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La tensión en la habitación era evidente. El rector de la secundaria explicaba a mis padres por qué nos encontrábamos en su oficina.

Unos días antes, yo había tomado la decisión de emborracharme durante el receso. Después de tambalearme hacia el salón de clases, me jacté de mi rebelión y de mis hazañas. Debí haber sido más cuidadosa sobre a quién le contaba mi «logro». Alguien había hablado. Ahora, sentada en esa oficina, las consecuencias eran claras: este comportamiento no iba a ser tolerado.

Cuando las palabras «no vas a ser expulsada» salieron de la boca del rector, mi corazón sintió un golpe inesperado. Estaba lista para la expulsión —eso significaba que ya no tenía que asistir ese colegio que tanto me restringía— pero no estaba lista para recibir perdón y una segunda oportunidad. Eso me dejó sin palabras.

Antes de continuar, regresemos unos años el reloj. Crecí en un hogar cristiano; desde muy temprana edad mis padres me enseñaron la Palabra de Dios, el temor santo del Señor y se esmeraban por ayudarme a entender cómo vivir una vida conforme al evangelio. De pequeña me encantaba escuchar acerca de Cristo y del evangelio; yo tenía un entendimiento de mi pecado, la misericordia de Dios y la gracia demostrada a nosotros en la cruz. Cada semana tenía la oportunidad de escuchar el evangelio en la escuela y en mi iglesia local, y yo tenía a muchas personas a mi alrededor que me amaban y buscaban instruirme en los caminos de Dios.

Pero al llegar a la adolescencia, mi corazón rebelde quería algo diferente. Yo quería vivir conforme al mundo, quería divertirme sin tener consecuencias. El emborracharme no fue un accidente, sino un desafío a mis autoridades y a Dios mismo. Yo sabía qué era lo correcto, y mi corazón gritaba: «Dios, si tú no existieras, yo podría pecar sin sentir culpa». Con mis actos decía: «Yo sé lo que es mejor para mí misma y aunque sé que esto está mal, lo haré de todas maneras».

Regalo inmerecido

No había pasado ni un mes de mi «hazaña» cuando me encontré en la oficina del rector una vez más. Seguía en un periodo de prueba. Ahora sentía el peso de mi desobediencia y la vergüenza de mis actos. Estaba lista para las consecuencias, pero lo que recibí fue una invitación.

Fui convocada para participar en un intercambio reservado para aquellos estudiantes con mejor comportamiento y desempeño académico, cualidades que yo no poseía. Era una tradición que los estudiantes que estaban en su último año de secundaria fueran a un intercambio con nuestra iglesia hermana en el norte de Estados Unidos. Toda mi vida había visto a los estudiantes participar en este intercambio y anhelaba poder participar, pero en mi rebeldía había sido muy intencional en romper todas las reglas. No lo podía entender. No solo no recibí lo que merecía, sino que recibí un regalo que no merecía. ¡Cuánta gracia!

Estaba lista para la expulsión, pero no estaba lista para recibir perdón y una segunda oportunidad

En ese momento, como con un disparo, mi corazón duro y rebelde fue derretido por el misterio del evangelio.

¿Cómo fue que el Dios santo, santo, santo dejó su trono para morir en mi lugar? Dios no solo perdonó mis pecados, sino que también me llamó a Él por nombre para ser su hija. ¡¿Cómo es posible?!

Cautivada por la gracia

La gracia del evangelio cautivo mi corazón y mi mente. Mi necedad me fue revelada y la maravilla del perdón de mis pecados me llevó a mis rodillas en humildad y arrepentimiento.

Jesucristo, completamente Dios y completamente hombre, dejó su trono para vivir una vida perfecta y morir por aquellos que merecían la muerte y completa separación de Él (Ro 6:23). Fue su gracia y su sangre derramada en la cruz lo que abrió el camino para que mujeres y hombres como yo, rebeldes, pudieran acercarse a un Dios santo. ¡Esto es solo por gracia y por su amor incondicional revelado a nosotros por medio de la cruz!

La gracia de Dios transformó mi vida y desde entonces no he sido la misma. El camino no ha sido fácil y ha requerido que rindiera mi antigua forma de vivir. He necesitado entrenar mi mente rebelde a la sumisión a Cristo y a depender de su gracia sobre gracia. Por su poder y misericordia, he sido transformada día a día. El Espíritu Santo convirtió mi corazón de piedra en un corazón sensible a la Palabra, deseoso de conocerlo más y de ayudar a otros a ver cuán gracia tan maravillosa e inmerecida se nos ha dado en Cristo.

Si eres un rebelde como yo, ¡ten ánimo! No hay dureza o pecado que te lleve tan lejos que la gracia de Dios no pueda alcanzarte. Su corazón es compasivo y misericordioso: «Dios compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, el que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado…» (Éx 34:6-7). Ven a Él en humildad y arrepentimiento. Prueba su gracia que transforma corazones rebeldes para su gloria.

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