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«Que todos vean lo buena que soy… o por lo menos, que lo crean». Esta frase se convirtió en el motor de mi vida durante muchos años. Todo cambió cuando comprendí que no era tan justa como creía.

Mi niñez y gran parte de mi adolescencia estuvieron caracterizadas por mantener una apariencia de rectitud y un fuerte deseo de ser vista como una buena persona. Mostraba un sentido de superioridad en mi hogar y en el colegio, por lo que los reconocimientos no podían faltar. Quería ser conocida como «la que hace todo bien».

Este sentido de justicia propia no solo era ante los demás. Sabía que Dios existía y en mi arrogancia pensaba que también podía y debía ganarme Su aprobación. Pensaba que mi apariencia de piedad y manera de actuar me pondría en paz con Él.

Pero la realidad es que toda esa justicia que pensaba tener era solo apariencia. Mi corazón estaba tan lleno de orgullo que no me daba cuenta de cómo trataba de manera hostil, por ejemplo, incluso a mi familia. Tampoco me daba cuenta de las cosas que estaba dispuesta a hacer con tal de ganar la aprobación de los demás.

Mi orgullo me estaba destruyendo y también estaba perjudicando a todos a mi alrededor. Pero un día, Dios abrió mis ojos a la realidad de quién es Él y quién era yo.

Jesús el justo

Tuve la oportunidad de estudiar durante mi adolescencia en un colegio con una directora cristiana. Ella predicaba el evangelio todo el tiempo y se preocupaba por la condición espiritual de sus alumnos. Aquella mujer amaba al Señor y Su palabra, era algo evidente para todos los que estábamos a su alrededor.

Esta directora organizó una actividad en la que invitó a unos ex-alumnos cristianos a compartir sus testimonios. Cada uno de ellos habló de lo que Dios había hecho en sus vidas y de cómo fueron transformados por el poder de un Dios a quien yo decía conocer.

Bendito sea Jesús que nos ama tal como somos. Que nos llama y promete que no echará fuera a ninguno que se acerque a Él

Mientras ellos hablaban, en mi mente se produjo una especie de cortocircuito al ver la diferencia entre lo justa que me veía a mí misma y la condición de pecado con que ellos se reconocían a sí mismos. Incluso nos aseguraban que esa era también nuestra condición. En medio de mi confusión, uno de ellos leyó:

No hay justo, ni aun uno;
No hay quien entienda,
No hay quien busque a Dios.
Todos se han desviado, a una se hicieron inútiles;
No hay quien haga lo bueno,
No hay ni siquiera uno (Ro 3:10-12).

Mientras escuchaba estas palabras sentí como si cayeran escamas de mis ojos y pude ver con claridad la realidad de mi corazón. Me di cuenta de lo pecadora que era y de cuánto necesitaba a Jesús como mi Salvador, porque yo misma no podía salvarme. Me arrepentí entre lágrimas de mi orgullo, mi sentido de justicia propia y mi temor al hombre, mientras la gracia de Jesús me abrazaba y cubría cada uno de mis pecados.

Desde ese día se encendió en mí un enorme deseo por conocerle. Quería entender quién era ese Jesús que sí hizo todo bien y me amó siendo tan pecadora. 

Bendito sea Jesús

Con el paso de los años pude ver el cambio que Jesús propició en mi vida. Aún me sigue perdonando cada vez que mi orgullo quiere dirigir mi corazón y quitar mi mirada de Aquel que es verdaderamente justo. Pero también ha transformado muchas áreas de mi vida que ahora buscan darle la gloria a Dios en obediencia a Su Palabra.

Bendito sea Jesús que nos ama tal como somos, nos llama y promete que no echará fuera a ninguno que se acerque a Él (Jn 6:37). Bendito sea Jesús que en Su gran amor nos perdona y nos cambia a través de Su obra en la cruz.

Cristo ha hecho todo bien y hoy puedo descansar en Él.

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