¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Estaba muy frustrado. Una serie de cambios en las leyes educativas hizo que me cambiaran de colegio en el último año. Pasar de una institución militarizada a una bastante relajada no me producía el menor entusiasmo. Lo peor era llegar a un lugar en donde todos ya se conocían por años. Me sentía como un pez fuera del agua.

Me estaba acercando a los dieciséis años; estaba lleno de dudas y tenía pocas (o ninguna) respuestas. Me tocó vivir mi adolescencia en un país quebrado en muchos sentidos y esa desesperanza se olía en el aire. La economía familiar tambaleaba y el futuro no se veía promisorio. Todo anunciaba crisis y muchos optaban por huir del país, esconderse en vicios, cubrirse en un cinismo malsano o dejarse llevar por la corriente. Yo no era la excepción. Era un hijo de mi generación, ni más ni menos.

Ese último año del colegio sería completamente olvidable, pero solo un aspecto hizo que se convirtiera en el más importante de mi vida y que marcó el cambio de rumbo de mi existencia para siempre.

Yo llegaba al colegio esperando que las horas pasaran lo más rápido posible. Era difícil para mí hacer amigos y prefería estar solo y dar vueltas por allí durante los recreos. Sin embargo, uno de esos días de recreo aburrido y solitario me hizo prestar atención a un grupo de compañeros que parecía discutir acaloradamente. Me acerqué sin mayor interés y me puse a un costado, como para oír, pero sin que se sienta que era parte del grupo.

¡La discusión era sobre Jesús! Sí, sobre religión. Yo no estaba para esos temas y ya iba a seguir mi recorrido solitario, pero mi curiosidad fue más fuerte —o el Señor fue más fuerte— y me detuvo en ese lugar. Pude ir entendiendo que uno de ellos se había «convertido» y ahora era cristiano. «Pero ¿no lo somos todos?», pensé. Él abría y cerraba una Biblia pequeña y muy subrayada que usaba para leer diferentes textos bíblicos. No podía entender todo lo que decía, pero eran como punzadas en mi corazón. Yo había leído los Evangelios y algunas cartas como curiosidad literaria porque leo todo lo que se me cruza delante de los ojos, pero la forma en que este muchacho lo presentaba y la pasión con que lo decía, le daba una profundidad asombrosa que era como golpes a mi cerebro.

Cada recreo me acercaba con sigilo a los diferentes grupos que se juntaban alrededor del muchacho predicador y escuchaba sin hacer contacto visual. Tenía toda la actitud adolescente que con su actitud dice, «¡Me importa un pepino lo que estás diciendo!», pero bebía cada palabra como sediento que acaba de encontrar agua en el desierto. No solo eso, en mi casa encontré una vieja Biblia familiar en un lenguaje quijotesco que leía ni bien llegaba a casa. Intentaba recordar los textos que mencionaba y luego de una búsqueda casi titánica (imagina el tiempo pre-Google), encontraba algunos y leía adelante y atrás todo lo que decían. Mi corazón había sido despertado al evangelio. 

Él dijo con mucha seriedad y firmeza: «Todo eso lo he dejado en el pasado, soy una nueva criatura y deseo honrar a Dios con toda mi vida»

Sin embargo, no me había rendido todavía al Señor. Durante uno de esos encuentros con este predicador adolescente, él fue confrontado por su estilo de vida anterior y las cosas de las que nos jactamos todos los muchachos adolescentes. Ninguno de nosotros en nuestro sano juicio dejaríamos que nuestra hombría o nuestras historias de conquistador puedan ser puestas en juego. Sin embargo, él dijo con mucha seriedad y firmeza: «Todo eso lo he dejado en el pasado, soy una nueva criatura y deseo honrar a Dios con toda mi vida». Esas palabras fueron la punta de la espada que empezó a entrar a mi corazón. Todo el evangelio sonaba muy bien en teoría, pero ahora lo podía ver con mis propios ojos en la vida de ese muchacho. Él era un verdadero testigo del Cristo resucitado anunciado en el evangelio.

Esa noche estaba escuchando una radio cristiana. Un predicador famoso estaba hablando, pero yo no prestaba mucha atención. Cuando terminó de hablar hizo una invitación. Él pidió que los que quisieran rendir sus vidas a Jesucristo y reconocerlo como Señor y Salvador, pidiendo perdón por sus pecados, lo hicieran en ese instante. Yo recuerdo claramente que me arrodillé frente a la radio y reconocí que Jesucristo es el Señor de mi vida. Han pasado varias décadas desde esa noche de invierno, pero el calor intenso de mi corazón revivido por Cristo no ha cesado desde entonces. 

Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando