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Proverbios 20-23 y Romanos 6-7

“Muchos hombres proclaman su propia lealtad,
Pero un hombre digno de confianza, ¿quién lo hallará?”
(Prov. 20:6)

Kenneth L. Lay vivió en la cima del mundo financiero. Con un PhD en economía, él era el CEO de la famosa empresa ENRON, que fue la séptima empresa más grande de los Estados Unidos, y la más grande del mundo en el comercio de energía. El éxito le permitía decir con absoluto orgullo: “Nosotros somos el Microsoft del mundo de la energía”. Su triunfo lo convirtió en un gurú de las finanzas, y su presencia fue demandada en universidades y directorios de grandes empresas. Además, sus contactos le permitían codearse con los más poderosos del mundo, y como figura pública desarrolló una infinidad de obras caritativas.

Sin embargo, su compañía cayó con un gran escándalo al ser declarada en quiebra y descubrirse que la contabilidad estaba adulterada. Existía un tremendo forado financiero que había sido maquillado durante mucho tiempo con premeditación y alevosía. El señor Lay le había mentido a mucha gente que ahora se veía en la calle al haber perdido sus ahorros, pensiones, y trabajos. Los 21,000 empleados de Enron perdieron sus ahorros para retiro porque sus cuentas fueron cambiadas maliciosamente por acciones de la compañía.

Pocos meses antes de la debacle, Lay escribió a sus empleados el siguiente email: “… Nuestro rendimiento nunca ha sido más fuerte; nuestro modelo de negocio nunca ha sido más robusto; nuestro crecimiento nunca ha sido más cierto…”. Mucha gente creyó en sus palabras y ahora está en la ruina. El profesor de la Escuela de Negocios de Stanford, Jeffrey Pfeffer, señala que “la historia de Enron es la historia de un implacable orgullo”. “Mi impresión es que ellos pensaron que lo conocían todo, lo cual es siempre fatal. Nadie lo puede saber todo”, concluye. Lamentablemente, lo peor no es que los líderes de la empresa creyeron saberlo todo, sino que le negaron a los más débiles la posibilidad de saber la verdad que los hubiera salvado.

Ser personas de la verdad no es solo un compromiso para con nosotros, sino también para con aquellos que de alguna manera dependen de nuestra veracidad.

Ser veraces es una obligación y un llamado permanente de parte de Dios para sus hijos. Ser personas de la verdad no es solo un compromiso para con nosotros, sino también para con aquellos que de alguna manera dependen de nuestra veracidad. Por ejemplo, somos llamados a ser veraces con nuestros hijos cuando les hacemos promesas. Debemos ser veraces con nuestros clientes que esperan un producto o servicio de calidad. Debemos considerar la veracidad personal como una deuda innegociable para con los que nos rodean. Sin embargo, podemos caer en la tentación de ocultar la verdad a los demás por miedo, negligencia, o simple interés personal. ¿Cómo podemos llegar a ser personas veraces? En la lectura de hoy podemos encontrar por lo menos tres cosas que debemos evitar:

1. No engañemos a nadie con la calidad de nuestro trabajo y productividad. No podemos llegar a ser lo que debemos ser mientras malgastamos el tiempo que el Señor nos concede. ¿Qué promueve en nosotros la falta de verdad en nuestros trabajos?

  • La indisposición al sacrificio: “Desde el otoño, el perezoso no ara, Así que pide durante la cosecha, pero no hay nada” (Prov. 20:4).
  • Mayor deseo por el descanso que por el esfuerzo: “No ames el sueño, no sea que te empobrezcas; Abre tus ojos y te saciarás de pan” (Prov. 20:13).
  • El autoengaño que nos hace producir miedos falsos y cobardía: “El perezoso dice: ‘Hay un león afuera; Seré muerto en las calles’” (Prov. 22.13).

Dios desea que mostremos solicitud en todo lo que emprendamos. El trabajo esforzado y consciente siempre rendirá sus frutos: “¿Has visto un hombre diestro en su trabajo? Estará delante de los reyes; No estará delante de hombres sin importancia” (Prov. 22:29).

