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Mi esposo y yo hemos tenido mascotas desde el principio de nuestro matrimonio. Nuestra primera perrita fue una chihuahuita llamada Susy, quien aunque ya es muy viejita, al momento de escribir estas palabras todavía está con nosotros.

Resulta que un día me encontraba preparando la cena y algo de lo que estaba cocinando cayó entre la estufa y la pared. Sin dudarlo un segundo, Susy, mi aspiradora personalizada, fue a tratar de comerse lo que se había caído y se metió en un espacio del que ya no pudo salir.

Al verla desesperada tratando de salir, traté de ayudarla. Se me ocurrió la no tan increíble idea de jalarla, pero no pude liberarla ya que estaba atascada. En medio de mi angustia, llamé a mi esposo, quien tuvo una idea mucho más inteligente y lógica que la mía: mover la estufa hacia el otro lado.

En mi angustia había olvidado lo que resultaba elemental y lo único que lograría ayudar a mi perrita. Así como me ocurrió con Susy, nos pasa que, en medio de nuestra desesperación por dejar atrás nuestro pecado o salir de las temporadas de desierto espiritual, terminamos olvidando lo esencial: necesitamos volver a Dios.

El hijo que se marchó

En el Evangelio de Lucas encontramos una historia que probablemente has escuchado: la parábola del hijo pródigo (Lc 15:11-32). En ella Jesús explica cómo nos recibe el Padre celestial cuando volvemos a Él tras haber pecado. Permíteme empezar a contarla con mis propias palabras.

Nuestro Dios es Aquel que nos ama y que en medio de nuestros pecados espera que volvamos a Él

Un hombre tenía dos hijos, pero el menor decidió que quería la herencia que le correspondía y su padre se la dió. Entonces este tomó todo y se fue a tierras lejanas, donde malgastó sus bienes viviendo perdidamente. Cuando se gastó todo, llegó una gran hambruna y comenzó a pasar hambre. Así que terminó apacentando cerdos y deseando comer de las algarrobas que estos comían. En medio de su gran necesidad, el hijo volvió en sí y recordó cuán bendecidos eran aquellos que servían a su padre, por lo que decidió volver a él, reconociendo que no era digno de llamarse su hijo.

Entonces viene lo hermoso de la historia:

Levantándose, fue a su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión por él, y corrió, se echó sobre su cuello y lo besó. Y el hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus siervos: «Pronto; traigan la mejor ropa y vístanlo; pónganle un anillo en su mano y sandalias en los pies. Traigan el becerro engordado, mátenlo, y comamos y regocijémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado». Y comenzaron a regocijarse» (vv. 20-24).

Delante de Dios, todas nosotras somos como este hijo, pues decidimos tomar nuestra «herencia terrenal» —todo lo que el Señor nos ha dado— y usarlo para gastarlo en nosotras mismas, priorizando otras cosas en lugar de Dios. Al final, terminamos secas, porque nada fuera de Él puede saciarnos.

De regreso a casa

En esta parábola vemos cómo el hijo menor decidió regresar a su padre, pero no para buscar más dinero y volver a su vida egoísta y gastarlo en sus placeres. El pasaje nos dice que el hijo volvió en sí. Esto quiere decir que se dio cuenta de lo que había hecho, pudo percibir la realidad de sus pecados y decidió regresar arrepentido, reconociendo que lo había perdido todo y en realidad no merecía nada.

El hijo tenía el plan de volver para convertirse en uno de los sirvientes de su padre, ya que no se consideraba digno de regresar como su hijo. Sin embargo, el plan del padre era completamente distinto. Aunque quizás ya era un hombre mayor, aún así decidió recoger su túnica, poner sus piernas en movimiento y salir corriendo a encontrarse con su hijo para abrazarlo y besarlo. El padre cubrió los harapos y la pobreza de su hijo con su propia ropa de honor, pues seguramente le dio una de sus propias túnicas.

Nuestro Dios nunca nos pierde de vista. Cuando nos ve regresando, siente una profunda compasión por nosotros y nos sale al encuentro

¡Qué gloriosa esperanza nos provee esta historia, pues el padre es una figura de nuestro Dios misericordioso! Aquel que nos ama y que en medio de nuestros pecados espera que volvamos a Él. Nos invita a acercarnos y, al hacerlo, se acerca a nosotros (Stg 4:8). Nuestro Dios nunca nos pierde de vista. Cuando nos ve regresando, de nuestro vagar por el mundo alejado de Él, siente una profunda compasión por nosotros y nos sale al encuentro.

Un lugar de gracia

El amor y la gracia de Dios en Cristo son suficientes para perdonar cualquier pecado que hayamos cometido, cualquier cosa que nos haya mantenido lejos de Él. No importa si es una infidelidad, si has estado envuelta en mentiras o engañando a otros, si te has mantenido enredada en pecados de fornicación o si has permanecido ensimismada en la vanidad de tu propia apariencia.

El hijo menor sabía que en la casa de su padre encontraría comida de sobra, pero al regresar también aprendió que su padre tenía suficiente gracia para cubrir sus pecados. Esto nos dice que no hay mal alguno que el gran amor de nuestro Padre no pueda cubrir en Cristo. No hay pecado que Su gran misericordia no pueda alcanzar y perdonar, porque Jesucristo pagó por todos nuestros pecados en la cruz del Calvario.

Volver a Dios es lo que necesitamos hacer cuando hemos estado alejadas, envueltas en nuestro pecado. Podemos hacerlo porque en Jesús tenemos la garantía de que Él no esconde Su rostro de nosotras y jamás echará fuera a todo aquel que se acerque a Él (Jn 6:37).

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