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«Estaba leyendo en la Biblia que…», dije, cuando una mujer interrumpió. «Eso no es así, mejor pregúntale al Espíritu Santo; la letra sola mata», dijo con un gesto de desaprobación. Yo solo respondí con un rostro afligido, mientras ella «echaba fuera» todo espíritu de confusión.

Conversaciones como estas me desalentaron a leer la Biblia. Sí, porque la verdad es que hasta entonces no leía mi Biblia.

Por mucho tiempo creí la mentira de que el evangelio solo era un pase de entrada al cielo; luego, todo se trataba de lo que yo pudiera lograr y obtener. Yo era la encargada de mi destino y Dios mi acompañante; después de todo, «Él solo quiere cosas buenas para mí». También creía que los hijos de Dios triunfan, no se enferman, no sufren y deben tener fe en las palabras que pronuncian, como si se tratasen de conjuros.

Nada más lejos de la verdad. Mi vida parecía un hermoso traje de vitrina vestido por un frío maniquí. No había pasión por Dios ni Su verdad, sino codicia por lo que podía obtener de Él. Su Palabra era para mí como un horóscopo; como un mapa para obtener aquello que me haría ver bien, según mi propia percepción.

Pero aquel día, gracias a esa conversación, dije: «¡Ya no más! Si Dios es real, quiero conocerlo de verdad». Me senté, tomé mi Biblia y la empecé a leer con esa intención, por primera vez en mi vida. Dios, en Su gracia, no inició respondiendo todos mis interrogantes para que no me llenara de mera información, sino que primero me mostró mi corazón.

Yo vivía para mí y pretendía que otros vivieran para mí. Me esforzaba mucho, pero no veía resultados. No estaba agradecida por lo que tenía. Echaba la culpa sobre los demás; sentía que no me comprendían, no se ponían en mi lugar. Incluso culpaba a mi esposo, ¡cómo no podía ver el daño que me hacía!

Así estaba mi corazón por dentro, mientras que por fuera levantaba las manos y participaba en todas las actividades que se realizaban de lunes a domingo en la iglesia, reprendiendo a Satanás y tomando los sueños proféticos como Palabra de Dios, a la par de la Biblia. Me quedaba hasta tarde limpiando la iglesia porque «la casa del Señor no puede estar sucia». Estaba presa de las apariencias.

El principal problema no estaba afuera; no era Satanás, ni mi esposo, ni mis hijos, ni mi pasado; era ese «viejo hombre» dentro de mí, amargado y ensimismado, llamado pecado. Cuando me sumergí en mi Biblia, caí sobre mis rodillas para implorar perdón porque estaba muy confundida. 

Las famosas palabras de Job vibraron en mi ser: «He sabido de Tí solo de oídas, pero ahora mis ojos te ven. Por eso me retracto, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:5). Dios, en Su gracia, usó este pasaje en mi vida:

Si en verdad lo oyeron y han sido enseñados en Él, conforme a la verdad que hay en Jesús, que en cuanto a la anterior manera de vivir, ustedes se despojen del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos, y que sean renovados en el espíritu de su mente, y se vistan del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4:21-24).

Ahora estoy en este proceso diario de despojarme de ese viejo hombre que se corrompe, para renovar mi entendimiento en las Escrituras y vestirme del nuevo hombre que se parece a Dios, según Su obra de santificación y justificación

Su gracia me mostró mi suciedad y Su misericordia la barrió. Bendito Espíritu Santo que ha hecho una obra santificadora en mi vida y la sigue haciendo porque Él es fiel. Su verdad en la Biblia me trajo libertad para buscar la santidad y para conocer a Cristo, quien es la Verdad de mi vida, por siempre.

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