¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Es cierto que todo puede cambiar en un instante. Cuando respondí la llamada esa primera mañana de otoño en Chile, mi ser se rehusaba a creer que aquellas palabras pudieran ser reales: «tu hijo falleció».

Mi corazón se comenzó a derrumbar. Mis estrategias de autoprotección empezaron a responder de inmediato. «Necesitas estar solo», «no lloramos frente a las personas», «pero Dios tiene un plan». Las respuestas que quizá servirían para otro momento no eran las que necesitaba en ese momento y tampoco fue lo que Dios me ofreció.

Cuando me enteré de la muerte de mi hijo, necesitaba desbordar mi corazón y fue exactamente lo que Dios me proveyó.

Temor a ser amado

Nunca olvidaré lo que logré sacar en ese momento, sentado en el apartamento de una pareja de la que aún sospecho si son humanos; fueron ángeles para mí. La hermosa cordillera que rodea la ciudad de Santiago me resultaba una vista extraña. No solo porque era mi primera vez en Chile, sino porque las montañas se distorsionaban con mis lágrimas.

Unas horas más tarde tendría que recibir condolencias entregadas con buenas intenciones y lidiar con comentarios reciclados y promesas raras; la forma popular de operar en momentos de pérdida.

Mi instinto en momentos de dificultad siempre fue aislarme de las personas para protegerme de la vulnerabilidad. La relación que tuve con mis padres y otras personas importantes en mi infancia, «diseñaron» este sistema para procesar el dolor y sufrimiento.

Dios sigue proclamando que el dolor no le asusta y el sufrimiento nunca es en vano

No tengo recuerdos claros de si mis padres me negaban el afecto que necesitaba en momentos de crisis, pero algo dentro de mí me repetía que el dolor no se comparte, que nadie podría conocer los lugares más oscuros de mi interior y aún así amarme.

Son mecanismos que parecen útiles. Insinúan que se pueden procesar las cosas de forma rápida y evitar que el dolor propio sea una carga para alguien más. El temor a ser conocido se traduce en temor a ser amado, y qué complicado cuando este temor te lleva a evitar lo que más anhelas.

Mi esposa es testigo. Yo acostumbraba a huir del consuelo, porque abrirse para recibirlo se sentía como demasiado íntimo, demasiado personal. Mi interior permaneció sellado por mucho tiempo, enterrado debajo de mi habilidad para proyectar felicidad y aparentar un rango de emociones, sin exponer lo más profundo de mí.

Compañía en el dolor

Pero Dios me llevó a mi peor momento para que conociera quién es Él. No podremos conocer a nuestro Padre celestial sin entrar a los lugares difíciles con Sus hijos. En el momento preciso, Dios me rodeó de un grupo de Sus hijos que me ayudaron a procesar con lágrimas y gemidos una pérdida inexpresable, porque las palabras no alcanzaban.

Dios sabía que yo necesitaba exponer y compartir mi dolor, que necesitaba llorar. Aunque yo hubiera preferido correr y esconderme.

Una amiga se sentó a mi lado y sus sollozos audibles me daban permiso de expresar lo que trataba de esconder dentro de mí. No me dijo nada, porque yo tampoco necesitaba oír nada. Solo necesitaba llorar y sacar el dolor de mi pecho.

Dios es un ancla inamovible en lo profundo de nuestra tristeza. Él está dispuesto a encontrarnos allí y ofrecer lo que realmente necesitamos: Su presencia

Ella no me consoló con información que, de todos modos, mi cerebro no podría procesar en ese momento; ni siquiera estaba funcionando. Me ofreció algo más valioso. Me prestó un hombro, un espacio por donde bajar a las cuevas más oscuras de la tristeza y el dolor. Aquella amiga me dio el espacio seguro para sacar lo que había en mí, sin juzgar cómo se vería.

Dios con nosotros

Jesús nos ofrece lo mismo, pues Él también recorrió los callejones de la pérdida y dolor. Cuando llegó a la tumba de Lázaro, Su amigo amado, se quebró ante el dolor de sus hermanas (Jn 11:35).

En aquel momento de luto, Jesús no brincó a las respuestas fáciles. Siendo la resurrección en persona, ofreció un lugar seguro para llorar, un hombro que temblaba y lágrimas que comunicaban que el dolor no debe aislarnos. Él ofreció Su presencia. Quizá no una presencia abrumadora, como quisiéramos a veces, pero con un susurro suave y gentil diciendo: «aquí estoy».

Este mismo Jesús, «Dios con nosotros», nos sigue acompañando en el dolor. Se hace visible cuando alguien comparte un mensaje, una llamada, una comida o lágrimas. Dios sigue proclamando que el dolor no le asusta y el sufrimiento nunca es en vano.

Él llega a los peores momentos con Sus brazos abiertos y temblando igual que los nuestros, porque el dolor es real. Sus ojos también se llenan de lágrimas, pero sin distorsionar Su vista porque Dios es movido por las emociones pero no cegado por ellas.

Dios es un ancla inamovible en lo profundo de nuestra tristeza. Él está dispuesto a encontrarnos allí y ofrecer lo que realmente necesitamos: Su presencia. Jesús, Dios con nosotros.

Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando