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Job 6 – 10 y Lucas 7 – 8

Por tanto, no refrenaré mi boca;
Hablaré en la angustia de mi espíritu,
Me quejaré con la amargura de mi alma.
(Job 7:11)

Nunca olvidaré la historia de Eva Sánchez. Esta mujer estuvo hace varios años atrás en las portadas de los diarios chilenos luego de salir libre de cargos después de haber estado tres años y medio en la cárcel. Ella fue inculpada por la muerte de su pequeño hijo Javier, un bebé que murió como consecuencia de los golpes que le propinó el conviviente de Eva.

Al principio, los mismos tribunales de justicia no dudaron de su culpabilidad. También los medios de comunicación descargaron su furia mediática contra la supuesta madre desnaturalizada. Eva incluso fue sometida a toda clase de vejámenes por las otras reas, quienes la castigaron por su supuesta maldad maternal, mientras estuvo en la cárcel. Nadie creyó en su inocencia por más de año y medio, toda una eternidad para Eva. En una entrevista le preguntaron: “¿Qué sentías?”, a lo que ella contesta: “Impotencia, rabia… quería gritar, salir de ahí. Quería que la gente no se dejara llevar por la prensa. Por un año no hablé con Dios, no le dirigí la palabra”.

Cuando la angustia toma posesión del corazón, el lenguaje del alma se convierte en un grito de desesperación. A una persona atormentada por circunstancias extremas no se le puede pedir que articule con palabras y buen sentido los sentimientos que se agolpan en su alma. Muchas veces tendemos a juzgar mal a una persona porque no puede articular o explicar lo que le está pasando, y menospreciamos sus sentimientos en razón de la pobreza o aparente subjetividad de sus argumentos. ¡Esto es un tremendo error! El patriarca Job lo expresa con mucha claridad y sentimiento cuando dice, “¿Piensan censurar mis palabras, cuando las palabras del desesperado se las lleva el viento?” (Job 6:26).

La desesperación del alma siempre mina las pocas fortalezas del ser humano. La gente desesperada no comparte su dolor con palabras, pero igual lo manifiesta con un grito gutural que sale desde las profundidades del alma herida.

¿Cómo poder entender lo que un grito desesperado intenta decir? En primer lugar, debemos tener mucho respeto por la vida y el dolor humano. No hay dolores mayores y menores, no hay dramas grandes y chicos ni tampoco comparables. Cada persona vive su propia experiencia dolorosa como única. Por eso, ningún grito desesperado puede desestimarse o subestimarse. Job trata de explicarles así su drama a sus amigos: “¿Acaso rebuzna el asno montés junto a su hierba, O muge el buey junto a su forraje?” (Job 6:5). Si grito es porque algo me falta, porque algo me duele, porque hay algo que no entiendo, pareciera decir Job. Debemos ser sensibles al dolor humano desde su fuente, carencia y sentimiento, y no solo desde nuestra percepción u opinión que es ajena a la realidad misma del que verdaderamente está sufriendo.

El grito desesperado del ser humano moderno también es consecuencia de la falta de trascendencia. El hombre y la mujer posmoderno han sucumbido a las delicadezas de la satisfacción material temporal mientras su alma sigue gritando como una alarma imposible de ser acallada. Las dolorosas preguntas de Job siguen siendo muy pertinentes a nuestro tiempo: “¿Cuál es mi fuerza, para que yo espere, Y cuál es mi fin, para que yo resista?” (Job 6:11). La desesperación del mundo contemporáneo radica en no saber en dónde encontrar la fuente de energía sostenible y confiable que le entregue la fuerza al alma para enfrentar los embates de la vida. Pero no solo es fuerza temporal lo que se necesita porque el ansia del alma va más allá. Lo que busca es encontrar la razón para vivir en una sociedad donde todo es efímero, pasajero y cambiante… aun nosotros mismos.

Nuestro Señor Jesucristo supo escuchar y entender a cabalidad el grito desesperado del alma. Por ejemplo, un día mientras cenaba en la casa de un prominente religioso de su tiempo, fue interrumpido por una mujer que entró abruptamente y sin invitación al lugar del agasajo. Rompiendo con todos los protocolos y las reglas culturales de urbanidad, ella, sin mediar palabras, abrió un frasco de un perfume carísimo “y poniéndose detrás de El a Sus pies, llorando, comenzó a regar Sus pies con lágrimas y los secaba con los cabellos de su cabeza, besaba Sus pies y los ungía con el perfume” (Lc. 7:38). Era un acto desesperado, un grito del alma que sólo Jesús pudo entender.

Simón, el dueño de la casa, visiblemente molesto, cuestionó la actitud de la mujer y, más aún, la supuesta falta de entendimiento de lo “incómodo” de la situación por parte de Jesús. Sin embargo, lo que nuestro Señor hizo fue atender el grito desesperado de esta mujer sin tener reparo alguno, así como un médico no cuestionaría el atender a una persona accidentada que grita de dolor y se retuerce hasta impedir que él pueda hacer su trabajo con calma.

En los capítulos de nuestra reflexión de hoy podemos ver cómo Jesús pudo oír los gritos desesperados de la gente que le rodeaba. Supo oír al centurión, quién gritaba diplomáticamente por la sanidad de su siervo querido. Supo percibir a la viuda de Naín, quién lloraba silenciosa y sin esperanza por la muerte de su único hijo. También permitió la manifestación desesperada de la mujer que se tiró a sus pies. A cada uno de ellos, el Señor les concedió las peticiones de sus corazones: El centurión vio la sanidad de su siervo, la viuda volvió a tener a su hijo entre sus brazos, y la mujer pudo irse de la casa en completa paz.

Jesucristo puede entender el grito desesperado del alma porque Él vino a buscar y a salvar a todos los que ya están derrotados en sus propios fracasos, enredados en sus propias maldades y ahogados en su propia turbiedad. La mujer se fue en paz porque Jesús pudo darle algo que nadie más podía darle en todo el universo. Ella no lo pidió con palabras, pero Jesús sabía lo que necesitaba. Él le dijo a ella, “Tus pecados te son perdonados” (Lc. 7:48). El grito desesperado del alma es producto de que nuestros fracasos nos han separado del Creador, nuestro buen Dios. No podemos volver a Él por nosotros mismos, pero no todo está perdido. Jesucristo, el Hijo de Dios, vino por nosotros y pagó el precio para cambiar la desesperación del alma por el gozo del espíritu, volviendo a tener PAZ CON DIOS.  

¿Tienes un nudo en la garganta que no puedes desenredar? ¿Hay algún dolor que te atormenta y que eres incapaz de explicar? No dudes en ir a Jesús… Él es el único experto en entender los gritos desesperados y resolver los conflictos del alma.

Foto: Lightstock.
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