Salmos 79-86 y Hechos 4-5
Escucharé lo que dirá Dios el Señor,
Porque hablará paz a Su pueblo, a Sus santos;
Para que no vuelvan ellos a la insensatez.
(Sal. 85:8)
Aprender a oír con ambos oídos es de vital importancia. Lo digo con conocimiento de causa, porque desde hace varios años sufro de una sordera que me ha traído más de un chascarro y muchas confusiones en múltiples situaciones y circunstancias. Imaginen ustedes cuantas veces he tenido que rectificar mis respuestas porque no escuché bien las preguntas; las veces que he pensado que las personas dicen algo y, al repetirlo, explotar de la risa porque lo que entendí no tenía nada que ver con lo que la persona me dijo; o simplemente porque no reaccioné a tiempo al solo ver unos labios moverse mientras sus palabras fueron solo sonidos ininteligibles para mí. Muchas personas se han enojado conmigo porque piensan que no soy educado cuando me piden permiso para pasar y hago “como que no les hago caso”. El problema es que yo no escucho a nadie que me hable por la espalda. Ahora, saquen cuenta de todo lo que me ha pasado en este lado del planeta donde estoy viviendo ahora, en que se habla inglés… los chascarros son peores y mucho más cómicos. ¡Pero no se los voy a contar!
La capacidad de oír bien es una de las primeras obras de transformación que el Señor hace al renovar nuestro espíritu con la salvación en Cristo. Así como en la vida física, en la vida espiritual también debemos aprender a escuchar bien porque nuestro mayor problema, definitivamente, es tener más desarrollada la capacidad de hablar que la de escuchar. A nuestro Dios siempre le decimos: “Presta oído, oh Pastor de Israel…” (Sal. 80:1a), y no nos equivocamos porque nuestro Señor tiene los oídos afinados para escuchar hasta nuestros más leves suspiros. Por eso, al orar con fe, decimos: “¡Oh Señor, Dios de los ejércitos, oye mi oración; Escucha, oh Dios de Jacob!” (Sal. 84:8).
Pero una verdadera comunión con Dios no radica solamente en que una de las partes escuche mientras la otra no para de hablar. La verdadera comunicación es a dos vías: tiempo para escuchar y tiempo para hablar. Y como humanos caídos, aprender a escuchar con atención es más importante que desarrollar nuestra elocuencia y oratoria. Nuestro Dios es un Dios con una Poderosa Palabra y, por eso, el Señor espera que aprendamos a oírle con atención.
La religiosidad popular superficial nos ha hecho creer erradamente que la fe es como una vocecita interior que nos dice cosas bonitas de Dios y de nosotros. Así, nuestra propia opinión se convierte en la opinión de Dios porque pareciera que el Señor piensa exactamente como yo pienso y sólo está para halagarme y confirmar todo lo que siempre he sabido. Nada más desafortunado, porque Dios tiene que decirnos cosas que están más allá de cualquier idea o sentimiento que tengamos, por más elevados que estos sean. ¿Cómo podemos siquiera imaginar que el Dios Eterno, el Creador del Cielo y de la Tierra, el Omnisciente Dios piensa simplemente como nosotros? Por el contrario, requerimos que nos hable, que nos instruya, que su Palabra penetre y nos haga ver la confusión e ignorancia de nuestros propios pensamientos. De allí que tengamos que aprender a decir con el salmista: “Oh Dios, no permanezcas en silencio; No calles, oh Dios, ni Te quedes quieto” (Sal. 83:1).
¿Cuáles podrían ser nuestros temores para no oír, desestimar o ignorar la voz de Dios? Miedo a su dureza, pánico a su voluntad, incomprensión del mensaje y simple ociosidad son las respuestas más comunes. No obstante, Dios tiene palabras de paz, corrección y vida para con nosotros. Él desea instruirnos y darnos cordura en medio de un mundo enloquecido por su rebeldía y sordera producto de su muerte espiritual. Dejar de escucharle es perder el discernimiento, la luz; es volver a la locura, como dice el texto de nuestro encabezado.
No tengamos en poco nuestra incapacidad de escuchar y entender las palabras de Dios. Para Él, esta falla auditiva es un verdadero drama que oscurece la belleza de su pueblo. Así lo dice el mismo Señor a través del salmista: “¡Oh, si Mi pueblo me oyera…! En un momento Yo subyugaría a sus enemigos… Y el tiempo de su castigo sería para siempre. Pero Yo te alimentaría con lo mejor del trigo, Y con miel de la peña te saciaría” (Sal. 81:13-16). Nuestro bienestar, nuestra seguridad y hasta nuestra supervivencia está íntimamente ligado a nuestra capacidad de escuchar al Señor para obedecerle y vivir conforme a lo que espera de nosotros. Sin su voz, viviremos sin brújula, sujetos a nuestros propios pensamientos, siendo necios porque sólo seremos sabios en nuestra propia opinión.
¿Qué es lo peor que puede pasar por no escuchar a Dios? El Señor lo declara con tristeza una vez más: “Pero Mi pueblo no escuchó Mi voz; Israel no Me obedeció. Por eso los entregué a la dureza de su corazón, Para que anduvieran en sus propias intrigas” (Sal. 81:11-12). El Señor dice que no hay nada peor para Él que su pueblo quede sujeto sólo a las voces de sus propios corazones porque sin su dirección no producimos más que dureza e intrigas. Si lo queremos decir en términos modernos, no escuchar a Dios es como estar en un avión en medio de una densa neblina, con los instrumentos de navegación estropeados y con una montaña de roca justo enfrente nuestro. ¿Qué puede ser peor?
El apóstol Pablo decía que la única fuente de fe es oír con atención la Palabra de Dios. Por eso, como les dije anteriormente, el sentido del oído es primordial para el mantenimiento de la vida espiritual. Ahora que nuestros oídos físicos han sido absolutamente refinados con calidad estereofónica digital Dolby Estéreo Surround y etcétera, debemos también buscar, con más intensidad, que nuestros oídos espirituales puedan percibir la voz de Dios con tal calidad, cercanía y nitidez, para que podamos llegar a tener tan alto grado de seguridad de nuestras convicciones, que podamos decir como dijeron los apóstoles ante de sus acusadores: “Pero Pedro y Juan, les contestaron: ‘Ustedes mismos juzguen si es justo delante de Dios obedecer a ustedes en vez de obedecer a Dios. Porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído’” (Hch. 4:19-20).
Termino con esta ilustración: En 1753, el Conde Philip Dormer Stanhope, hombre de letras inglés, escribió: “La sordera produce en mí efectos raros… Yo caería en desesperación, por ejemplo, solo viéndote hablar sin escucharte. Pero, en cambio, yo soy muy feliz escuchándote escribir”. Las palabras de Dios no son solo la escritura de las palabras de Dios en el pasado. Por el contrario, cuando tú las lees hoy, es como si estuvieras escuchando el rasgueo del lápiz de Dios escribiendo sus palabras directamente sobre tu corazón…
¿Le estás escuchando con atención y notas la diferencia entre tus palabras y las de Él?