¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

La alabanza inició. Mis ojos estaban cerrados tratando de encontrar sentido a mi vida, de inyectarle pasión a mi alabanza. Las palabras de la segunda canción simplemente me destruyeron, me callaron para escuchar y después cantar con una sinceridad que no conocía: 

Él es capaz de revivir
y de salvar al pecador.
Espero en mi redentor:
Cristo, solo Cristo.

Santo, poderoso Dios.
Ángeles te adoran;
Junto a ellos me humillo
ante Cristo, solo Cristo.

Merecedor, de adoración;
Tu nombre es altísimo.
Eres SEÑOR, yo admirador.
Cristo, solo Cristo.

Dentro de mí, dije: «Eso soy Señor: una admiradora que por gracia puede adorarte por tu redención». Apenas había terminado el pensamiento cuando el pastor dijo: «Alaba a tu Señor, que te ha escogido para la alabanza de Su gloria».

No puedo explicar la convicción que vino a mi corazón al pensar en las palabras «te ha escogido». Continué reflexionando: Este es un acto hecho, no por mis obras buenas o malas, no por mis esfuerzos en verme como una buena cristiana, no por los sacrificios hechos a otros, no por nada que hice, dejé de hacer o me hicieron sin pedirme permiso.

¡Él me escogió! ¡Qué buenas noticias fueron para mí! Al recordar este momento, se acongoja mi corazón. Jamás había sido escogida por alguien. En el colegio no era popular, sino que pasaba desapercibida. Además, era la nerd con quien no muchas querían estar (excepto para pedir copia de mis tareas). 

En mi casa había muchos problemas entre mis papás que ellos descargaban sobre mí. «¿Para qué me trajeron al mundo?», solía pensar con frecuencia. Uno de mis padres, en su desesperación, me dijo una vez: «Eres la cruz que no escogí, pero estoy dispuesta a llevar». Crecí en un hogar que hacía mucho énfasis en lo correcto, en recibir amor por portarte bien y no ser conformista, sino superarte a como dé lugar. 

Naturalmente, mis padres me presentaron a un Dios similar a ellos. Una noche soñé que el Cristo que veía en una cruz se bajaba para regañarme porque me robé un borrador que no me quisieron comprar. En vez de reconocer que robar no estuvo bien y arrepentirme, lo primero que pensé fue que Dios no puede amarme si me comporto tan mal. Llegó el momento en que, por el cansancio de no poder complacer a nadie, mucho menos a Dios, le dije con soberbia: «Hasta aquí llegué contigo, no creo que existas».

Mientras lo escribo, casi puedo ver a mi amada mamá persignarse por tal sacrilegio. Es increíble recordar el camino por el que Dios me llevó para despertarme y hacerme entender que la vida no trata sobre mí. Quedé embarazada muy joven y me casé casi inmediatamente, para evitar el «qué dirán». Eso alimentó casi imperceptiblemente el pensamiento de que mi esposo no me escogió, sino que se tuvo que casar conmigo. Trasladé esa idea a todo y a todos. Incluso llegué a pensar que mis hijos estaban obligados a quererme porque ellos no me escogieron como su mamá. 

¡Por cuánto tiempo me envolvieron esos temores! Ahora puedes ver por qué la verdad de la alabanza que cantamos ese domingo en la iglesia realmente me liberó. Por muchos años previos a esa reunión de adoración, me creía cristiana. Era evidente que Dios había empezado a llamarme durante mis primeros años de matrimonio, envió personas que me hablaron de Él; experimenté situaciones tan difíciles en las que solo Alguien poderoso fuera de mí podía ayudarme. Sin embargo, vivía un cristianismo moral, esperando hacer y lograr lo suficiente para ser escogida por Dios.

¡Gloria a Dios porque estaba tan equivocada! Dios me escogió sin hacer nada para merecerlo. Esta verdad todavía me estremece cuando caigo en viejos hábitos, y pronto me despierta a regresar a Él: «Porque Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo» (Ef 1:4). 

Si Dios no me rechazó, tampoco te rechazará a ti. ¡Ven a Él!

Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando