Viví con mi padre, mi tío y mi abuela durante toda mi infancia. Solo visitaba a mi madre algunos fines de semana. Debido a esta situación, pasé una cantidad significativa de tiempo con mi abuela, quien ejerció un rol materno conmigo y me crió según sus fuertes raíces católicas. Yo creía en Dios. Recuerdo haber asistido a misa algunas veces y tener una idea vaga de que para llegar al cielo debía hacer buenas obras.
Mi padre me encontró llorando una noche, aparentemente sin razón. Cuando me preguntó qué sucedía, le respondí: «Lloro porque sé que algún día me voy a morir». Se limitó a guardar silencio. Sin embargo, Dios trataría con mi inquietud y cambiaría mi llanto en gozo años más tarde.
Una búsqueda espiritual
Cuando entré en la preadolescencia fui a vivir con mi madre, quien se encontraba en una especie de búsqueda espiritual. Al poco tiempo nos enteramos de una noticia que resultó ser algo devastadora: mis abuelos, ya fallecidos, no eran padres biológicos de mi madre, sino adoptivos. La noticia nos causó confusión y reforzó la búsqueda espiritual de mi madre. Eran muchos los cambios en mi vida que me hacían sentir desorientado.
Eventualmente, ella comenzó a asistir algunos domingos a una iglesia bautista justo enfrente de nuestro departamento. Solía invitarme pero yo no tenía intenciones de acompañarla, pues esta búsqueda espiritual chocaba con el trasfondo católico en el que había sido criado. Me importaba mucho no traicionar la educación que había recibido de mi abuela con tanta dedicación.
Pero un día decidí aceptar la invitación. El primer domingo que asistí a la iglesia tuve que ir solo, pues a mi madre le tocaba turno en el trabajo. Ingresé con timidez al salón donde el pastor me estaba esperando para llevarme a la escuela bíblica.
Me impactó la bondad y el amor de las personas (¡y que el pastor estuviera casado! No sabía que podían hacerlo). Todos eran muy atentos y agradables. Sin duda, eran las primeras muestras del amor de Dios haciéndose presente en mi vida a través de aquellas personas. Después de ese día, no pude dejar de ir. Me asomaba por la ventana de mi departamento para ver si llegaba gente a la iglesia y cruzaba la calle corriendo para ir a saludarlos.
El significado de la cruz
Dos domingos después, la maestra de la escuela bíblica mostró una lámina que describía el cielo: la presencia de Dios, las calles de oro; un lugar sin llanto ni dolor. Si queríamos estar allí, simplemente teníamos que recibir el regalo de Dios.
Hasta ese momento, yo entendía que debía ganarme el cielo a través de un comportamiento intachable. Así me habían enseñado. Pero este mensaje era totalmente nuevo: Cristo murió por mí en una cruz para perdonar mis pecados y darme entrada al cielo. De repente, aquella cruz que tantas veces había visto en crucifijos y rosarios, comenzaba a tener un sentido diferente.
La maestra hizo un llamado a aquellos que quisieran recibir aquel regalo. En medio de las confusiones que atravesaba en mi vida, sentí que no podía pasar un segundo más sin tener a Cristo. Levanté la mano con total seguridad. Quería ser perdonado y quería ir a los pies de Jesús.
Me surgió una pregunta algunas semanas después: ¿por qué Jesús fue a la cruz si no era culpable? La inquietud por obtener una respuesta me abrumaba y recuerdo haber pasado varios días con aquella duda en mente.
Le conté mi inquietud a un amigo de la iglesia. Él me explicó que Jesús estaba muriendo por mis pecados para pagar mi deuda con Dios (Ro 3:23-25). Por lo tanto, necesitaba reconocer mi culpa, arrepentirme y pedir perdón, aceptando el sacrificio de Cristo a mi favor. En ese momento terminé de comprender el significado de la cruz.
El Señor cambió mi vida desde entonces: mi realidad, mis motivaciones y mis relaciones; todo cambió para mí. Él me ha preservado y hoy llevo veinte años siendo miembro en la misma iglesia donde conocí el evangelio. Por Su gracia, también conocí a mi esposa allí y hemos formado nuestro hogar. La fidelidad del Señor ha sido abrumadora a través de los años.
Sin embargo, a veces mi propia persona va en contra de Sus principios haciendo que deba volver al mismo evangelio que escuché con solo once años. En este lado de la eternidad, siempre seré ese niño que tendrá que levantar la mano cada día al Señor para decirle: «Te necesito porque soy pecador», y dejarme guiar por Su amor redentor.