Jeremías 45-48 y 1 Tesalonicenses 3-4
“Así dice el SEÑOR, Dios de Israel, acerca de ti, Baruc: Tú dijiste: ‘¡Ay de mí! ¡El SEÑOR añade angustia a mi dolor! Estoy agotado de tanto gemir, y no encuentro descanso.’ Pues le dirás que así dice el SEÑOR: Voy a destruir lo que he construido, y arrancar lo que he plantado; es decir, arrasaré con toda esta tierra. ¿Buscas grandes cosas para ti? No las pidas, porque voy a provocar una desgracia sobre toda la gente, pero a ti te concederé la posibilidad de conservar la vida dondequiera que vayas —afirma el SEÑOR — . Ése será tu botín”
(Jeremías 45:2-5 NVI).
Me sorprendí hace unos años al leer las noticias acerca de una película independiente muy exitosa en Norteamérica, que con un bajísimo presupuesto logró convocar una gran cantidad de público y ganancias estratosféricas. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue la forma en que se estableció el presupuesto (y he descubierto que es una práctica común de la industria cinematográfica). Por ejemplo, una compañía pagó 2,5 millones de dólares para producir la película en sí, y 22 millones de dólares para hacerle publicidad. Esto me parece como si me estuvieran diciendo que es más importante hacer una buena campaña de marketing antes que invertir en la calidad del film.
Por eso tengo incertidumbre acerca de cuántas buenas películas que merecieron ser vistas por públicos masivos no lo fueron porque sus productores no tuvieron un presupuesto amplio para hacerlas conocidas. Esta es una muestra de que los habitantes de este pequeño planeta azul seguimos haciendo las cosas al revés, de una forma tan superficial, y seguimos comprando las cosas por el empaque y no por el producto. Lo peor es que no solemos hacer nada para que las cosas sean diferentes.
Nuestra noción acerca del valor de la vida también está cambiando de forma dramática. Invertimos más en lujos que en lo esencial. Estamos más preocupados por lo trivial que por lo realmente importante. Nos quita el sueño lo material que es fugaz y temporal, y descuidamos nuestra espiritualidad inmortal y todo lo que realmente vale la pena. Todo esto es como si tercamente estuviéramos ahogándonos en medio del mar porque nos negamos a soltar el lastre que nos empuja hacia el fondo.
Esta vida contradictoria y superficial nos lleva a sucumbir ante el sinsabor que nos produce no encontrar satisfacción en lo que somos, hacemos, o tenemos. Nos llenamos de miedos y angustias innecesarias por temor a perder lo que es fácilmente sustituible o ni siquiera es indispensable para vivir una vida realmente buena. Por eso mucha gente que ha vivido un proceso traumático en su vida tiende a hacer una profunda evaluación de sus valores, encontrando siempre la necesidad de vivir de manera distinta a cómo lo hacían antes.
Baruc fue uno de esos hombres que tuvo que cambiar de manera dramática sus valores. Él era uno de los compañeros más cercanos de Jeremías. Trabajaba para el profeta como el escriba que se encargaba de copiar las profecías que Jeremías recibía de Dios. Baruc, en más de una oportunidad, fue representante del profeta, poniendo en juego su propia vida ante las autoridades que se negaban a aceptar el mensaje del Señor. Este hombre vivió de cerca los terribles momentos del fin de la primera historia del pueblo judío previa al doloroso exilio en Babilonia.
Podríamos decir que Baruc estaba viviendo entre dos fuegos. Por un lado, estaban sus propios paisanos que lo consideraban un enemigo porque era el asistente del odiado Jeremías que solo anunciaba calamidades y desastres a Judá. En el otro extremo, estaban los babilonios, cuyo poder amedrentaba y hacía temer a los judíos, entre los cuales también estaba él. Baruc sabía que si caía en sus manos, no podía esperar la más mínima compasión de ellos.
En los pasajes de nuestra lectura de hoy, vemos que Baruc había llegado al límite de sus fuerzas y no lo podemos culpar por eso. Las circunstancias era tremendas y oscuras. Esto lo notamos de manera marcada porque, en el texto del encabezado, tenemos la trascripción de la frase que él quizá pronunció de manera literal delante Jeremías y que estaba marcada por su profundo desaliento. Imagino a Baruc insomne, dándose vueltas en la cama, pensando en el terrible fin que se acercaba para él y los suyos. No solo le temía a los babilonios, sino que también su vida tenía un precio entre los de su mismo pueblo. Nada le hacía presagiar que podría librarse de todo el mal que caería sobre él y todo el pueblo en cualquier momento.
En situaciones de crisis, lo mejor que Dios puede darnos es la vida misma.
Al parecer, en algún momento de crisis, Baruc se atrevió a hablar con el profeta, quizá solo pronunciar una oración íntima, o tal vez solamente tenía deseos ocultos que Dios ya conocía porque anidaban en lo secreto de su corazón. El Señor consideró esos deseos como “grandezas”. Podemos conjeturar que eran deseos que estaban fuera de lugar para el momento de juicio que vivía el pueblo judío. Baruc no estaba viendo en perspectiva todo lo que estaba pasando y que hacía que sus deseos, en ese momento, estuvieran completamente fuera de lugar. El Señor le ofrece una sola cosa que Él consideró suficiente e importante: su propia vida que estaría resguardada por el mismo Dios.
¿Qué podría haber pedido Baruc de forma equivocada? Pudo haber sido dinero para sobrellevar la crisis, un buen refugio subterráneo que lo esconda de los babilonios, resignación para no sufrir, un día de desenfreno antes de morir, alimentos suficientes para su familia, no perder a sus buenos amigos de toda la vida, drogas y alcohol para pasar el mal rato y olvidar las penas, que su casa quede en pie después de la destrucción. Se nos pueden ocurrir miles de peticiones y deseos más. Pero yo he aprendido del caso de Baruc que, en situaciones de crisis, lo mejor que Dios puede darnos es la vida misma.
¿Por qué el Señor solo le ofrece “vida” a un siervo que había sido tan fiel? Pues simplemente porque si estoy vivo puedo volver a empezar sin importar lo terrible de la destrucción a mi alrededor. Si estoy vivo puedo ser parte de la reconstrucción y no un triste recuerdo de un pasado que todos quieren olvidar. Si estoy vivo puedo ser de ayuda a los demás, enseñándoles que cada día trae su propio afán. Si estoy vivo todavía hay tiempo para el arrepentimiento. Si estoy vivo no importa lo lejos que esté; podré regresar por las huellas que fue dejando el Señor para mí. Si estoy vivo todavía puedo amar y tener la esperanza de ser amado; todavía puedo soñar y, al despertar, luchar para que mi sueño se haga real.
En tiempos en que se le canta a la desesperanza espiritual y anímica, tercamente le canto a la vida, pero a la vida de la mano del Señor. En tiempos en que la vida pesa demasiado por todo lo que hay que ponerle encima para que sea supuestamente digna, yo le canto a la vida a secas, desnuda, pero en las manos del Señor.
Hace poco escuchaba a una persona que decía en la televisión que había superado una difícil circunstancia porque “el universo se había alineado a su favor”. Yo solo pensé que no había esperanza más pobre que la de esperar una actitud personal de un universo mudo. Hace muchos años, una tía muy sabia me enseñó un viejo poema que ha sido un reto para mí desde mi adolescencia: “La vida que no florece, que es estéril y escondida… es vida que no merece, el santo nombre de vida”. La vida es un regalo de Dios. Aun el Señor vino para darnos vida a pesar de estar muertos en nuestros delitos y pecados. Al final, la vida no es nuestra, le pertenece al Señor y Él nos la concede de forma gratuita, por sola gracia.
Pongamos nuestra vida a los pies de Jesucristo, quien murió para darnos una vida sobrenatural, la suya propia.
