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Definición

El verdadero arrepentimiento cristiano implica una convicción sincera del pecado, una contrición sobre la ofensa hecha a Dios, un alejamiento del estilo de vida pecaminoso y un giro hacia una forma de vida que honre a Dios.

Sumario

El arrepentimiento genuino no es simplemente un «replanteamiento» de la relación que se tiene con el pecado y con Dios. El arrepentimiento debe estar enraizado primeramente en la comprensión de cuán pecaminosa es una acción, una emoción, una creencia o una forma de vida. Entonces, uno debe sentirse afligido por cuán ofensivo y doloroso es el pecado para Dios, no se trata simplemente de sentir miedo de la retribución de Dios por tu pecado. En otras palabras, el arrepentimiento debe estar arraigado en una alta estima hacia Dios, no hacia uno mismo. Solo entonces, alejarse del pecado para buscar la santidad puede verdaderamente llamarse arrepentimiento. La falta de arrepentimiento es, pues, una forma de idolatría. Negarse al arrepentimiento es elevar nuestras propias almas por encima de la gloria de Dios; pero arrepentirse conduce al perdón del pecado, la eliminación de la disciplina divina y la restauración de la comunión experiencial con Dios.

El arrepentimiento bíblico es un concepto fácilmente incomprendido y mal aplicado que merece un examen detenido. Varios textos indican con claridad que el arrepentimiento, junto con la fe, es esencial para el perdón de los pecados (Lc 24:47; Hch 2:38; 3:19; 5:31; 11:18). En Hechos 3:19 y 26:20, metanoeō (arrepentirse) y epistrephō (para volver atrás; véase Hch 26:18) «se colocan uno al lado del otro como términos equivalentes, aunque en estos casos los primeros pueden centrarse en el abandono del mal y el segundo en dirigirse a Dios» (ver el Nuevo Diccionario Internacional de Teología del Nuevo Testamento y Exégesis, 3:292). Nuestra principal preocupación aquí es el arrepentimiento en la vida del creyente nacido de nuevo.

El significado del término

El error principal de muchos es que basan su comprensión del arrepentimiento en la raíz de la palabra griega. El verbo griego metanoeō (arrepentirse) se construye sobre la preposición meta (”con, después”) y el verbo noeō (”entender, pensar”). Entonces, la conclusión de algunos es que el único sentido en el que un cristiano debe arrepentirse es en cambiar de opinión o repensar el pecado y su relación con Dios. Pero el significado de las palabras griegas compuestas no está determinado de esta manera, sino más bien en su uso y contextos en los que aparece en la Biblia. Un cambio de mentalidad o perspectiva no tiene valor si no va acompañado de un cambio de dirección, de un cambio de vida y de acción.

El arrepentimiento genuino comienza, pero de ninguna manera termina, con una convicción sincera del pecado. Comienza con un reconocimiento inequívoco y doloroso de haber desafiado a Dios abrazando lo que Él desprecia y aborrece, o al menos, el creyente debe ser indiferente hacia lo que adora. El arrepentimiento, por lo tanto, implica saber en nuestro corazón que «esto está mal, he pecado contra Dios». La antítesis del reconocimiento es la racionalización; que es el intento egoísta de justificar la laxitud moral por cualquier número de apelaciones, como «soy una víctima. Si supieras por lo que he pasado y lo mal que la gente me ha tratado, me lo dejarías pasar».

El arrepentimiento de David

El verdadero arrepentimiento, señala J. I. Packer, «solamente comienza cuando uno pasa de lo que la Biblia ve como autoengaño (cp. Stg 1:22, 26; 1 Jn 1:8) y los consejeros modernos llaman negación, a lo que la Biblia llama convicción del pecado (cp. Jn 16:8)» (ver J.I. Packer, Redescubriendo la Santidad, 123—24). Para arrepentirse verdaderamente uno también debe confesar el pecado abierta y honestamente al Señor. Vemos esto en el Salmo 32 donde David describe su experiencia después de su adulterio con Betsabé. Cuando finalmente respondió a la convicción en su corazón resultó en una confesión verbal:

«Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto! ¡Cuán bienaventurado es el hombre a quien el Señor no culpa de iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay engaño! Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad. Dije: “Confesaré mis transgresiones al Señor”; y tú perdonaste la culpa de mi pecado» (Salmos 32:1-2, 5).

