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Aunque nací y vivo en República Dominicana, soy hija de inmigrantes libaneses. Crecí en un hogar respetuoso de Dios y, por su religión maronita, muy devoto de los santos. De hecho, mi nombre es la adaptación femenina del nombre de un santo libanés. Me crié en un colegio de monjas, en medio de un pueblo católico.

Tengo que reconocer que la gracia de Dios siempre estuvo conmigo. Las prácticas que hoy sé que no son bíblicas inquietaban mi corazón desde joven. Se me hacía difícil participar de ellas, en particular de la oración a los santos. En mi mente siempre estuvo claro que yo podía tener acceso directo a Dios, por lo cual no tenía que usar un mediador humano. Esa y otras prácticas religiosas me produjeron muchas inquietudes, que eventualmente me llevaron a buscar respuestas.

Cerca de mi inicio en la universidad, mi hermano mayor y yo conocimos el evangelio casi simultáneamente. Un día, él me prestó un libro que —aunque hoy no puedo recomendarlo porque tiene mucho odio hacia el catolicismo, lo cual no es correcto— sirvió para responder muchas preguntas que estaban en mi mente. Sumado a eso, Dios, en Su maravillosa orquestación, trajo a mi vida una compañera de estudio y un cliente creyentes que me invitaron a la iglesia. Ese amigo en particular nunca me abrió una Biblia, pero el cambio en su aspecto físico y comportamiento me asombraron mucho; yo quería conocer al Dios que lo transformó. Eso me llevó a ir a su iglesia, que ahora es la mía.

Domingo tras domingo me senté a escuchar la Palabra. No tengo un día exacto que pueda identificar como el día de mi conversión… de hecho, creo que levanté la mano al llamado de salvación varias veces. En ese momento no sabía bien lo que estaba haciendo, pero hoy sí puedo testificar que se estaba produciendo un cambio en mi corazón.

Comencé a sentir convicción de pecado, cambios en mi forma de tratar a otros, en mi forma de vestir, en mi forma de pensar. Experimenté lo que fue el entristecer al Espíritu Santo, pues cuando visitaba los lugares que solía frecuentar con mis amigos, sentía una tristeza interna que me impedía disfrutar del lugar y la compañía. Entre eso y la pasión del primer amor que hacía que le predicara a mis amigos, ellos terminaron alejándose de mí y yo de ellos.

Dios en Su gracia me dio nuevos amigos. Encontré un grupo pequeño en mi iglesia que me ayudó a integrarme y a hacer amigas que, aunque no eran de mi edad, eran mis hermanas en Cristo. Con ellas crecí espiritualmente y eso daba gozo a mi corazón.

Si pudiera reflexionar contigo acerca de lo aprendido sobre mi conversión te diría tres cosas. Lo primero es que cuando Dios llama a alguien al arrepentimiento, lo hace de una forma irresistible. Si tienes algún amigo o familiar, esposo o hijo que anhelas ver a los pies del Señor, ora a Dios por misericordia, testifica a ellos con tu vida y espera en el Señor, porque solo Él es quien quita el velo y convierte corazones (1 P 3:1; 2 Co 3:16).

Lo segundo es que lamento haber discutido tanto de religión con mis amigos. Mi deseo de sacarlos de una doctrina no bíblica me hizo enfocarme en hablar de las diferencias y no de las similitudes. Si tienes amigos, en especial católicos, háblales primero de lo que tenemos en común: la hermosura de Jesús. Esto es lo que hizo Pablo (Hch 17:23). La práctica de una doctrina no es la que salva, sino la persona de Cristo y Su obra.

Por último, intégrate lo más rápido que puedas a tu iglesia local. ¡Los amigos en la fe son una clave importante en nuestra vida para encontrar el apoyo que necesitamos para crecer en el Señor (Heb 3:13)!

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