2. No nos engañemos tratando de vivir de una manera que no nos corresponde. El sistema consumista imperante hace que perdamos de vista las proporciones en cuanto al significado y la razón de ser de las cosas materiales en nuestras vidas. Vivir engañados y alejados de la verdad, es convertirnos en consumidores irrefrenables, esclavizados a objetos sin vida, que ya habrán pasado de moda antes de que los aprovechemos. ¿Qué debemos considerar para poder sortear este peligro?

  • Ser pacientes en nuestros apetitos materialistas, evitando el despilfarro y los altos niveles de endeudamiento: “La herencia adquirida de prisa al principio, No será bendecida al final” (Prov. 20:21).
  • No confundir el simple poseer con el desmedido apetito por tener cosas: “Los proyectos del diligente ciertamente son ventaja, Pero todo el que se apresura, ciertamente llega a la pobreza” (Prov. 21:5).
  • Entender que no prosperará el que consume solo para el placer y el lujo: “El que ama el placer será pobre; El que ama el vino y los ungüentos no se enriquecerá… No estés con los bebedores de vino, Ni con los comilones de carne, Porque el borracho y el glotón se empobrecerán, Y la vagancia se vestirá de harapos” (Prov. 21:17; 23:20-21).
  • Saber que para gozar de algo mañana, primero tenemos que aprender a controlarlo hoy: “Tesoro precioso y aceite hay en la casa del sabio, Pero el necio todo lo disipa” (Prov. 21:20).

3. No engañemos a nuestro prójimo con una insensible falta de solidaridad. El consejo es claro: “El que cierra su oído al clamor del pobre, También él clamará y no recibirá respuesta” (Prov. 21:13). Ser veraces no solo significa tener los ojos abiertos a mi necesidad, sino poder ver también lo que está pasando alrededor nuestro.

Tratar a los demás con la misma medida con la que deseamos ser medidos también es una señal de verdad: “El hacer justicia y derecho Es más deseado por el Señor que el sacrificio” (Prov. 21:3). La verdad y la justicia siempre irán de la mano: “Pesas desiguales son abominación al Señor, Y no está bien usar una balanza falsa… No robes al pobre, porque es pobre, Ni aplastes al afligido en la puerta; Porque el Señor defenderá su causa Y quitará la vida de los que los despojan” (Prov. 20:23; 22:22-23).

Sobre todo, recordemos que la realidad del evangelio es la exaltación de la verdad en toda su majestad. La proclamación de la verdad de las Buenas Noticias incluye la devastadora información de nuestra condición de pecado y nuestra separación de Dios. Lo bueno es que el Señor no se negó a ocultarnos esta terrible verdad ni tampoco “dorarnos la píldora” con promesas falsas sin sentido. La veracidad de Dios requería mostrar nuestra realidad en toda su dimensión.

Aunque la primera parte de esa verdad innegable es dolorosa y hasta inaceptable para algunos, sin embargo, la verdad de Dios no termina en oscuridad, sino en la luz poderosa que vence esa oscuridad de pecado y engaño. La segunda parte de esa gran verdad nos habla de las buenas noticias de la salvación a través de la inmensa obra perfecta de Jesucristo en la cruz del calvario.

La veracidad del evangelio nos obliga a ser veraces en nuestra manera de vivir.

La veracidad del evangelio, entonces, nos obliga a ser veraces en nuestra manera de vivir, tal como lo ilustra Pablo de forma magistral cuando se pregunta, “¿Qué diremos entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde? ¡De ninguna modo! Nosotros que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Ro. 6:1-2).

Este pasaje quiere decir que hemos tomado la decisión de ser veraces empezando por nosotros mismos, al no solo hablar la verdad a los demás, sino creer la verdad del evangelio y su poder en nuestras vidas. Solo la verdad nos hará libres, y esa verdad es Jesús mismo. Soy un gran pecador, es cierto, pero más grande es mi Salvador. Solo con esos dos componentes puedo ser veraz por completo para mí mismo y delante de los demás.

Esto no es un intento de implantar una vieja moralidad caduca. Es tener el sentido común que oriente nuestras vidas hacia la felicidad plena y duradera… y no solo la nuestra, sino también la de aquellos que nos rodean. La verdad es algo que debemos adquirir pronto. “Compra la verdad y no la vendas…” (Prov. 23:23).


Imagen: Lightstock.
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