David usa tres palabras diferentes para describir su confesión (Sal 32:5). Él «manifestó» su pecado; se negó a «cubrir» su iniquidad; y estaba decidido a «confesar» sus transgresiones. Nada es retenido. No hay atajos ni compromiso moral. Es totalmente transparente. David no pone excusas, no ofrece racionalizaciones y se niega a echar la culpa a alguien más (ver Sam Storms, More Precious Than Gold: 50 Daily Meditations on the Psalms, 92—96).

Cuando alguien en verdad se arrepiente, hay una conciencia de que el pecado cometido, cualquiera que sea su naturaleza, fue en última instancia solo contra Dios. En el Salmo 51:4, David declaró: «Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos». Aunque David se aprovechó sexualmente de Betsabé, conspiró para matar a su marido Urías, deshonró a su propia familia y traicionó la confianza de la nación Israel, vio su pecado como preeminentemente solo contra Dios. Stewart Perowne dice: «Cara a cara con Dios, David no ve nada más, a nadie más, no puede pensar en nada más, sino solo en Su presencia olvidada, Su santidad ultrajada, Su amor despreciado» (véase J.J. Stewart Perowne, El Libro de los Salmos, 416). David está tan quebrantado por haber tratado a Dios con tal desprecio que está cegado a todos los demás aspectos u objetos de su comportamiento.

El arrepentimiento es más que una catarsis psicológica, hay en ella un verdadero sentimiento o sensación de remordimiento. Si uno no se ofende genuinamente por su pecado, no hay arrepentimiento. El arrepentimiento es doloroso, pero es un dolor que resulta en algo dulce. Exige quebrantamiento del corazón (Sal 51:17; Is 57:15), pero siempre con miras a la sanación y restauración, y a una visión renovada de la belleza de Cristo y de la gracia perdonadora.

Por lo tanto, el arrepentimiento es más que un sentimiento. La emoción puede ser fugaz, mientras que el verdadero arrepentimiento da fruto. Esto apunta a la diferencia entre «atrición» y «contrición». La atrición es el arrepentimiento por el temor a verse afectado uno mismo: «¡Oh, no, me descubrieron! ¿Qué me pasará?». La contrición, por otro lado, es arrepentimiento por la ofensa contra el amor de Dios y experimentar dolor por haber afligido al Espíritu Santo. En otras palabras, es posible «arrepentirse» por miedo a la represalia, en lugar de por un odio al pecado.

El arrepentimiento de la iglesia de Corinto

El arrepentimiento bíblico también debe distinguirse del arrepentimiento mundano o carnal. En ninguna parte se ve esta diferencia con más facilidad que en las palabras de Pablo en 2 Corintios 7:8-12. Pablo había escrito una carta «severa» a los Corintios. Fue «por la mucha aflicción y angustia de corazón y con muchas lágrimas» que escribió esta obvia carta dolorosa (2 Co 2:4). Es evidente que Pablo habló enérgica e inequívocamente acerca de la naturaleza del pecado de la iglesia y de su necesidad de arrepentimiento. Al hacerlo, Pablo corría el riesgo de alienarlos y acabar con toda esperanza de una comunión futura. Mientras él lamentó tener que escribir esta carta que al inicio, sin embargo, más tarde se regocijó:

«Porque si bien les causé tristeza con mi carta, no me pesa. Aun cuando me pesó, pues veo que esa carta les causó tristeza, aunque solo por poco tiempo; pero ahora me regocijo, no de que fueron entristecidos, sino de que fueron entristecidos para arrepentimiento; porque fueron entristecidos conforme a la voluntad de Dios, para que no sufrieran pérdida alguna de parte nuestra. Porque la tristeza que es conforme a la voluntad de Dios produce un arrepentimiento que conduce a la salvación, sin dejar pesar; pero la tristeza del mundo produce muerte. Porque miren, ¡qué solicitud ha producido esto en ustedes, esta tristeza piadosa, qué vindicación de ustedes mismos, qué indignación, qué temor, qué gran afecto, qué celo, qué castigo del mal! En todo, ustedes han demostrado ser inocentes en el asunto. Así que, aunque les escribí, no fue por causa del que ofendió, ni por causa del ofendido, sino para que la solicitud de ustedes por nosotros les fuera manifestada delante de Dios» (2 Corintios 7:8-12).

La carta suscitó en ellos un dolor «piadoso» por el pecado cometido o, más literalmente, «conforme a la voluntad de Dios« (1 Co 7:9, 10, 11), lo que quiere decir que era agradable para la mente de Dios o que era un dolor provocado por la convicción de que su pecado había ofendido a Dios y no simplemente a Pablo. Esto contrasta con la «tristeza del mundo» (1 Co 7:10) que se evoca no porque uno haya pecado contra un Dios glorioso y santo, sino simplemente porque uno fue descubierto. La tristeza del mundo es esencialmente autocompasión por haber sido expuesto y haber perdido credibilidad, favor o respeto a los ojos de los hombres. El dolor piadoso ocurre cuando uno considera que el pecado en cuestión ha deshonrado a Dios.