Estamos equivocados si pensamos que la muerte es una posibilidad para escapar de lo que la vida no nos dio. Morir es quedarnos en el estado en el que partimos porque, al quitarnos la vida, lo primero que perece es la posibilidad de cambiar. En el estado en que partimos, en ese mismo estado nos quedamos por toda la eternidad. Cuidemos la vida que Dios nos dio y, lo más importante, pongamos esa vida a los pies de Jesucristo, quien murió para darnos una vida sobrenatural, la suya propia. No pidas tener una vida sin sobresaltos (lo que es imposible en este mundo caído), o una vida que necesite mil aditamentos adicionales para considerarla vivible. Preocúpate, más bien, por estar con vida porque justamente para eso vino Cristo, para dárnosla plenamente y en abundancia. Eso era justo lo que necesitábamos, ni más ni menos. Todo lo demás es accesorio.
Lo importante es que nos tomemos la vida con calma porque esta no es una carrera de velocidad, sino de resistencia. El apóstol Pablo da unos consejos prácticos acerca de este tema a sus discípulos de Colosas:
1. Vivir la vida en plenitud es seguir perfeccionando día a día lo aprendido. Así como los profesionales necesitan renovar siempre sus conocimientos, nosotros debemos renovar nuestra vida con cada nueva oportunidad. El apóstol Pablo dijo hace más de dos mil años: “Por lo demás, hermanos, les pedimos encarecidamente en el nombre del Señor Jesús que sigan progresando en el modo de vivir que agrada a Dios, tal como lo aprendieron de nosotros” (1 Ts. 4:1 NVI). De la teoría a la práctica, y de la práctica al dominio, y del dominio a la excelencia.
2. Vivir la vida en plenitud es no descuidar la voluntad de Dios que es indispensable para alcanzar la excelencia en calidad de vida. Pablo decía: “La voluntad de Dios es que sean santificados…” (1 Ts. 4:3 NVI). Lo que Dios más desea es que estemos cerca de Él y que este sentido de pertenencia nos capacite para experimentar la vida en todas sus luminosas y oscuras experiencias, pero de acuerdo al diseño de nuestro Señor.
3. Vivimos la vida en plenitud cuando entendemos que Dios espera que nuestras relaciones vitales se basen en vínculos de amor. El amor es la energía que sustenta la calidad de nuestra vida. Sin amor, la vida se hace pobre y oscura “… porque Dios mismo les ha enseñado a amarse unos a otros” (1 Ts. 4:9 NVI).
4. Vivir la vida en plenitud es reconocer que el trabajo honrado y decidido es una fuente de satisfacción en nuestra vida terrenal. Así instaba el apóstol a los discípulos de su tiempo y de todos los tiempos, “a procurar vivir en paz con todos, a ocuparse de sus propias responsabilidades y a trabajar con sus propias manos. Así les hemos mandado, para que por su modo de vivir se ganen el respeto de los que no son creyentes, y no tengan que depender de nadie” (1 Ts. 4:11-12 NVI). Trascender no significa dejar de ser ciudadanos terrestres y temporales. Tampoco significa aislarnos cuando las circunstancias se ponen difíciles o solo “salvar el pellejo” cuando muchos otros están en peligro. Por el contrario, es vivir de la mejor manera posible nuestra temporalidad sin olvidar nuestra transitoriedad. A final de cuentas, nuestra vida no nos pertenece, sino que le pertenece al Señor y Él espera que la usemos para su gloria.
5. Vivir la vida en plenitud es tener la seguridad de que ella no termina con la muerte. Algunos piensan que se debe eliminar del pensamiento la noción de la muerte para poder vivir con tranquilidad, lo cual es falso. Antes bien, Pablo recomienda: “Hermanos, no queremos que ignoren lo que va a pasar con los que ya han muerto, para que no se entristezcan como esos otros que no tienen esperanza. ¿Acaso no creemos que Jesús murió y resucitó? Así también Dios resucitará con Jesús a los que han muerto en unión con él” (1 Ts. 4:14 NVI).
Si entregamos nuestra vida finita al Señor, Él inmediatamente la convierte en eterna y algún día, “El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire. Y así estaremos con el Señor para siempre” (1 Ts. 4:16-17 NVI).
¿Entendemos ahora por qué el Señor le dio a Baruc todo lo que necesitaba?