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Era ya el quinto mensaje que recibía ese sábado 14 de agosto. “¿Sentiste el terremoto?”, “¿Están bien por allá?”. Algunos amigos me escribían preocupados luego de escuchar del terremoto próximo a mi país. Mientras tanto, yo seguía durmiendo tranquilamente en mi cama.

Yo vivo en la República Dominicana, un país caribeño vibrante y creciente, conocido por tener algunas de las mejores playas del mundo (Punta Cana y Samaná son ya nombres comunes para cualquiera). Lo que es más importante, pareciera que nuestro país está en el epicentro de un mover peculiar de Dios en el mundo hispanohablante, con muchas iglesias que predican el evangelio y trabajan en unidad por el reino.

Pero compartimos la isla con otro país, con una experiencia muy diferente. Haití, el país más pobre de Occidente, ha sufrido desastre tras desastre. Si bien el Señor siempre está obrando y hay un creciente número de protestantes, el reporte de quienes viven allá es de una profunda oscuridad espiritual, con un sincretismo único entre el catolicismo, la santería y el vudú.

Haití ya estaba en una situación de mucha preocupación cuando en el 2010 sufrieron un terremoto que afectó a más de 3 millones de haitianos, un tercio de su población, y que dejó más de 500,000 muertos. La tierra se movió una vez más este sábado en la mañana. Un terremoto de 7.2 sacudió el sur del país y al momento cuenta más de 1900 muertos y ha afectado a más de 250,000 personas. Una de sus ciudades quedó sin una sola iglesia en pie. 

Para comprender mejor la situación, también debo mencionar el Huracán Ike del 2008, Sandy en el 2012 y Matthew en el 2016, que dejaron miles de muertes y cientos de miles de desamparados. Mientras escribo, están pasando por nuestro país las nubes de la tormenta tropical Grace que ahora impactan con más fuerza nuestros vecinos al oeste. 

Todo esto en un país cuyo presidente, Jovenel Moïse, fue asesinado este pasado 7 de julio bajo circunstancias bastante turbias. En medio de una profunda inestabilidad política, todavía no hay claridad de dirección entre los líderes del país que lleve a una posible estabilidad gubernamental.

Un amigo me escribía esta mañana, “La situación de Haití se siente inimaginable”. Yo creo que esa es una buena manera de percibir la situación. Pero podría decirte algo más: “Bon bon té”, o “Galletas de tierra”. Es una receta común en Haití: puedes encontrar cómo prepararla en Youtube. Lleva mantequilla y sal, pero el ingrediente principal es tierra procesada. Aunque, gracias a Dios, mis amigos haitianos me dicen que no es algo que se come comúnmente hoy en día, sí lo fue por muchos años, para miles de hombres y mujeres creados a la imagen de Dios.

La situación en Haití ha sido inimaginable por mucho tiempo.

¿Mi prójimo?

De capital a capital, de Santo Domingo a Puerto Príncipe, en auto tomaría poco más de seis horas. Volando sería menos de una hora. Pero no muchos hacen ese viaje. A pesar de compartir territorio, la mayoría de mis amigos y familiares nunca han ido a Haití y la mayoría de los haitianos que vienen solo se regresan si son deportados o cuando tienen una manera segura de volver a República Dominicana de manera rápida y segura. 

Pero el ser dominicano implica que yo vivo y me muevo entre haitianos. Ellos construyen nuestros edificios, atienden nuestras casas, van a nuestras iglesias y crean comunidades alrededor de nosotros.

Hay una larga historia entre las relaciones Dominico-Haitianas, pero este no es el lugar –y no soy yo la persona– para explicarla en toda su complejidad. Basta con decir que tenemos nuestra propia versión de racismo, alimentado en gran parte por nuestra invasión de parte de los haitianos del 1822 al 1844. Hoy muchos hospitales están viendo más nacimientos de parte de haitianos que de dominicanos. Pregúntale a quien sea de nuestro lado de la Isla y te dirá que tenemos entre uno y tres millones de haitianos indocumentados viviendo en un país de 11 millones de dominicanos. Si bien es cierto que nuestro país goza de cierta prosperidad, seguimos siendo una nación en desarrollo, un país pequeño con un PBI pequeño. Nuestra clase media sabe muy bien que estamos a uno o dos malas movidas de la pobreza. Es muy fácil para nosotros preguntar “¿Quién es mi prójimo?” y responder “Haití no”.

Pero la Iglesia no ha estado ni callada ni inactiva. He escuchado de docenas de misiones de parte de iglesias –principalmente de República Dominicana, pero también de Estados Unidos, Colombia, México y otros países– que constantemente están enviado ayuda y obreros y también empezando obras en Puerto Príncipe, Cabo Haitiano y Jacmel. Este es tanto nuestro llamado como nuestra respuesta a la misericordia inmerecida de nuestro Salvador. En Su bondad, por esta temporada, nuestros países tienen la capacidad de ayudar y enviar.

A la vez, estos mismos esfuerzos se han encontrado con lo que puede ser el desastre más peligroso que enfrenta Haití: las bandas armadas. Toman como rehenes a los pasajeros de los autobuses, despojan iglesias y destruyen escuelas. Van detrás de los misioneros, toman los suministros y roban libros y Biblias, haciendo de una situación que es ya imposible, inimaginablemente más difícil. Como me dijo un amigo haitiano: “Haití tiene muchos problemas, pero yo no vuelvo pá Haití por las bandas, porque ellos saben que yo estoy trabajando aquí en RD. Ellos creen que yo tengo dinero y si me ven, me lo van a quitar todo”.

Inimaginable

La situación en Haití es inimaginable. Leemos pedazos aquí y allá, alguien nos manda un video o vemos una foto y, tal vez, interactuamos con un amigo o dos. Nos sentimos mal por un momento y oramos por un tiempo. Pero seguimos leyendo, se nos olvida y seguimos con nuestra vida. Nosotros también tenemos nuestros propios problemas.

En la gracia de Dios, muchas naciones han tratado de traer alivio a la inmensa mayoría que vive en pobreza, pero ni siquiera los 13 mil millones de dólares en ayuda para el terremoto del 2010 hicieron gran cosa. Si bien la iglesia global continúa enviando discípulos que predican las buenas nuevas del Cristo resucitado, los obreros siguen siendo pocos. 

Lo que me trae de vuelta a ese hermano haitiano de mi iglesia. De gran altura y con una humildad aún más grande, él servía fielmente en nuestra congregación por muchos años. Siempre me saludaba con una sonrisa que cubría todo su rostro. Al cantar, su voz sobresalía sobre todas las demás en la congregación. Su presencia era notable cada domingo.

El miércoles 13 de enero del 2010, luego de varias horas y cientos de llamadas que no alcanzaban a nadie, él se enteró que había perdido a sus nueve hermanos en el terremoto. Toda la iglesia se sacudió, aun aquellos que no lo conocían bien.

Pero algunos domingos más tarde, el estruendo de su voz resonó en la congregación y con ella dio testimonio del poder inexplicable de la resurrección de Cristo. Él habló de la bondad y soberanía de Dios, aún cuando no podemos entender sus caminos. Él exaltó al Cristo de la cruz y era evidente que lo creía con todo su corazón.

A través de ese testimonio potente y rendido al Señor es que la iglesia completa sintió esperanza. 

Porque Jesucristo está vivo, mi prójimo y mi hermano siguió cantando y sirviendo y sonriendo hasta que partió a estar con el Señor en el 2015.

Así que, mientras escucho de los inmensos sufrimientos de mis vecinos haitianos, yo tengo esperanza en la resurrección de Cristo.

“Él transforma el desierto en estanque de aguas,
Y la tierra seca en manantiales;
En ella hace morar a los hambrientos,
Para que establezcan una ciudad donde vivir” (Salmo 107:35-36).

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