podemos perder el miedo cuando sabemos que Jesús vino a buscarnos y rescatarnos de nuestra condición, concediéndonos el arrepentimiento que nos lleva a darle un vuelco a la vida que estábamos llevando y a todos sus temores. Finalmente, perdemos el miedo porque, sean cuales sean nuestras circunstancias, si hemos oído y puesto en práctica la voz de nuestro Señor, entonces somos semejantes, “… a un hombre que al edificar una casa, cavó hondo y echó cimiento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el torrente dio con fuerza contra aquella casa, pero no pudo moverla porque había sido bien construida” (Lc. 6:48).