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Él era un hombre temeroso de Dios. También era mi mejor amigo. El tiempo pasaba volando cuando conversábamos sobre la Biblia y otros libros. Recuerdo que camino a la universidad, mi mente divagaba en la misma pregunta una y otra vez: Si cualquier persona en el mundo pudiera subirse en el autobús y charlar contigo un rato, ¿a quién elegirías? La respuesta siempre era él.

Cuando me dijo que quería casarse conmigo, yo estaba lista para decir «sí».

No somos extravagantes, así que calculamos que todo estaría listo en unos tres meses. No teníamos idea de la aventura que nos esperaba antes de estar frente a frente en el altar.

¿Qué voz escucharás?

Ni Uriel ni yo éramos fanáticos de usar el «Dios me dijo», a pesar de haber crecido en una iglesia donde se utilizaba con demasiada ligereza. Pero estábamos convencidos de que la voluntad de Dios era que nos casáramos. El problema era que no todos compartían esa convicción.

Nos encontrábamos en una encrucijada. Personas importantes en nuestras vidas decían «sí». Personas importantes en nuestras vidas decían «no». Personas importantes en nuestras vidas decían «no hasta que los que dicen “no” digan que “sí”».

Yo estaba mareada.

Así pasaron los meses. Reunión tras reunión, escuchando el consejo de las personas que más amábamos y respondiendo a sus inquietudes. Oramos por claridad, pero parecía que no vendría en forma de consenso. La convicción seguía firme en nuestros corazones: casarnos. Las voces de nuestro alrededor decían de todo, lo que no ayudaba en nada.

Uriel fue paciente. Él sabía que no teníamos que «pedir permiso» a nadie. Éramos adultos y estábamos listos para iniciar nuestra vida juntos. Pero yo quería que todo el mundo nos celebrara a cada paso del camino. Era mi manera de asegurar que no estábamos dando ni un paso en falso.

En medio de esa tormenta, salí a tomar café con una amiga. «¿Estás segura de que es la voluntad de Dios que se casen? vacilósi realmente fuera Su voluntad, las cosas no serían tan difíciles».

Si el Señor me llama a hacer algo, obedeceré sin afanarme por lo que dirán las demás personas; a quien debo temer es a mi Dios

La miré fijamente y no dije nada. Mi mente se llenó de escenas bíblicas que refutaban su razonamiento: Pablo naufragando y azotado por predicar el evangelio, Job postrado sin decir una palabra mientras todo el mundo intentaba explicar sus aflicciones, José encarcelado por el pecado que otros cometieron en su contra.

Dios jamás prometió que andar en Su voluntad sería fácil.

Ríndete

Yo esperaba que, si me esforzaba y oraba lo suficiente, de alguna forma podría lograr que otros vieran lo que yo veía con tanta claridad. Podría lograr que todos estuvieran contentos conmigo. Todos aplaudirían mis decisiones; me mirarían con agrado.

Era como decirle a Dios: «Espera, déjame agradar a todo el mundo y entonces te podré agradar a Ti».

Así resistí mucho tiempo… hasta que me rendí en un instante. «¿Qué estoy haciendo? Vamos a casarnos», afirmé con convicción. Fue como soltar cadenas que yo misma había forjado a mis brazos. Pasé meses y meses siendo jalada de un lado a otro, hasta que simplemente lo dejé ir. Dejé ir el temor al hombre.

¿Esta libertad significa que no escucharé la voz de los que me rodean? Por supuesto que no. Quiero escuchar el consejo sabio, honrar a mis autoridades, examinar mi corazón y pedir a Dios que exponga mi pecado. Quiero arrepentirme cuando falle y buscar andar en justicia.

Lo que esta libertad significa es que si el Señor me llama a hacer algo, obedeceré sin afanarme por lo que dirán las demás personas; a quien debo temer es a mi Dios.

Como podrás imaginar, el temor al hombre no se ha ido por completo. Todavía asoma su fea cabeza en mi trabajo y en la vida cotidiana («¿qué pensarán de mi artículo sobre el temor al hombre?»). Lo que se ha evaporado es el delirio de que es posible agradar a todo el mundo. 

Cuando el temor al hombre empieza a guiar mis decisiones, puedo verme como lo que soy: una necia que niega la realidad. Antes estaba plenamente convencida de que si me esforzaba lo suficiente podría tener contenta a todo el mundo. Ahora tengo claro que, incluso si el mundo entero me aborrece, jamás estaré sola: «Si el mundo los odia, sepan que me ha odiado a Mí antes que a ustedes» (Jn 15:18).

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