Si los corintios antes habían sido apáticos y deslucidos en su respuesta al apóstol, ahora son fervientes (1 Co 7:11a) en su celo por hacer lo correcto. Si antes habían negado su duplicidad, esta vez estaban ansiosos de «limpiarse» a sí mismos (1 Co 7:11b), no queriendo que sus fracasos reflejaran mal a Cristo y el evangelio. La carta de Pablo, por medio del Espíritu, había encendido una «indignación» (1 Co 7:11c) hacia sí mismos por no defender a Pablo y por haber permitido que la situación se fuera de control (y quizás también contra el impío por la forma en que sus acciones constituían un desafío descarado de la autoridad de Pablo). En resumidas cuentas, fue al inicio una experiencia desagradable para todos los interesados. Pero al final, produjo la cosecha del arrepentimiento, la restauración y el gozo (véase Sam Storms, Una devoción sincera y pura a Cristo: 100 Meditaciones diarias sobre 2 Corintios, 24-28).

En el verdadero arrepentimiento debe haber repudio hacia todos los pecados que se han cometido y se deben tomar medidas prácticas para evitar cualquier cosa que pueda provocar tropiezos (cp. Hch 19, 18-19). Debe haber una decisión deliberada de dar la vuelta y alejarse de todo indicio u olor a pecado (Sal 139:23; Ro 13:14). Si, en nuestro «arrepentimiento», no abandonamos el ambiente en el que nuestro pecado surgió por primera vez y en el que —con toda probabilidad— continuará floreciendo, nuestro arrepentimiento es sospechoso. Debe haber una reforma sentida, es decir, una determinación declarada de buscar la pureza, para hacer lo que agrada a Dios (1 Ts 1:9).

Por qué no nos arrepentimos

Hay muchas razones por las que la gente encuentra difícil arrepentirse. Por ejemplo, Satanás y el sistema mundial nos han llevado a creer la mentira de que nuestro valor o importancia como seres humanos depende de algo más que lo que Cristo ha hecho por nosotros y quiénes somos en Él solamente por fe. Si alguien cree que otras personas tienen el poder de determinar el valor o la importancia de un individuo, siempre seremos reacios a revelar algo sobre nuestra vida interior que pueda hacer que su estima hacia nosotros disminuya.

Por lo tanto, el fracaso para arrepentirse es una forma de idolatría. Negarse a arrepentirse es elevar nuestras propias almas por encima de la gloria de Dios. Es poner un valor más alto a la comodidad percibida del secreto que a la gloria y el honor a Dios. Es decir, «mi seguridad y posición en la comunidad es de mayor valor que el nombre y la fama de Dios. No me arrepiento porque valoro mi propia imagen más que la de Dios».

En resumen, las personas no se arrepienten porque están primordialmente comprometidas con salvar su apariencia. Temen la exposición porque temen al rechazo, a la burla y a la exclusión. Y estas son realidades temerosas solo para aquellos que aún no comprenden lo suficiente que son aceptados, apreciados, valorados e incluidos por Cristo.

Por qué debemos arrepentirnos

La búsqueda sincera y el abrazar fielmente el arrepentimiento nos llevan a la bendición más grande de todas: ¡el perdón! ¡Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión es «perdonada» (Sal 32:1). El pecado de David es como un peso opresivo del que anhela ser aliviado. El perdón levanta la carga de sus hombros. ¡Cuán bienaventurado aquel cuyo pecado es cubierto! (Sal 32:1). Es como si David dijera: «Oh, querido Padre, qué alegría saber que si yo “manifiesto” (32:5) mi pecado y no lo oculto, ¡tú lo harás!». David no quiere decir que su pecado está simplemente oculto a la vista, pero que de alguna manera todavía está presente para condenarlo y derrotarlo. El punto es que Dios ya no lo ve. Lo ha cubierto desde todos los aspectos. Finalmente, bienaventurado es aquel hombre o mujer, joven o viejo, cuyo pecado el Señor no «imputa» o «cuenta» contra ellos (Sal 32:2). No se guarda ningún registro. Dios no es un anotador espiritual para aquellos que buscan su favor perdonador.

Nuestra renuencia a arrepentirnos a menudo puede resultar en disciplina divina. Mientras David reflexionaba sobre su pecado y el tiempo durante el cual guardó silencio, retrata el impacto de su transgresión en términos físicos:

«Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque día y noche tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano» (Salmos 32:3-4).

El problema no era simplemente el pecado que cometió, sino el hecho de que no se arrepintió. Se mantuvo callado acerca de su pecado. Lo suprimió. Lo metió en el fondo, pensando que se había ido para siempre. Ignoró el tirón de su corazón. Negó el dolor en su conciencia. Entumeció su alma ante los persistentes dolores que su convicción de pecado le infligía.

¿Está David simplemente usando síntomas físicos para describir su angustia espiritual? Mientras que eso es posible, sospecho que David estaba sintiendo la peor parte de su pecado también en su cuerpo. Lo que vemos aquí es una ley de vida en el mundo de Dios. Si embotas el pecado, es decir, tratas de negarlo en tu alma, eventualmente se filtrará como ácido y te comerá los huesos. El pecado sin confesar y sin arrepentimiento es como una llaga supurante. Puedes ignorarlo por un tiempo, pero no para siempre.

Los efectos físicos de sus elecciones espirituales son agonizantemente explícitos. Hubo disipación: «mis huesos se estremecen» (cp. Sal 6:2). Había angustia: «Con mi gemir durante todo el día». David se desahogó: «Mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano». Como una planta marchitándose bajo el tórrido sol del desierto, David se secó y tuvo que dejar de reprimir su pecado. En otras palabras, estaba literalmente enfermo debido a su negativa a «estar a cuentas» con Dios. Su cuerpo dolía porque su alma estaba en rebelión. Las decisiones espirituales a menudo tienen consecuencias físicas. Dios simplemente no dejará que sus hijos pequen con impunidad. De hecho, fue la mano de Dios la que yacía fuertemente sobre el corazón de David. Pecar sin sentir el aguijón de la mano disciplinaria de Dios es signo de ilegitimidad.

Nuestra comunión experiencial con Cristo depende siempre de nuestro arrepentimiento sincero y genuino del pecado. Estamos completamente seguros y confiados en nuestra unión eterna con Cristo, debido a la gloriosa gracia de Dios de forma total y exclusiva. Pero nuestra capacidad de disfrutar del fruto de esa unión, nuestra capacidad de sentir, experimentar y descansar satisfechos en todo lo que implica esa unión salvadora se ve muy afectada, ya sea para bien o para mal, por nuestra respuesta en arrepentimiento cuando el Espíritu Santo nos hace conscientes de las maneras en que hemos fallado en honrar y obedecer las demandas de las Escrituras.

El llamado de nuestro Señor al arrepentimiento

En varias ocasiones, Jesús llama a las siete iglesias de Asia Menor a arrepentirse. A la iglesia de Pérgamo, Jesús declaró: «Por tanto, arrepiéntete» (Ap 2:16a). A la iglesia de Sardis, dijo: «Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído; guárdalo y arrepiéntete» (Ap 3:2). A la iglesia de Laodicea: «Yo reprendo y disciplino a todos los que amo. Sé, pues, celoso y arrepiéntete» (Ap 3:19). Las palabras de nuestro Señor a la iglesia en Éfeso son especialmente útiles:

«Pero tengo esto contra ti: que has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de dónde has caído y arrepiéntete, y haz las obras que hiciste al principio. Si no, vendré a ti y quitaré tu candelabro de su lugar, si no te arrepientes» (Apocalipsis 2:4-5).

El arrepentimiento al que Jesús llama a la iglesia implica cesar de un tipo de comportamiento y abrazar otro. Deja de abandonar tu primer amor y «haz las obras que hiciste al principio». Eso es un arrepentimiento genuino. Ser rápido para arrepentirse no es aceptar una vida dominada por la conciencia del pecado. Pero debemos ser conscientes de nuestro pecado precisamente para que la realidad perdonadora, renovadora y refrescante de la gracia de Dios pueda controlar, energizar y potenciar nuestra vida diaria.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Jenny Midence-Garcia.


Este ensayo es parte de la serie Concise Theology (Teología concisa). Todas las opiniones expresadas en este ensayo pertenecen al autor. Este ensayo está disponible gratuitamente bajo la licencia Creative Commons con Attribution-ShareAlike (CC BY-SA 3.0 US), lo que permite a los usuarios compartirlo en otros medios/formatos y adaptar/traducir el contenido siempre que haya un enlace de atribución, indicación de cambios, y se aplique la misma licencia de Creative Commons a ese material. Si estás interesado en traducir nuestro contenido o estás interesado en unirte a nuestra comunidad de traductores, comunícate con nosotros.

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